Выбрать главу

El nombre único de una ciudad, como el de una persona, es una simplificación. Yo conocí una Córdoba de serenidad y penumbra, de silenciosos jardines y caudales de agua (en uno de ellos, en un estanque del alcázar, una mujer se bañaba los pies blancos y ateridos, y el frío del agua le incitaba la risa), y también vi una ciudad de bloques de pisos y avenidas triviales, y una desolada Córdoba en la que se oscurecía prematuramente la tarde y olía a meadas de borrachos y a ladrillos podridos de humedad. La plaza de la Corredera, que anduve buscando en vano con el auxilio de un mapa y en la que me encontré de pronto cuando ya no la buscaba, tiene una sórdida perspectiva de soportales y zaguanes de casas de renta antigua en los que se abren temibles pensiones y tabernas para bebedores terminales, para borrachos mendigos que antes de beber dejan sobre el mostrador un puñado de monedas. La Corredera, como los patios abandonados, es un paréntesis en el espacio y también en el tiempo de Córdoba, una hermosa plaza inmediatamente desmentida por la suciedad y la pobreza, un sumidero cerrado sobre sí mismo en el interior de la ciudad. La habitan viejos que posiblemente morirán solos en sus cuartos de alquiler y alcohólicos que se peinan furiosamente hacia atrás el pelo sucio y aplastado. Basta salir de allí y alejarse un poco hacia otras calles para sentir que uno no ha estado en esa plaza, que no ha visto esas caras de muerto en las ventanas enrejadas, mirándolo como fantasmas o leprosos que se sorprenden de que un extraño se atreva a visitar su reino.

Pero Córdoba no es una ciudad decadente, una de esas altivas ciudades, enfermas de pasado, en las que se vuelve irrespirable la vida. Cuando Abd al-Rahman el Inmigrado la conquistó e hizo de ella la capital de su reino tal vez pensó que se parecía a Damasco, y que su llanura y su río eran el reflejo simétrico de aquella patria perdida a la que nunca podría volver. Al cabo de tantos siglos Córdoba mantiene la definitiva gallardía sin énfasis de una columna sola y vertical sobre la tierra estéril. El tiempo la gasta, pero no la derriba; ella misma está hecha de la sustancia del tiempo y de la materia de los sueños: alma del tiempo, espada del olvido, escribió don Luis de Góngora, que vino a morir a su ciudad y está enterrado en la mezquita. Córdoba es simultáneamente todas las ciudades que ha sido desde que la fundaron, pero la memoria de Roma y del califato y de los esplendores funerales de la Contrarreforma no convierte sus calles en las heladas escenografías de un museo. Del pasado queda en el presente un rescoldo de sabiduría y de lúcida predisposición hacia esos placeres regidos por el gusto que tanto amó el emperador Adriano. En algunas tabernas de Córdoba la penumbra y el vino son dos obras maestras del placer de vivir. Las calles parecen hechas a la medida del viajero indolente, y su trazado curvo gradúa los placeres de la caminata y la mirada con una exactitud de dibujo científico o de crescendo musical serenamente contenido. Córdoba, lejana y sola, ofrecida y ausente, es a la vez un reducto no vulnerado de la vida y un laberinto de la literatura, sobre todo de noche, cuando han cerrado los bares y no hay nadie en las calles, cuando la cal de las paredes y la negrura del cielo la convierten en una ciudad abstracta donde el aire huele a jazmines azules, en uno de esos grabados que ilustraban los libros de los viajeros románticos.

Un viaje, una ciudad, un libro: al volver boca arriba los naipes se nos desvela inapelablemente la trama del azar. Si no hubiera tenido que escribir este libro yo no habría viajado a Córdoba, no habría mirado desde la ventana de la habitación de un hotel el campanario de la catedral, más alto cuando lo iluminan los reflectores nocturnos, ni poseería ahora el recuerdo del agua que se escuchaba en la oscuridad junto a la orilla pantanosa del río. Uno sólo puede escribir sobre las ciudades que forman parte de su vida, que no son siempre aquellas en las que ha vivido más tiempo. Los omeyas reinaron en Córdoba durante doscientos sesenta y cinco años, a lo largo de nueve generaciones de hombres, pero desde la distancia de ahora mismo casi nos parece que la suya fue una edad fugaz. Y sin embargo el tiempo de unos pocos días y noches crece en la memoria y se hace más firme en cada una de las palabras escritas para contar, lejos de Córdoba, el testimonio de una posesión.

