Para escapar de los bereberes, los campesinos abandonaban sus aldeas y buscaban refugio en el interior de las murallas de Córdoba. Quemadas las cosechas, interceptadas por los sitiadores las cargas de alimentos que venían de las provincias, el hambre empezó a cundir en la ciudad superpoblada al mismo tiempo que llegaban los fríos, y muy pronto se extendió una epidemia de peste. En primavera, después de uno de los temporales de lluvias más largos que se recordaban, el Guadalquivir se desbordó, inundando dos mil casas de los arrabales y provocando casi tantas muertes como la peste y el hambre. Empobrecidas, asediadas, maltratadas por todas las desgracias posibles, las gentes de la ciudad viven en una especie de alucinación colectiva que las empuja a resistir con una tenacidad inesperada y a prescindir de todas las normas morales que hasta entonces han obedecido. Como en las leyendas del Milenio, los hombres y las mujeres de Córdoba se arrojan desesperadamente a la vida sabiendo que lo que los aguarda es el fin del mundo y el Juicio Universal. «Se bebe vino abiertamente -escribe un cronista escandalizado-, el adulterio es cosa permitida, la sodomía no se esconde, no se ven más que libertinos haciendo gala de sus liviandades…». El 19 de abril del año 1013 un soldado de la guarnición vendido a los bereberes les abrió una de las puertas de la muralla. Como un ejército de ángeles exterminadores irrumpieron en la ciudad y se derramaron por sus calles lanzando feroces gritos de guerra y agitando los sables sobre sus cabezas tocadas con turbantes negros. Aquellos hombres que habían sido el brazo armado de Córdoba se revolvían ahora contra ella para aniquilarla y la anegaban en sangre. Al cabo de tres años de asedio, mataban exaltados por un apremiante voluntad de exterminio, sin perdonar ni respetar a nadie, persiguiendo a caballo a los hombres que huían hasta atraparlos en los callejones sin salida, derribando las puertas de las casas para matar incluso a los enfermos y a los viejos y violar a las mujeres. Los cordobeses morían igual que animales hacinados en el corral de un matadero. Duró dos meses el horror, pero ese tiempo es tan inconcebible como la duración del infierno. A principios del verano hizo su entrada en la ciudad Suleyman, el califa de los bereberes, convertido, gracias a ellos, en el señor de un reino de escombros y de cadáveres, de una capital deshabitada. La mayor parte de los que habían sobrevivido a cuatro años de desastres fueron obligados a abandonar Córdoba, y se les prohibió volver bajo pena de muerte.
Uno de aquellos condenados a la diáspora era un joven de dieciocho años que se llamaba Abu Muhammad Ali ibn Hazm. Su padre, recién asesinado por los bereberes, había sido un alto funcionario califal que incluso en los tiempos de al-Mansur permaneció ínfimamente fiel a la dinastía. Ibn Hazm, como casi todos los jóvenes de su clase, se había educado entre las mujeres del harén, apasionándose precozmente por el amor y la literatura. «Yo he intimado mucho con las mujeres -confiesa con la peculiar naturalidad que hay en todos sus escritos, y que nos hace sentirlo extrañamente cercano a nosotros- y conozco tantos de sus secretos que apenas habrá nadie que lo sepa mejor, porque me crié en su regazo y crecí en su compañía, sin conocer a nadie más que a ellas, y sin tratar hombres hasta que llegué a la pubertad… Ellas me enseñaron el Corán, me recitaron no pocos versos y me adiestraron en la caligrafía. Desde que llegué al uso de razón, no puse mayor empeño ni empleé mi ingenio en otra cosa que en saber cuanto las concierne, en estudiar cuanto las atañe y en allegar estos conocimientos». A los catorce años se enamoró de una esclava rubia, con un amor, nos dice, «desatinado y violento». La persiguió mucho tiempo, con la devoción pertinaz y siempre fracasada de la adolescencia, y no obtuvo de ella más que la mirada fría de sus ojos azules. Dejó de verla cuando los bereberes lo expulsaron de Córdoba, pero volvió cinco años después, y cuenta que no la habría reconocido si no llegan a decirle su nombre. La mujer que había amado estaba tan desfigurada como la misma ciudad a donde ahora volvía: «Se había alterado no poca parte de sus encantos; desaparecido su lozanía; agostado aquella hermosura; empañado aquella diafanidad de su rostro, que parecía una espada acicalada o un espejo de la India… Sólo quedaba una pequeña parte que anunciaba cómo había sido el conjunto y un vestigio que declaraba lo que antes era el todo».
