Le llamaban un poco despectivamente Sanchol, o Sanchuelo, porque era nieto del rey Sancho Abarca de Navarra, de modo que tenía un parentesco directo con el califa Hisham, hijo también de una rubia cristiana, aquella Subh a la que tanto amó al-Hakam II y que se hizo cómplice y amante de Muhammad ibn Abi Amir sin saber que estaba labrando su desgracia futura. Dice un cronista árabe que Sanchol vivía «dominado por el vino y anegado en los placeres». Era un notorio borracho, se exhibía acompañado siempre por «sodomitas, cantantes, bufones, bailarines», y mostraba tan impúdicamente su impiedad que una vez, al oír al muecín llamando a la oración, dijo a gritos, parodiando la salmodia litúrgica entre las carcajadas de sus compañeros de parranda: «No vayáis a rezar, venid mejor a la taberna». El califa se apresuró a otorgarle el mismo nombramiento que ya habían tenido su padre y su hermano mayor, pero a Abd al-Rahman Sanchol no le bastaba ser nada más que primer ministro: al fin y al cabo una parte de la sangre que corría por sus venas era la misma de Hisham, y los dos compartían no sólo el parentesco, sino también el gusto por la indolencia y la depravación. Algunas noches se veía pasar por las calles despobladas de Córdoba un rumoroso cortejo de mujeres veladas y hombres pintados y vestidos como mujeres, ocultos tras las cortinas de los palanquines y rodeados de guardias: al ver el brillo de las telas de lujo y oír las risas de los embozados se sabía en seguida que una vez más el Príncipe de los Creyentes abandonaba el alcázar para acudir a una fiesta en Madinat al-Zahira.
En su testamento, al-Mansur había advertido a sus hijos que sólo conservarían el poder si respetaban escrupulosamente la apariencia de la legalidad califal. Pero una mañana de principios del año 1009 se supo en Córdoba que había ocurrido lo increíble: Hisham ibn al-Hakam ibn Abd al-Rahman, descendiente directo de los primeros califas del Islam y de Abd al-Rahman el Inmigrado, acababa de nombrar sucesor no a un príncipe omeya, como exigían la tradición y la ley, sino al hijo de aquel escribano advenedizo que se había convertido en dictador de al-Andalus, al impío y borracho Sanchol. En la ciudad crecía una tensión difícilmente contenida por el miedo. Circulaban versos anónimos que maldecían al nuevo tirano, y se contaba que un viejo ermitaño, al pasar junto a los muros de Madinat al-Zahira, había gritado contra ellos un conjuro profético: «¡Palacio que te has enriquecido con los despojos de tantas casas, quiera Dios que pronto todas las casas se enriquezcan con los tuyos!».
Insensatamente, Sanchol no receló, sino que decidió emprender cuanto antes una campaña contra los cristianos, aunque era enero y los caminos estarían embarrados por las lluvias: quería lograr en seguida la gloria militar, volver a Córdoba como habían vuelto tantas veces su padre y su hermano, en un desfile de triunfo, seguido por una caravana de prisioneros, tesoros y racimos de cabezas cortadas. El viernes 14 de enero los estandartes fueron bendecidos en la mezquita mayor, y Sanchol cometió una nueva injuria pública que tampoco le sería perdonada: todos sus soldados y sus generales debían usar el turbante de los bereberes, y él mismo, para dar ejemplo, se presentó así. Fueran de origen árabe o andaluz, los cordobeses odiaban unánimemente a aquellos guerreros medio salvajes venidos del norte de África. En al-Andalus sólo los teólogos llevaban turbante: que se impusiera a los soldados la obligación de usarlo era, por una parte, una falta de respeto a la religión, y por otra, una muestra más de sometimiento a las costumbres odiosas de los bereberes. Pero Abd al-Rahman Sanchol, poseído por una temeraria predisposición al fracaso, no parecía oír nada ni sospechar nada. Abandonó Córdoba en medio de un temporal de lluvias, subió hasta las montañas de León sin encontrar nunca al enemigo y extraviándose con todo su ejército entre tormentas de nieve, y sólo cuando todos los caminos estuvieron cegados por el barro dio la orden de replegarse hacia Toledo. Fue allí donde supo que en Córdoba había estallado una rebelión.
