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Para que su usurpación fuera tolerada, para mantenerse como dueño absoluto de al-Andalus, Muhammad tenía que convertirse también en el señor de la guerra. Uno de los mandamientos del Islam era el de combatir a los infieles: la guerra santa o yihad constituía una tarea tan grata a Dios como la peregrinación a La Meca o el hábito de la oración y la limosna. Al-Hakam II había preferido firmar tratados de paz con los reinos cristianos, pero a Muhammad ibn Abi Amir su infatigable instinto de dominación lo empujaba a la costumbre de la guerra, a los desfiles militares en las afueras de Córdoba, al fiero espectáculo de los ejércitos que volvían del norte trayendo largas hileras de esclavos cristianos y acémilas con los serones rebosantes de cabezas cortadas. Los andalusíes tenían fama de jinetes mediocres y poco dados al heroísmo. El ejército seguía organizándose según las antiguas filiaciones tribales, los yunds árabes y sirios de la época de la conquista, pero poco a poco sus contingentes más numerosos no fueron los de soldados andaluces, sino los de mercenarios bereberes y eslavos, incluso cristianos de los reinos del norte atraídos por la excelente paga y el trato que recibían. Para acabar con la influencia de la antigua aristocracia árabe y romper del todo la peligrosa solidaridad tribal, que podría volverse contra él, Muhammad ibn Abi Amir impuso una nueva organización militar según la cual árabes, bereberes, esclavos negros y cristianos se mezclaban por igual en los regimientos. Que en las tropas del califato sirvieran castellanos, navarros y leoneses es una circunstancia que irrita profundamente a los historiadores católicos, en especial a don Francisco Javier Simonet, que llama a esos soldados apóstatas y traidores a su patria. Lo cierto es que también, según los azares de la guerra, hubo mercenarios musulmanes en los ejércitos cristianos, y que el mismo Cid Campeador no tuvo ningún escrúpulo en luchar de vez en cuando al servicio de algún rey musulmán. Las relaciones entre ambos mundos eran mucho más fluidas de lo que la historia posterior ha querido enseñarnos: un hijo de Muhammad, Abd Allah, se sublevó contra él y fue acogido en la corte de Garci Fernández, conde de Castilla, obteniendo un puesto de mando en su ejército, si bien no la inmunidad frente a la ira de su padre, que cruzó la frontera para capturarlo, asoló varias ciudades mientras iba en su busca y al final, cuando lo hizo prisionero, le cortó la cabeza y la hizo enviar a Córdoba, conservada en salmuera, como ejemplo de inflexibilidad y aviso para rebeldes futuros.

Cuando empezó a trepar en el poder, Muhammad ibn Abi Amir era un letrado que no había tenido nada que ver con la guerra ni con la administración militar. En pocos años se convirtió en el general más temible, en un héroe que cabalgaba siempre en la vanguardia y parecía invulnerable a las lanzas y a las espadas del enemigo, en un estratega sin descanso que emprendió cincuenta y dos campañas contra los reinos cristianos y volvió victorioso de todas. La Crónica General de Alfonso el Sabio lo llama saña de Dios: igual que en los tiempos de Tariq y de Musa ibn Nusayr, cuando el reino de los visigodos se desplomó en pocos meses como asolado por un cataclismo, los cristianos sentían que Muhammad ibn Abi Amir era el instrumento de un castigo divino que se cebaba en ellos. «Con tales designios -escribe el siempre apocalíptico Simonet-, y para azote de una grey y pueblo degenerado, puso Dios en manos de este hombre las armas del poder y la fortuna, y el nuevo Atila, conociendo la misión a que era llamado, se propuso cumplirla con su natural saña para gloria de su soberbia y de la fanática creencia que profesaba…». Llevaba siempre consigo al campo de batalla un Corán que había copiado él mismo y una pequeña arqueta en la que sus criados, cuando se desnudaba por la noche, guardaban el polvo cuidadosamente sacudido de sus vestiduras de guerra: quería que cuando muriera lo esparcieran sobre su cadáver y que lo enterraran cubierto por él.

