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Al entrar en territorio cristiano, al otro lado de la tierra de nadie, la caballería se entregaba metódicamente al pillaje: se asaltaban los almacenes de grano, se incendiaban las cosechas y los monasterios y caseríos aislados, se talaban los árboles. Más que una duradera expansión territorial, se buscaba un rico botín y la humillación militar del enemigo. Los combates a campo abierto entre grandes ejércitos eran menos frecuentes que las rápidas incursiones de la caballería ligera, que se retiraba a sus posiciones después de quemar una aldea y pasar a cuchillo sus defensores. Si las tropas cristianas y andalusíes se encontraban frente a frente en una llanura, a veces se sucedían peleas singulares entre paladines de los dos ejércitos, jinetes solitarios que cabalgaban el uno hacia el otro cubiertos con sus cotas de malla y se mataban entre sí mientras las dos multitudes adversas los contemplaban en silencio. Tras los desafíos de los paladines se desborda la batalla campaclass="underline" «Los infantes, con sus escudos y sus lanzas, se colocan en varias filas -escribe Abu Bakr al-Turtusí a finales del siglo XI-: apoyan sus lanzas oblicuamente sobre sus hombros, hincadas en el suelo y con la punta dirigiéndose hacia el enemigo; tienen la rodilla en el suelo y el escudo en el aire. Detrás se sitúan los arqueros, y a sus espaldas la caballería. Cuando los cristianos cargan contra los musulmanes los infantes no se mueven, permanecen rodilla en tierra, y al llegar cerca el enemigo, los arqueros le asestan una ráfaga de flechas, mientras los infantes lanzan sus venablos y les oponen las puntas de sus lanzas. Sólo después infantes y arqueros abren sus filas, apartándose a derecha y a izquierda, y a través de ese espacio libre la caballería se lanza contra los enemigos y los pone en fuga, si es que Dios así lo ha decidido…».

Al final del verano, antes de que empezaran las lluvias, las multitudes de Córdoba presenciaban el regreso de los soldados victoriosos: ante ellos cabalgaba siempre Muhammad ibn Abi Amir: únicamente a él se le debía tanta gloria, tal abundancia de cautivos y de cabezas cortadas que se colgarían luego en hileras alrededor de las murallas, tantas campanas de iglesias que se usarían como lámparas en las mezquitas y banderas ensangrentadas de los enemigos vencidos. El año 981, al volver de una campaña contra el reino de León, Muhammad ibn Abi Amir se permitió el atrevimiento que culminaba definitivamente su impostura. Usando para sí mismo un privilegio que sólo pertenecía a los califas, se impuso el sobrenombre de al-Mansur billah: «el que vence por Dios». Quienes se acercaran a él debían arrodillarse y besarle la mano y llamarle «señor». El califa no era nadie, una sombra cada vez más perdida tras los muros del alcázar y los esplendores narcóticos de Madinat al-Zahra. Él sólo, al-Mansur o Almanzor, como lo llamaron los cristianos, regía Córdoba y aplastaba y perseguía a sus enemigos y agrandaba la mezquita y quemaba los libros de al-Hakam II y emprendía guerras sin descanso contra los reinos cristianos, llevando el terror y la destrucción mucho más al norte de lo que había llegado nunca un ejército musulmán, atravesando Galicia para arrasar Santiago de Compostela y la basílica del Apóstol, quemando Barcelona y pasando a cuchillo a todos sus habitantes, inmune siempre al desaliento, a la fatiga, a la compasión, la vejez, poseído por una insaciable voluntad de acción, vengándose de cada uno de sus enemigos y asesinando por precaución a sus más leales cómplices, imaginando que no era sólo un primer ministro ni un general nunca derrotado, sino un rey, y que a pesar de la existencia de aquel vano califa de Córdoba sería él, al-Mansur, quien fundaría un nuevo linaje, para que su dominio sobre al-Andalus no terminara con su muerte.

Siguió guerreando sin tregua hasta el final de sus días, y cuando ya no pudo cabalgar, deshecho por la vejez y maniatado al dolor, fue hacia la batalla tendido en un palanquín y tiritando de fiebre, y la muerte lo encontró en el castillo de Medinaceli, al regreso de una campaña victoriosa, cuando tenía sesenta y dos años. Había dispuesto que su mortaja se comprara con dinero de las rentas de su casa solar de Algeciras, para que no estuviera manchado por la vileza con la que obtuvo su fortuna. Esparcieron sobre su cadáver el polvo adherido a su ropa durante treinta años de batallas, y cuando se supo en Córdoba que había muerto, las mujeres se desgarraron los vestidos y se ensuciaron el pelo con ceniza y alguien gritó: «¡Ay de nosotros! ¡Murió el que nos proveía de esclavos!». Los cristianos, que nunca pudieron vencerlo mientras vivía, inventaron para él una derrota póstuma, la nunca sucedida batalla de Calatañazor, nombre que aún perduraba, novecientos cincuenta años después de su muerte, en nuestras enciclopedias infantiles. Pero Muhammad ibn Abi Amir al-Mansur billah murió sin conocer la medida abismal de su propio fracaso. Sabemos sin embargo que lo presintió. Un día, cuenta al-Maqqari, cuando paseaba con un amigo por sus jardines de al-Zahira, Muhammad ibn Abi Amir se echó a llorar y dijo: «Desdichada Zahira, quisiera conocer al que dentro de poco te ha de destruir. Ya veo saqueado y arruinado este hermoso palacio, ya veo a mi patria devorada por el fuego de la guerra civil».

