Pero los eunucos, con una ingenuidad suicida, contaron su plan al gran visir al-Mushafí, creyendo su promesa de que lo secundaría. Lo que hizo al-Mushafí fue enviar aquella misma noche a Muhammad ibn Abi Amir, con un destacamento de cien esclavos armados, a casa del príncipe al-Mugira. Antes del amanecer, Muhammad lo despertó para darle la noticia de que su hermano, el califa, acababa de morir. Cuando al-Mugira, aturdido todavía por el sueño, vio a los soldados que rodeaban su jardín con las espadas desnudas, comprendió que a pesar suyo estaba condenado. Muerto de miedo, llorando, juró al impasible Muhammad que nunca reclamaría el trono ni conspiraría contra su sobrino, que lo único que deseaba era seguir viviendo como hasta entonces, retirado de todo, que le bastaba lo que poseía, su casa en el campo y las rentas que cobraba como miembro de la familia omeya. Pero Muhammad ibn Abi Amir se mantuvo inflexible, educado, casi complaciente. Miró a aquel príncipe de sangre real humillarse ante él y dándole la espalda salió al jardín, al aire fresco y perfumado de la noche de octubre, e hizo una señal lacónica a los soldados. Tal vez oyó desde lejos los gritos de al-Mugira, borrados por la corriente próxima del Guadalquivir. Lo estrangularon en su dormitorio y colgaron su cadáver de una cuerda. A la mañana siguiente se sabría en Córdoba que el príncipe al-Mugira se había suicidado. En la Historia, que suele ser una historia universal de la infamia, el príncipe al-Mugira ocupa unas líneas y unas pocas horas: las que duró la noche de la muerte del califa al-Hakam. Su nombre ha perdurado por la única razón de que es una víctima en estado puro, un inocente del que no sabríamos nada si no hubiera sido sacrificado. Vivió veintiocho años tan oscuramente como cualquier otro hombre del que no quedan rastros en la memoria de nadie. Sin duda pensaba que su voluntaria mediocridad lo salvaría. Una noche de octubre oyó golpes en su puerta y voces alarmadas de esclavos y dos o tres horas más tarde ya estaba muerto y volvía para siempre a la oscuridad. Muhammad ibn Abi Amir ni siquiera quiso ver cómo lo mataban.
Pero el porvenir no fue más piadoso con los eunucos Faiq y Chawdar, que sin darse cuenta habían tramado la perdición del príncipe al-Mugira. A Faiq le arrebataron todas sus dignidades y durante el resto de su vida, expulsado del alcázar, vivió prisionero en una casa de Córdoba. Chawdar fue desterrado, y murió años después en las Baleares, acordándose siempre de aquella noche junto al cadáver del califa en la que estuvo a punto de ganarlo todo y todo lo perdió. Inmediatamente después del entierro de al-Hakam, en la mañana del dos de octubre del año 976, los imanes proclamaron en la mezquita mayor el nombre del nuevo califa, que fue sacado en procesión por las calles de Córdoba entre un séquito de guerreros y eunucos, vestido de púrpura y llevando sobre su cabeza infantil un turbante tan alto como una tiara. Era un niño de complexión muy débil, de piel translúcida, de pelo rubio y ojos muy claros. Los gritos de la multitud y el estrépito de los militares lo asustaban, y le hacía daño la luz del sol. Muhammad ibn Abi Amir, al-Mushafí y Galib ocupaban lugares de privilegio junto al sitial del monarca.
Como habían previsto, entre los tres se repartieron los máximos cargos del Estado. Al-Mushafí y Galib fueron nombrados hayibs, o primeros ministros, y Muhammad visir al-dawla, o consejero mayor, y wali al-madinat, o gobernador de Córdoba, también llamado señor de la noche -sahib al-leil- porque los soldados a sus órdenes rondaban las calles de la ciudad desde que oscurecía hasta el amanecer. No se fiaba de los árabes, porque los sabía levantiscos y dados a las conspiraciones: contrató mercenarios cristianos y bereberes a los que pagaba de su propio tesoro y a nadie más que a él juraban lealtad. A los treinta y seis años había alcanzado la cima del poder, pero aún no estaba sólo ni se sentía del todo firme en ella: dependía de un niño sin voluntad manejado por su madre y de dos viejos cortesanos -Galib y al-Mushafí- que en el fondo lo despreciaban como a un advenedizo, aunque lo habían alentado siempre para aprovecharse de su audacia.