Continuamente llegaban a Córdoba desde el norte de África tribus enteras de bereberes para enrolarse en sus ejércitos. Eran jinetes más belicosos que los andaluces, debilitados, dice Ibn Jaldún, por los largos años de abundancia y de paz, inútiles ya para la guerra. Combatían con la misma furia de los nómadas de los desiertos de Arabia y eran fanáticamente leales no al califa ni al Estado, sino a Muhammad ibn Abi Amir, a quien debían su salario y el cuantioso botín que les era repartido después de cada victoria. Los cordobeses los despreciaban como a bárbaros y les tenían miedo, porque eran cada vez más numerosos en las calles de la ciudad y casi nunca se castigaban sus abusos: vinieron tantos, con su piel oscura, con sus turbantes negros, sus modales salvajes y su idioma extranjero, que hubo que ampliar otra vez la mezquita mayor para que cupieran en ella durante la oración de los viernes. Pero, gracias a ellos, al-Andalus estaba conociendo una superioridad militar que no había sido tan absoluta ni en los tiempos de Abd al-Rahman III, y los esclavos de guerra afluían, a precios irrisorios, a los mercados de Córdoba, y el país conocía una prosperidad que muy pronto sería recordada con más nostalgia que la Edad de Oro: la vida en Córdoba, bajo la dictadura de Ibn Abi Amir, fue más apacible y regalada que nunca, la comida era barata y abundante, la ley inflexible, pero también imparcial, las calles nocturnas tan seguras como los caminos más desolados.

En los arrabales de la ciudad cundía el hervidero incesante de los tallares de guerra: en ellos se fabricaban anualmente trece mil escudos, doce mil arcos, doscientas cuarenta mil flechas, tres mil tiendas de campaña. Al final de cada primavera, los ejércitos desfilaban en las explanadas abiertas junto al Guadalquivir y en la mezquita se bendecían los estandartes de guerra, que los generales ataban a sus lanzas. Cuarenta y seis mil jinetes dice Ibn Hayyan que formaban parte de una de las últimas expediciones de Muhammad ibn Abi Amir, y también veintiséis mil infantes, ciento treinta atabaleros que aterrorizarían a los enemigos con sus golpes de tambor, tres mil camellos que transportaban el material pesado y cien mulos cargados con los molinos destinados a moler el trigo para los soldados. El equipaje de Muhammad ibn Abi Amir y el de sus oficiales y esclavos viajaba sobre dos mil acémilas: llevaba en él los grandes arcones con el tesoro de guerra, las cien tiendas de su séquito, los treinta pabellones de lujo en el que descansaban sus invitados y los embajadores, los palanquines para las mujeres que acompañaban a la expedición, las cargas de flechas y de cotas de malla, de aceite, de petróleo para encender el fuego griego, de estopa y de pez. Entre la formidable muchedumbre que viajaba hacia el norte por las calzadas romanas había no sólo soldados y mujeres, sino también poetas que recitaban versos épicos para alentar las cargas de caballería y mercaderes judíos y cristianos que compraban a los soldados después de cada batalla la parte del botín que les había correspondido. El ejército se aprovisionaba sobre el terreno: por eso las expediciones solían organizarse en la época de la cosecha de cereales, y eran suspendidas en los años de sequía. Cada jinete, armado con una lanza, una espada y un hacha de doble filo, llevaba consigo a un escudero con una acémila en la que se cargaban la tienda de campaña, las armas defensivas y las reservas de proyectiles. Los soldados se infantería iban armados con una pica y una maza, y algunas veces con jabalinas y hondas, y usaban un escudo de madera. El de los jinetes, la adarga, era un disco de cuero tensado sobre armazón de madera. Los mejores escudos eran los fabricados con piel de antílope del Sahara, que tenía fama, una vez curtida, de ser impenetrable a las lanzas.