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Un pastor ha indicado a los musulmanes que hay un punto débil en la fortificación, una brecha por la que podrán entrar con sigilo en Córdoba cuando se haga de noche. Incluso en la oscuridad les será fácil orientarse: bajo el trecho arruinado de la muralla por donde deben entrar crece una higuera. El pastor les dice que no encontrarán mucha resistencia: hay muy pocos soldados, y toda la gente principal ha huido a Toledo. La noche, muy oscura, se cierra en lluvia y granizo, las hogueras de las torres se apagan y los centinelas se cobijan en el interior de las almenas. Los hombres de Mugit van cruzando el río en silencio y uno de ellos, trepando por la higuera, logra subir a la hendidura en la muralla. Se quita el turbante y lo tiende a los que vienen tras él para que lo usen de escala. Degollaron a los centinelas de la puerta del puente y abrieron los cerrojos, dando paso a la caballería que esperaba frente a ella, avanzaron por calles oscuras en las que debió de sorprenderles que no hubiera nadie. El gobernador y los suyos se replegaron a una iglesia muy bien fortificada, la de San Acisclo, dejando la ciudad entera en manos de los invasores. Resistieron en ella durante tres meses, porque en el interior de la iglesia había un manantial subterráneo. En una de las escaramuzas, los defensores capturaron a un soldado de Mugit que era negro, circunstancia que los maravilló, pues nunca habían visto antes a un hombre de ese color, y suponían que estaba teñido. Lo lavaron con agua hirviendo y piedra pómez hasta hacerlo sangrar, y sólo entonces se convencieron de que su piel verdaderamente era negra. Pero el cautivo se les escapó, y pudo explicarle a Mugit de dónde procedía el venero de agua. Lo cegaron, y la resistencia ya fue imposible. Los musulmanes incendiaron la iglesia de San Acisclo y todos sus defensores murieron abrasados. Nos dicen que mucho después seguían llamándola iglesia de la hoguera o de los cautivos.

«Los santuarios fueron destroídos -cuenta la Crónica General-, las iglesias quebrantadas, los logares que loaban a Dios con alegría, esora le denostaban il maltraíen, las cruces et los altares echaron de las iglesias, la crisma et los libros et las cosas que eran por honra de la cristiandat todo fue esparcido y echado a mala part, las fiestas et las solemnias, todas fueron oblidadas, la honra de los santos et la beldad de la eglesia toda fue tornada en laideza et villanía, las eglesias et las torres o solíen loar a Dios es ora confessaban en ellas llamaban a Mohamat, las vestimentas et los calces et los otros vasos de los santuarios eran tornados en uso del mal et enlixados de los descreídos…».

Para lamentar la pérdida de España e incitar a la guerra contra los infieles, el cronista del siglo XIII adopta el tono de elegía de un pasaje bíblico. La invasión aparece ante nosotros como un cataclismo que asola el mundo con la furia de un apocalipsis, pero es probable que en la Córdoba recién conquistada por los jinetes de Mugit casi nadie tuviera ese sentimiento, inventado luego por la literatura. Salvo el gobernador y sus hombres, los cordobeses no habían resistido, de modo que las condiciones de la rendición no debieron de ser particularmente severas. Por un documento algo posterior conocemos las capitulaciones acordadas entre Abd al-Aziz, hijo de Musa, el jefe supremo de la invasión, y el príncipe visigodo Teodomiro o Tudmir, señor de la región de Murcia. Tudmir, según el pacto firmado ceremoniosamente ante testigos, adquiere la protección de Dios y del Profeta, y se le garantiza que no será destituido de su soberanía y que en nada se alterará su posición ni la de sus súbditos: «No serán reducidos a cautiverio ni separados de sus mujeres e hijos. No serán muertos. No serán quemadas sus iglesias ni despojadas de sus objetos de lujo. No se les obligará a renunciar a su religión…».