La encabezaba un príncipe omeya, uno de los innumerables bisnietos de Abd al-Rahman III, llamado Muhammad ibn Abd al-Chabbar, que contaba con cuatrocientos partidarios armados y con el apoyo de los teólogos puritanos que maldecían a Sanchol por su vida disoluta y blasfema y renegaban de un califa incapaz de mantener la legitimidad de su propia dinastía. Una hora antes del anochecer del 15 de febrero, Muhammad ibn Abd al-Chabbar y treinta de sus hombres, que se habían congregado a la orilla del río, asaltaron a los guardianes de las puertas del alcázar, matándolos a todos, y simultáneamente los otros conjurados extendieron por las calles de Córdoba el grito de sublevación. Miles de hombres y mujeres vinieron de los arrabales al centro de la ciudad en un voraz desbordamiento de entusiasmo y de rabia. Mientras sus partidarios repartían armas y dinero entre la multitud, Ibn Abd al-Chabbar recorrió las habitaciones del alcázar buscando al califa, que se había escondido, muerto de incertidumbre y de terror, en las estancias mejor guardadas del harén. Desde allí oiría, temblando, inmovilizado por el miedo, los gritos de los amotinados, los pasos de los invasores, el escándalo de las mujeres que huían por los corredores queriendo escapar de aquellos hombres que mataban a todo el que se les resistiera. Llamaba a sus esclavos y a sus guardias y nadie le respondía. El rumor de las calles de Córdoba, que tantas veces había escuchado como quien se acostumbra a oír un mar lejano que no ve, crecía ahora hasta convertirse en una tormenta que tal vez iba a ahogarlo, que ya inundaba y arrasaba los jardines de su palacio.
Aquella misma noche, Ibn Abd al-Chabbar le exigió que abdicara en beneficio suyo. Según su lánguida costumbre, Hisham rápidamente accedió. Muhammad ibn Abd al-Chabbar se convirtió en Príncipe de los Creyentes y adoptó el sobrenombre de al-Mahdi billah, el guiado por Dios. Nombró visires y gobernadores, dispuso que todo el que quisiera sería admitido en el ejército, ordenó el asalto inmediato de Madinat al-Zahira. Ninguno de los dignatarios que habitaban allí y que debían toda su fortuna a la familia de al-Mansur hizo nada por defender la ciudad palacio. Con inmediata abyección juraron lealtad al nuevo califa y huyeron de Madinat al-Zahira antes de que la muchedumbre armada la tomara, comenzando un saqueo que duró cuatro días, y que al-Mahdi no quiso o no pudo detener. Robaron todos los objetos de valor y cuando ya no quedaban arquetas de marfil ni figuras de plata y de oro arrancaron hasta las tuberías de plomo y los goznes de las puertas: los metales, las piedras preciosas, los mármoles, los tejidos de seda y de púrpura avivaban como madera seca el gran fuego del pillaje. Encontraron millón y medio de monedas de oro y dos millones de monedas de plata, y cuando ya parecía que no quedaba más dinero apareció un arcón con otras doscientas mil monedas de oro que desaparecieron entre las manos innumerables de los invasores como si hubieran sido arrojadas al mar. Un incendio que iluminó durante toda una noche los arrabales de Córdoba y las orillas del Guadalquivir borró hasta las ruinas de Madinat al-Zahira.
Mientras tanto, Sanchol, más inmune a la lucidez que al desaliento, incapaz de comprender que lo había perdido todo, abandonaba Toledo con su ejército y con un harén de setenta mujeres, dispuesto a aplastar la rebelión, pero a medida que cabalgaba hacia Córdoba lo iban abandonando todos los que hasta unos días antes le fueron leales, los soldados y los oficiales bereberes a quienes él y su familia habían enriquecido: cada mañana, cuando se despertaba, descubría la deserción de una parte de sus tropas, pero él se negaba a claudicar y seguía aproximándose a Córdoba, sabiendo que al-Mahdi había decretado la guerra santa contra él y que no le quedaba ninguna posibilidad de sobrevivir. De pronto su estupidez se vuelve temeraria o heroica. No tiene a nadie a su lado, salvo a un conde cristiano, de nombre Gómez, que manda un regimiento de mercenarios leoneses. El conde Gómez le advierte una vez más que está perdido y le ofrece la hospitalidad de su castillo, donde le jura que lo defenderá si sus enemigos van a buscarlo. Sanchol se niega: tienen miles de partidarios en Córdoba, dice, hombres poderosos que han sido siempre fieles a los amiríes; en cuanto él llegue a la ciudad se pondrán todos de su parte y expulsará fácilmente a quienes ahora lo persiguen. Como un samurai, Gómez decide quedarse al lado de Sanchol sabiendo que ha elegido morir por una causa perdida que ni siquiera es la suya. De nuevo emprenden el camino de Córdoba: del ejército que salió de la ciudad hace menos de dos meses sólo quedan unos pocos soldados cristianos, algunos esclavos que todavía no han desertado, una cuadrilla de músicos, bailarines y coperos, setenta mujeres y un general que cabalga borracho creyendo que se aproxima a la victoria, «tan perdido -dice un cronista- como una camella ciega».