Primero aniquiló a al-Mushafí. Organizó contra él una minuciosa cacería, lo acusó de robo al tesoro público, de venalidad, de nepotismo, de abusos de poder, de impiedad y de lujuria. El califa firmó el decreto que despojaba a su primer ministro de todos sus cargos y confiscaba todas sus propiedades y lo envió a la cárcel junto a sus hijos y a todos los parientes que medraban con opulencia a su sombra. En pocos días, al-Mushafí, que había gozado de la amistad de al-Hakam II y vivido siempre en la omnipotencia y el lujo, se vio reducido a una miseria peor que la de un pordiosero. Lo confinaron en una mazmorra, injuriaron su nombre, lo sometieron a tortura. Viejo y fracasado, ni siquiera conservó la dignidad, aunque es posible que no la hubiera conocido nunca. Desde la cárcel escribía a Muhammad ibn Abi Amir mensajes de abyecta sumisión, incluso se le ofrecía como esclavo y profesor de sus hijos: «Que Dios te perdone. ¿No puede tu misericordia concederme un tardío perdón? Si he cometido sin premeditación una gran falta, tu poder es, sin embargo, más grande y más alto que mi delito. ¿No has visto a algún servidor traspasando los límites de sus derechos, pero también a un señor perdonando? Son menos culpables quienes habiendo alcanzado tu indulgencia han reparado sus faltas. Perdóname, para que el Eterno te perdone». Al escribir estas cosas probablemente se acordaba al-Mushafí que el hombre a quien debía su ruina había sido en otro tiempo un escribano sin porvenir al que él mismo protegió. Pero Muhammad era tan poco dado a la clemencia como a la gratitud. Dejó que al-Mushafí agonizara durante meses y años en la cárcel, urdió contra él un inacabable juicio público y lo hizo arrastrar a su presencia, ante toda la corte, vestido con harapos y empujado y golpeado por los guardias. Cuentan que el antiguo visir dijo a uno de ellos, que lo había tirado al suelo de una patada: «Despacio, hijo mío, llegarás a lo que deseas. Me gustaría que la muerte pudiera comprarse, pero Dios le ha fijado un precio demasiado alto». Ninguno de sus antiguos protegidos lo defendió. Ni siquiera lo miraban a los ojos. Para que apurase el horror, Muhammad no lo condenó a muerte: lo dejó seguir envejeciendo en la cárcel, lo condenó al suplicio de la enfermedad y del miedo incesante. Cansado de que no muriera, lo mandó estrangular cuando ya estaba tan viejo y enfermo que no se sostenía en pie. En su celda se encontraron estos versos: «No te fíes de la fortuna, porque nos procura muchos cambios. Antes me hizo desafiar a los leones, hoy me obliga a temblar delante de un zorro. ¡Qué humillación para un hombre valeroso, deber siempre implorar la clemencia de los viles!».
Para hundir a al-Mushafí, el general Galib se había aliado con Muhammad: incluso accedió a casarlo con una hija suya. Pero Galib también era peligroso, porque contaba con muchas lealtades en el ejército, y aún a los setenta años cabalgaba hacia la batalla a la cabeza de sus tropas con una capa de púrpura y un casco dorado. Cuando advirtió -para su desgracia, muy tarde- que después de la caída de al-Mushafí él era la siguiente presa de su yerno, levantó contra él una rebelión militar, pero ni siquiera así lo pudo vencer. El soldado más heroico de al-Andalus, el que había aplastado durante medio siglo a los ejércitos cristianos y a las tribus bereberes del Magrib, murió en una batalla contra el antiguo escribano de Córdoba. Tenía casi ochenta años, y, al dar la orden de ataque a sus soldados, su caballo tropezó y Galib se rompió el pecho contra el arzón de su silla: de nuevo el azar se ponía de parte de Muhammad ibn Abi Amir. Para vencer a Galib había contado con la ayuda del general Chafar ibn Alí. Supuso que si éste luchaba con tanto coraje contra otros, alguna vez lo haría contra éclass="underline" Chafar ibn Alí murió al poco tiempo de una puñalada en la espalda al salir, borracho, de una cena que Muhammad había ofrecido en su honor.