El fuego de los incendios y el estrépito de las armas y de los tambores de guerra quedan de pronto cancelados por las tranquilas palabras de un acuerdo firmado por hombres que hablan idiomas distintos y que tal vez se miran el uno al otro como seres exóticos: Tudmir, el godo, del que dicen que combatió junto al rey en el río Barbate, y Abd al-Aziz, cuya vida futura va a ser tan breve como singular: parece que se casó con la viuda de don Rodrigo, Egilona, formando el primer matrimonio mixto de musulmán y cristiana del que tenemos noticia después de la invasión, y fue también víctima del primer asesinato político ocurrido en al-Andalus: lo apuñalaron en Sevilla, mientras se inclinaba para orar. La Córdoba destruida y aterrorizada por los guerreros enemigos también puede ser una ciudad apacible en la que casi nada ha cambiado desde aquella noche en que las gentes bien escondidas en sus casas oyeron los gritos de los guardianes que morían y supieron que los recién llegados iban a ser los nuevos señores de la tierra. En Écija, algunas semanas antes, una muchedumbre de judíos y de siervos y esclavos rebeldes se habían sumado con entusiasmo al ejército invasor, menos odioso para ellos que los soeces terratenientes godos y los príncipes de la Iglesia. Es verdad, como dicen las crónicas cristianas, que el mundo estaba siendo conmovido hasta sus cimientos, pero puede que muy pocos hombres lo notaran, o que les llegase a importar: habían sufrido la escasez, las epidemias, la tiranía y el pillaje de los poderosos, los habían visto corromperse y exterminarse entre ellos, y los nombres de esos reyes y prelados y hasta sus dignidades y sus rostros sin duda no les eran menos lejanos que los de nuevos invasores. En Córdoba, Mugit al-Rumí ocupó el mismo palacio donde vivió Rodrigo cuando era gobernador de la Bética: tras una breve conmoción, la ciudad recobraría su apariencia de siempre, y al cabo de algún tiempo los guerreros la abandonaron para continuar su viaje hacia el norte, llevando ahora consigo un pesado botín. Como ya era su costumbre, confiaron a los judíos la administración de la ciudad y dejaron en ella una pequeña guarnición, porque no es seguro que tuvieran el propósito firme de enraizarse en el país.

Para nosotros, la Córdoba de aquellos años está casi completamente sumergida en el desconocimiento, como las ciudades sepultadas por el mar o bajo las cenizas de una erupción volcánica. Las excavaciones de los arqueólogos revelan que entre el nivel del suelo de la ciudad romana y el de la visigoda hay una capa de ruinas que en algunos lugares tiene un espesor de seis metros: piedras y mármoles deshechos, calcinados, ennegrecidos por el humo de los incendios, como en la Troya que exhumó Schliemann. Pero de los desastres que sufrió Córdoba durante la edad oscura que vino tras la caída del dominio de Roma no han quedado más testimonios que los escombros enterrados. La asolaron las incursiones de los vándalos, las guerras entre los visigodos y los bizantinos, se fue hundiendo despacio, como cualquier otra ciudad del imperio, en una larga decadencia que duraría cinco siglos. La Hispania romana, en la que habían vivido más de cuatro millones de personas, albergaba a poco más de dos millones cuando llegaron los árabes. Las ciudades se habían despoblado, y ya no eran seguros los caminos ni prosperaba el comercio. Las crónicas hablaban de un mundo sometido al ocaso y ahogado en la pobreza, de siervos y esclavos que huyen de la sujeción a la tierra y forman hordas de vagabundos dedicados al saqueo, de padres que matan a sus hijos para librarlos del horror de vivir. La peste, la sequía y el hambre vinieron antes que los árabes y fueron mucho más exterminadores que ellos. Los metales preciosos no fluían de mano en mano en las monedas: los reyes y los clérigos guardaban tesoros solemnes que alimentaban la imaginación y la codicia. En Toledo, Musa ibn Nusayr encontró la mesa del rey Salomón, que era de oro macizo con incrustaciones de esmeraldas, o toda ella de una sola pieza de esmeralda, según otros autores, y veinticuatro coronas de oro correspondientes a cada uno de los reyes visigodos, y veintidós libros cuya encuadernación estaba incrustada de pedrería. Algunos contenían textos bíblicos; había uno, chapado en plata, que trataba de las propiedades de las piedras, de los árboles y de los animales, y en el que había dibujados extraños talismanes, y otro que era un tratado de alquimia en que se explicaba la fórmula para fabricar jacintos.

Bajo las hermosas mentiras de la imaginación apenas hay nada. Sólo sabemos que en aquellos días Córdoba no era más que una sombra de su propio pasado en la que aún se mantenían en pie vastos edificios que nadie recordaba cuándo o por quién fueron levantados. «Basílicas, templos, anfiteatros sin destino -escribe Leopoldo Torres Balbás-, medio ocultos entre los escombros, surgirían como enormes fantasmas de ladrillo y de dura argamasa. Despojados de sus revestidos de piedra y mármol, dominan plazas y foros solitarios y calles yermas, últimos testigos aún enhiestos de una espléndida civilización urbana. Sobre sus escombros y con los materiales procedentes de ellos se levantarían pobres viviendas parásitas, incrustadas entre los restos de sus pórticos y de los grandes edificios abandonados». En Córdoba, a mediados del siglo VII -cuenta un escritor musulmán-, un cazador de altanería ha perdido su halcón y al ir a buscarlo se adentra sin darse cuenta en un bosque donde no ha estado nunca. Entre los árboles y la maleza descubre con sorpresa las ruinas de un palacio romano, oculto y desconocido, en el mismo interior de la ciudad. Tiempo después, el palacio será reconstruido y servirá de alojamiento al gobernador de la Bética, el duque Rodrigo, que aún no sabe que llegará a ser rey y que su nombre perdurará en las generaciones futuras no a causa de su heroicidad ni de su gloria, sino del recuerdo de su infamia.