II. HOMBRES VENIDOS DE LA TIERRA O DEL CIELO

A principios de octubre del año 711 un escuadrón de jinetes musulmanes se acercaba a Córdoba, viniendo desde el sur. Acamparon frente a las murallas de la ciudad, al otro lado del río, en un bosque de alerces. Gastado por la furia de las inundaciones y por varios siglos de abandono, el poderoso puente que habían tendido los ingenieros romanos sobre el cauce del Guadalquivir estaba en ruinas, pero eso no sería un obstáculo para los invasores, porque el río, en los primeros días de otoño, llevaba poca agua y podía vadearse con facilidad. El gobernador visigodo de Córdoba, que contaba con una escasa guarnición de cuatrocientos soldados, sabía que esos jinetes se acercaban mucho antes de que los centinelas los avistaran en la lejanía de la llanura. De boca en boca habían llegado a la ciudad a lo largo de aquel verano espantosas noticias sobre la batalla perdida a mediados de julio por el ejército del rey Rodrigo en las marismas del Guadalete o Wadi-Lakka. Soldados fugitivos y casuales viajeros vendrían a la ciudad contando historias que exageraba el miedo, describiendo con pavor a esos guerreros de piel oscura y extrañas ropas y armas que habían desembarcado en abril junto a la roca desnuda de Gibraltar, en un paraje al que los mismos árabes llamaron después al-Yazirat al-Jadra: la isla verde, Algeciras. Su número era tan inconcebible como su crueldad y su audacia. Cinco siglos después, la Crónica General de Alfonso el Sabio guarda la memoria o la mitología de aquel espanto que sobrecogió en el otoño del 711 a los habitantes de Córdoba: «Los moros de la hueste todos vestidos de sirgo et de los paños de color que ganaran, las riendas de los sus caballos tales eran como de fuego, las sus caras dellos negras como la pez, el más fermoso dellos era negro como la olla, assí lucíen sus ojos como candelas; el su caballo dellos ligero como leopardo e el su caballero mucho más cruel et más dañoso que es el lobo en la grey de las ovejas en la noche».

Contaban que los moros mataban a los hombres, quemaban las ciudades y talaban los árboles y las viñas y todo lo verde que encontraban. Pero aquellos setecientos jinetes que llegaron a Córdoba no hicieron nada más que levantar sus tiendas en la orilla izquierda del río y vigilar desde la distancia los muros de la ciudad, como si esperaran algo o supieran que su sola presencia gangrenaba de miedo a los guardianes que los miraban desde las torres y espiaban de noche los fuegos de su campamento, la extraña salmodia de los muecines llamando a la oración. Entre ellos había muy pocos árabes. La mayor parte eran nómadas bereberes, convertidos no hacía mucho tiempo al Islam y animados por la esperanza del botín y por la certidumbre de ganar el Paraíso si morían en la guerra santa. Había también unos pocos libertos y cristianos renegados, como el jefe de la expedición, que se llamaba Mugit y llevaba el apodo de al-Rumí, el Romano. Los árabes llamaban rum o rumí a los antiguos súbditos europeos de Roma y a los bizantinos. El Mediterráneo, para ellos, era el mar de los Rum, y con ese mismo nombre calificaron luego a los cristianos del norte de España.

Al cabo de unos días en los que nada sucedió, emisarios a caballo cruzaron el lecho del Guadalquivir y ofrecieron una ventajosa capitulación a los habitantes de Córdoba. Tal vez se sirvieron de intérpretes judíos para entenderse con el gobernador, que prefirió resistir. En los últimos años las severas proscripciones de los concilios visigodos habían empujado a muchos judíos a huir al norte de África: si no abjuraban de su religión se les reducía a la esclavitud, se confiscaban sus bienes, les quitaban a sus hijos cuando cumplían los siete años para educarlos en la fe católica. Las crónicas y las leyendas sobre la conquista musulmana de España sugieren siempre una médula de traición para explicar el desastre: traición de los judíos, del conde Julián, de los nobles y obispos hostiles al rey Rodrigo. También por culpa de la traición y no de la falta de bravura nos dicen que fue tomada Córdoba. Los mensajeros de Mugit vuelven a su campamento y los soldados visigodos se disponen a la batalla, que ahora calculan inminente, pero tampoco ese día ocurre nada, sólo una amenazante quietud que durará hasta la noche. Imaginamos, en el interior de las murallas, una ciudad silenciosa, tibia en las primeras tardes del otoño, desierta por el miedo.