De no haber sido por la guerra civil, que lo despertó de pronto a las atrocidades de una interminable pesadilla, Ibn Hazm se habría convertido, como su padre, en un funcionario cultivado y hedonista, en uno de aquellos brillantes versificadores que improvisaban poemas en las fiestas nocturnas y en las recepciones oficiales. La fitna al arrojarlo del palacio familiar y de Córdoba, hizo de él un moralista radical y un escritor severamente elegíaco que algunas veces nos recuerda a Quevedo o a Séneca. En aquellos años en que al-Andalus se despedazaba en una ciega confabulación de crueldad y de locura, él, Ibn Hazm, casi siempre perseguido y errante -murió muy lejos de Córdoba, abandonado hasta por sus hijos-, se convirtió en una conciencia solitaria y cada vez más insobornable y herida por el desengaño. «La flor de la guerra civil es estéril», decía. Quemaban sus obras queriendo reducirlo al silencio, pero él nunca se rindió:
Probablemente fue el hombre más sabio de su tiempo, y García Gómez lo considera el mejor prosista de al-Andalus. Escribió, con abrumadora fertilidad y erudición, tratados sobre las ciencias humanas y sobre los enigmas de la teología que ocupan ochenta mil páginas manuscritas y cuatrocientos volúmenes, pero el único libro suyo por el que lo seguimos recordando es el Tawq al-hamama o «Collar de la paloma sobre el amor y los amantes», escrito cuando tenía veintiocho años, en Játiva, durante uno de sus tantos exilios. Sus análisis del sentimiento amoroso tienen a veces la pérfida clarividencia de una página de Proust. Pero el recuerdo de las mujeres o de los hombres que amó nunca es tan desesperado como el de su ciudad destruida por la guerra: «Ahora son asilo de lobos, juguete de los ogros, diversión de los genios y cubil de las fieras los parajes que habitaron hombres como leones y vírgenes como estatuas de marfil, que vivían entre delicias sin cuento. Su reunión ha quedado deshecha, y ellos esparcidos en mil direcciones. Aquellas salas llenas de letreros, aquellos adornados gabinetes, que brillaban como el sol y que con la sola contemplación de su hermosura ahuyentaban la tristeza, ahora, invadidos por la desolación y cubiertos de ruina, son como abiertas fauces de bestias feroces que anuncian lo caedizo de este mundo; te hacen ver el fin que aguarda a sus moradores; te hacen saber a dónde va a parar todo lo que en él ves, y te hacen desistir de desearlo, después de haberte hecho desistir durante mucho tiempo de abandonarlo… Se ha presentado ante mis ojos la ruina de aquella alcazaba, y la soledad de aquellos patios que eran antes angostos para contener tanta gente como por ellos discurría. Me ha parecido oír en ellos el canto del búho y de la lechuza, cuando antes no se oía más que el movimiento de aquellas muchedumbres entre las cuales me crié dentro de sus muros. Antes la noche era en ellos prolongación del día… ahora el día es en ellos prolongación de la noche en silencio y abandono».
Tras la ocupación de los bereberes y el regreso al trono de Suleyman -que tampoco lo disfrutaría mucho tiempo-, al tantas veces injuriado y resucitado Hisham lo encarcelaron otra vez, y a partir de ahora sus huellas, como las del rey Rodrigo después de la batalla del Guadalete, se pierden para siempre en la salvaje confusión de la guerra civil. Algunos dicen que Suleyman lo mandó estrangular en su celda: al cabo de unos años alguien mostró un cadáver jurando que era el suyo, pero también se contaba que había logrado escapar de la cárcel y que se refugió algún tiempo en Almería, donde trabajó como aguador. Años más tarde, en Sevilla, un cadí que se había apoderado de aquella provincia, alzando uno de los tantos reinos fugaces en que se convirtieron los despojos de al-Andalus, dijo saber que el antiguo califa se había ocultado en Calatrava, donde se ganaba pobremente la vida con el oficio de esterero. Hizo traer a aquel hombre, al que llamaban Jalaf, y un peluquero de su corte, que lo había sido antes del alcázar de Córdoba, cayó de hinojos ante él y aseguró que lo reconocía. Si el esterero había aceptado voluntariamente la impostura o si la brusca irrealidad de lo que le sucedía lo paralizó de estupor, es algo que no podemos saber. Nadie creía que fuera de verdad Hisham II, pero lo llevaron a la mezquita mayor de Sevilla y le rindieron pleitesía, y él predicó como un califa y luego volvió a palacio y hasta el cercano fin de su vida imitó al hombre a quien suplantaba.