X. LA CIUDAD ARRASADA

No hay un otoño de la grandeza de Córdoba, no hay una lenta curva de declinación, como en las postrimerías de Roma, un presentimiento gradual de fracaso: Córdoba se hunde de pronto como el sol en los trópicos, como Pompeya borrada por el Vesubio, como Sodoma y Gomorra y como la Atlántida, presa de una especie de castigo bíblico sin misericordia, de una desgracia súbita. En cuatro años estrictos la mayor ciudad de Occidente es derribada por lo que el poeta Ibn Suhayd llama el viento de la adversidad: inundaciones, hambre, peste, incendios, exterminio metódico, guerreros Africanos cabalgando por sus callejones con sables ensangrentados, palacios devastados por multitudes rapaces, bibliotecas ardiendo entre las risas agradecidas de los fanáticos de la ignorancia y de la religión. El réquiem de Córdoba es un apocalipsis. Madinat al-Zahara, la ciudad de la soberbia, se hunde como la torre de Babeclass="underline" al menos de ella quedan las ruinas. Pero de Madinat al-Zahira ni siquiera el recuerdo se salva de la destrucción. Una muchedumbre amotinada entró en ella como un río que se desbordara y linchó a sus guardianes, y lo que no fue robado por los saqueadores sucumbió al fuego, de manera que hoy no sabemos ni en qué lugar se levantó. El vasto edificio político erigido por Abd al-Rahman III y usurpado y fortalecido luego por Muhammad ibn Abi Amir al-Mansur se desmorona de pronto igual que una estatua de arena. El impulso de disgregación que había latido en al-Andalus desde los tiempos de la conquista arrecia hasta convertirse en un gran cataclismo, en una locura unánime de la que nadie se salva, la guerra civil, la fitna, una batalla sangrienta de todos contra todos en la que no hay nadie que no participe como verdugo o como víctima o que no sea sucesivamente ambas cosas.

Lo que venían anunciando los astrólogos, lo que presintió al-Mansur cuando se echó a llorar en los jardines de al-Zahira, se cumplirá siete años justos después de su muerte: siete años durante los cuales creció tanto la prosperidad y el lujo de Córdoba que ni siquiera los ancianos que recordaban los días de Abd al-Rahman III encontraban razones para la nostalgia. Ibn Jaldún, que en el siglo XIV reflexionó sobre el auge y caída de los imperios con una claridad no inferior a la de Gibbon o Toynbee, notó que a veces, en el filo de la decadencia, una civilización condenada despliega un engañoso esplendor: «…pero eso no es sino el último centelleo de una mecha que va a extinguirse, tal como sucede a una lámpara que, estando a punto de apagarse, despide súbitamente un resplandor que hace suponer su encendimiento».

Había muerto al-Mansur, el guerrero invencible, pero ahora era primer ministro su hijo Abd al-Malik, y el califa Hisham seguía oculto en sus alcázares y entregado a sus devociones y a sus vicios. Que un soberano permanezca recluido y delegue todo el poder en sus visires es para Ibn Jaldún otro de los síntomas de que una dinastía va a hundirse: «La reclusión del califa es ocasionada comúnmente por los progresos del lujo: los herederos de un soberano, al pasar su juventud sumidos en los placeres, olvidan el sentir de su dignidad varonil y, habituados al ambiente de nodrizas y comadronas, acaban contrayendo una blandura del alma que los torna incapaces del poder; no saben incluso la diferencia entre mandar y ser dominado». Abd al-Malik era corrupto y soberbio, y andaba siempre en juergas de borrachos con sus oficiales de confianza, todos cristianos y bereberes, pero también era un militar valeroso y enérgico y había aprendido de su padre la cautela política de amparar el ejercicio absoluto de su poder tras la ficción de un califa legítimo, pero fantasma. A diferencia de al-Mansur, que fue un hombre cultivado y adicto a la literatura, Abd al-Malik no era más que un guerrero violento, pero siguió pagando pensiones espléndidas a los poetas y a los astrólogos de su corte, así como a los jugadores profesionales de ajedrez a los que su padre había protegido. Al-Mansur había usado el lujo como un arma de propaganda política: Abd al-Malik se complacía bárbaramente en él, igual que todos los que lo rodeaban, y dicen que en Córdoba nunca hubo más comercio de sedas y de metales preciosos que en aquellos siete años que precedieron al desastre: un día, al salir de al-Zahira, para ponerse al frente del ejército, Abd al-Malik se presentó montado en un pura sangre blanco, vestido con una cota de malla de plata sobredorada y con un casco octogonal incrustado de piedras preciosas en medio de las cuales resplandecía un gran rubí. Como su padre, adoptó un sobrenombre califal. Se hizo llamar al-Muzzafar, el vencedor, y lo cierto es que combatió con éxito a los cristianos en sus expediciones anuales de guerra santa, pero padecía una enfermedad del pecho y murió todavía joven: también dicen que lo envenenó su hermano menor, Abd al-Rahman, que no era hijo de su misma madre, sino de una de aquellas princesas navarras, rubias y de ojos azules, que tanto gustaban a los andalusíes.