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El 4 de marzo se encontraron por fin con las primeras tropas de al-Mahdi. Ni siquiera hubo combate. Sanchol descabalgó y cayó de rodillas ante el visir de su enemigo, besando el suelo que pisaba; pero también le exigieron que besara los cascos de su caballo, y él obedeció, y luego lo ataron de pies y manos cuando intentó clavarse un puñal. El conde Gómez asistiría como en sueños a la indignidad de Sanchoclass="underline" por ese hombre que lloraba y se retorcía en el suelo y lamía los cascos de un caballo él estaba a punto de perder la vida. Los decapitaron a los dos. Al día siguiente, en Córdoba, al-Mahdi pisoteó con su caballo el cadáver de Sanchol y lo hizo embalsamar para que durara más tiempo su exhibición pública: lo clavaron en una cruz y pusieron junto a ella su cabeza, hincada en una pica.

Pero al-Mahdi no era menos torpe o depravado que Sanchol. Bebía y blasfemaba tanto como él y manifestaba en sus actos la misma capacidad de ganarse rabiosos enemigos. El desorden y la confusión que había alentado con su dinero y sus armas para derribar al hijo de al-Mansur ya no pudieron ser contenidos. Los soldados bereberes se habían puesto de su parte, pero el odio de los cordobeses hacia ellos se mantenía intacto, y muy pronto empezaron a quemar sus casas y a perseguirlos como a perros. Por cobardía, por desidia, al-Mahdi toleró las matanzas de bereberes, sin darse cuenta de que su trono se hundiría si no contaba con la fidelidad de aquellos guerreros. Enajenado por la soberbia del poder, ciego de excitación y de alcohol, organizaba ceremonias más fastuosas que las de los tiempos de los grandes califas y persecuciones de posibles traidores, pero a quien más temía era al más inocuo de sus enemigos, el califa destronado Hisham, que seguía preso en el alcázar, que nunca había tenido voluntad para hacer nada ni para negarse a nada, pero que aún era, a pesar de su abulia, un peligro cierto, porque cualquiera podía usarlo como bandera de una conspiración legitimista. Al-Mahdi lo tenía en sus manos, igual que lo habían tenido al-Mansur y sus hijos, pero tampoco él se atrevía a matarlo. Prefirió fingir que Hisham había muerto, urdiendo una laboriosa impostura. Por sus espías tuvo noticia de que acababa de morir en Córdoba un cristiano que se parecía extraordinariamente al antiguo califa -al que, además, muy pocas personas conocían- y presentó su cadáver vestido con mortaja real, ordenando que se le enterrara en el panteón del alcázar y que se guardara luto por él y se rezara en su memoria en la mezquita mayor. Al verdadero Hisham, que tal vez recibió con alivio la noticia de su falsa muerte, lo llevaron de noche a una casa de los arrabales donde permaneció solo y como sepultado en vida, vigilado continuamente por guardianes que no sabían quién era, quién había dejado de ser. En medio del horror y de la locura de Córdoba, este hombre impasible y desconocido permanece siempre inmóvil en la oscuridad: tenía ya cerca de cuarenta años, y ni una vez en toda su vida, que sepamos, había emprendido ni un solo acto que no obedeciera a los propósitos de otros. Ahora aceptaba estar muerto igual que en su infancia había aceptado ser el califa de al-Andalus: en ambos casos se limitó a fingir la identidad que otros le atribuían, aunque es posible que de todos los personajes que había sido hasta entonces prefiriera este último, el de muerto olvidado.

Para su desgracia, la falsa muerte que tanto había apetecido sólo duró unos meses. A principios de noviembre, los guardias que lo custodiaban le ordenaron que se vistiera cuanto antes y sin decirle a dónde iba lo hicieron subir a un palanquín con las cortinas echadas. Tal vez pensó que ahora sí lo ejecutarían, que su segunda muerte anónima se disolvería en la primera sin dejar ningún rastro. Cruzó de nuevo las calles de Córdoba oliendo el humo de los incendios y el hedor de los cadáveres corrompidos. Pero no lo habían sacado de su encierro para matarlo, sino para que resucitara ante la ciudad que lo creía muerto y en la que casi nadie lo recordaba ya. Al-Mahdi, su enemigo, su enterrador imaginario, recurría a él en un vano intento de salvarse a sí mismo. Los bereberes, expulsados de Córdoba, habían proclamado a un nuevo califa, otro príncipe omeya que se llamaba Suleyman, y volvían a la ciudad para imponerlo por las armas, con la ayuda de los ejércitos del conde de Castilla. Cuando los bereberes y sus aliados se acercaron a Córdoba, sólo una muchedumbre caótica y mal armada se les pudo enfrentar: artesanos de los arrabales, comerciantes, tenderos, haraganes de la medina, teólogos enfervorecidos, campesinos de la vega del Guadalquivir, gentes sin disciplina ni experiencia de la guerra que fácilmente sucumbieron ante un ejército de mercenarios animados por el deseo de venganza y botín. Diez mil hombres murieron como reses ante las murallas de la ciudad, y los supervivientes retrocedían y se ahogaban en las aguas del río o queriendo ganar las puertas se pisoteaban entre sí mientras los jinetes bereberes y los castellanos se extenuaban en la matanza, que prosiguió luego en las calles y en el interior de las casas y de los palacios.