Algunas veces adornaba sus venganzas con rasgos de un venenoso humorismo. El poeta Ramadí, que había escrito con frecuencia versos satíricos contra él, fue detenido por participar en una conspiración. A todos los conjurados, salvo a Ramadí, los decapitaron. Muhammad había reservado para él otro castigo. Lo dejó en libertad, pero ordenó en un bando, bajo pena de muerte, que nadie lo mirara ni le dirigiera la palabra. Durante el resto de su vida, Ramadí deambuló como un fantasma por las calles de Córdoba, tan solo entre la multitud como en mitad de un desierto, hablando a hombres y mujeres que se volvían mudos en su presencia, buscando desesperadamente una sola mirada que no eludiera sus ojos. Debió enloquecer poco a poco, debió de sentir que no existía, puesto que nadie reparaba en él, y al cabo de los años ya ni siquiera intentaría romper el círculo de silencio que lo rodeaba. En Córdoba le llamaron el muerto.
Muhammad ibn Abi Amir no perdonaba a nadie y no descansaba nunca. Tras la ruina sucesiva de al-Mushafí y de Galib, por encima de él quedaba en al-Andalus una sola figura: la del califa Hisham II. Era un niño frágil y precozmente corrompido -Dozy supone con disgusto que entre su madre y Muhammad lo indujeron a una piedad delirante y a una temprana y abrumadora experiencia de la lujuria y del alcohol-, pero el nuevo primer ministro no podía deshacerse sin peligro de él. Como no era prudente matarlo, decidió volverlo invisible, reducirlo gradualmente a la inexistencia. En dos años se construyó a las orillas del Guadalquivir una ciudad palacio más grande y más ostentosa todavía que Madinat al-Zahra -retadoramente le dio un nombre parecido: Madinat al-Zahira, la ciudad florecida- y trasladó a ella todas las oficinas del Estado y el tesoro real. Al califa lo encerró en el alcázar de Córdoba, custodiado por guardias a los que él, Muhammad, sobornaba para que no cumplieran más órdenes que las suyas y para que vigilaran de día y de noche a Hisham y le contaran con exactitud cada palabra o gesto suyo. «Cercó de un muro el alcázar del califa -escribe al-Maqqari- e hizo abrir en todo su circuito un ancho foso, poniendo además guardias y velas que custodiasen las puertas. Apartó al califa de la vista de todos, mandó a los porteros que no permitiesen entrar persona alguna en su presencia ni que recibiese la menor noticia de los negocios públicos. Así tenía a su señor como preso en sus manos e ignorante de cuanto sucedía…». La seguridad de Hisham era demasiado valiosa como para exponerlo a algún peligro. Muhammad dispuso que sólo acudiera a la mezquita en las dos fiestas mayores del año, y aun entonces no salía a la calle, sino que cruzaba por un pasadizo que terminaba en la maqsura, de modo que los fieles difícilmente podían vislumbrar su silueta lejana y desconocida. En último extremo, cuando era del todo imprescindible que el califa saliera -para visitar, por ejemplo, el palacio de su primer ministro-, un pregonero seguido de gente armada lo precedía, ordenando a los cordobeses que abandonaran las calles y cerraran las puertas. Hisham II, oscilando torpemente sobre su caballo y aturdido por la pereza y el alcohol, miraba como en sueños una ciudad fantasma, súbitamente silenciosa y vacía.