Fue entonces cuando al-Mahdi, aislado en el alcázar y sin tropas que le obedecieran, imaginó que podría salvarse devolviendo el trono a quien al fin y al cabo era el califa legítimo, el muerto y resucitado Hisham. Pero ya era demasiado tarde: nadie podía detener el saqueo y la furia de los bereberes ni la codicia vengativa de los castellanos. Suleyman ocupó el alcázar como nuevo califa y mandó encarcelar otra vez a Hisham, cuya restauración sólo había durado unas pocas horas. Al-Mahdi no tuvo más remedio que huir para que no lo degollaran: abandonaba el trono igual que lo había usurpado, en medio del desastre. Los historiadores futuros lo acusan con unánime severidad de haber provocado la ruina de al-Andalus: «Fue al-Mahdi quien rompió en Córdoba la unidad musulmana y quien originó la devastadora guerra civil -dice Ibn Hayyan-, fue él quien suscitó la fitna en al-Andalus, quien reanimó el fuego casi extinguido, quien desenvainó el sable enfundado, quien transmitió en herencia el oprobio».

Reanimado el fuego, ya fue imposible apagarlo; el sable desenvainado siguió exigiendo muertos innumerables. Al huir de Córdoba, al-Mahdi encontró refugio en Toledo y levantó allí un ejército de eslavos y de catalanes que marcharon sobre la capital saqueada unos meses antes por los bereberes de Suleyman y los cristianos del conde de Castilla. Esta vez el resultado de la batalla le fue favorable, y mientras los catalanes se entregaban en la ciudad a la matanza y al pillaje, al-Mahdi volvió a proclamarse califa y ocupó el alcázar recién abandonado por su enemigo Suleyman. Pero no se conformaba nunca con la victoria, igual que no se había conformado con obtener la cabeza de Sanchoclass="underline" le gustaba apurar hasta el límite la venganza y profanar los cadáveres de sus víctimas, cuyos cráneos utilizaba como tiestos de flores. Tampoco le bastó con expulsar a los bereberes de Córdoba: mandó a sus catalanes que los persiguieran y continuaran matándolos, pero los bereberes se reagruparon en las cercanías de Algeciras y el 21 de junio de 1010 atacaron por sorpresa al ejército de al-Mahdi, que esta vez fue aniquilado. Tres mil catalanes murieron en la llanura donde el Guadaira desemboca en el Guadalquivir. Los supervivientes regresaron a Córdoba en una ciega desbandada y pagaron su ira por la derrota saqueando otra vez la ciudad y matando a todo aquel cuyos rasgos les parecieran de bereber. El 8 de julio se marcharon de vuelta al condado de Cataluña. Habían asolado Córdoba con su crueldad y su rapiña, y la abandonaban sin defensa cuando los bereberes volvían a marchar sobre ella. Al-Mahdi no tenía un ejército que oponerles: sólo podía esperar que llegaran con la misma impotencia con que habría visto acercarse una nube de langosta.

Mandó abrir un foso alrededor de la ciudad y fortalecer las murallas, imaginando en sus delirios de beodo que dirigiría una resistencia heroica frente a los bárbaros. Pero no vivió para presenciar su llegada: los poderosos oficiales eslavos, que le habían ayudado a recobrar el trono, conspiraban ahora contra él. En esos años atroces Córdoba es un pudridero de irresponsabilidad y traición: mientras los bereberes seguían aproximándose a ella, los cortesanos y los jefes militares se enredaban en sus venenosas intrigas como si el peligro no existiera. La ruina de Córdoba adquiere progresivamente un aire de vano aturdimiento y de farsa: el 23 de julio, los eslavos sacaron otra vez a Hisham II de su prisión, le devolvieron sus vestiduras reales y lo pasearon por la ciudad sobre un caballo enjaezado de púrpura: él era el verdadero y único califa, declararon, y no al-Mahdi, ese corrupto usurpador, que merecía morir. Inerte como un sonámbulo, como un muñeco articulado al que alguien hace agitar la cabeza y mover los brazos, Hisham II volvió a saludar a la multitud y a recibir en el salón del trono del alcázar el homenaje de los eslavos y los eunucos. A al-Mahdi lo sacaron del baño para llevarlo atado a su presencia. En voz baja, probablemente sin rencor, porque hasta para sentirlo le faltaría coraje, Hisham le reprochó su deslealtad. Luego un eslavo lo decapitó. El doble califato de al-Mahdi billah había durado diecisiete meses.

Tres años duró el asedio de los bereberes. Arrasaron las huertas y talaron los árboles de los alrededores y a principios de noviembre pusieron sitio a Madinat al-Zahra, tomándola por asalto al cabo de tres días y degollando primero a los soldados de la guarnición y luego a todos los hombres, mujeres y niños que vivían en la ciudad palacio de Abd al-Rahman al-Nasir, sin respetar siquiera a los que se habían refugiado en la mezquita. Cazaron a los animales exóticos que poblaban los jardines, destrozaron la gran taza de mármol sobre la que en otro tiempo se derramaba el mercurio, arrancaron las perlas y las piedras preciosas incrustadas en los capiteles, usaron como cuadra para sus caballos los salones donde se habían humillado ante el califa de al-Andalus los embajadores de los reinos del mundo. Durante todo aquel invierno se ensañaron sin descanso en la destrucción y luego la consumaron con el fuego.