– Y sin embargo -dijo el aragonés-, cuando redobla el tambor, nunca faltan espadas.
Era muy cierto, y el tiempo lo siguió probando. Pese al abandono, al maltrato y a la miseria, en los presidios norteafricanos casi nunca faltaron manos para pelear cuando llegó el caso. Y se hizo sin pagas, sin socorro y sin gloria; por desesperación, orgullo, reputación. Por no ser esclavos y acabar de pie -sé lo que digo, y a lo largo de esta relación lo verán vuestras mercedes-. A fin de cuentas, a la hora de morir y para cierta clase de hombres, vender cara la piel siempre significó algún consuelo. Entre los españoles ésa era historia antigua y siguió ocurriendo después, hasta que buena parte de aquellos lugares, olvidados por Dios y por el rey, fueron cayendo en manos de turcos o moros. Eso había pasado ya en Argel durante el siglo viejo: cuando Jaradín Barbarroja atacó el peñón guarnecido de ciento cincuenta soldados nuestros que estorbaban la entrada del puerto, y España abandonó a su suerte a los que, esperando un socorro que nunca llegó -«por los muchos y grandes negocios que el emperador trabajaba entonces», escribió fray Prudencio de Sandoval-, resistieron como quienes eran hasta que, tras dieciséis días de batirlos con artillería demoliendo el reducto piedra a piedra, los turcos apresaron sólo a cincuenta hombres heridos y maltrechos; entre ellos su capitán Martín de Vargas, a quien Barbarroja, exasperado por la feroz resistencia, hizo matar a palos. En cuanto a la plaza de Larache, pocos años después de lo que narro habría de sufrir un tremendo asalto de veinte mil enemigos, rechazado por sólo ciento cincuenta soldados españoles y cincuenta inválidos que pelearon como diablos -la pérdida y recuperación de la torre del Judío fue encarnizada- para defender seis mil pasos de extensión de muralla, que se dice pronto. También Orán se había sostenido con mucha decencia en varios asedios, entre ellos el que inspiró al buen don Miguel de Cervantes la comedia El gallardo español. A Cervantes, por cierto -no en vano era veterano de Lepanto-, debemos dos hermosos sonetos escritos en memoria de los millares de soldados que en nuestra Historia murieron peleando solos y abandonados de su rey; como era, y sigue siendo, españolísima costumbre. Esos versos, incluidos en el Quijote, recuerdan a los defensores del fuerte de La Goleta, frente a Túnez, aniquilados tras resistir veintidós asaltos turcos y matar a veinticinco mil enemigos; de manera que, de los pocos españoles supervivientes, a ninguno cautivaron allí sin heridas. Primero que el valor faltó la vida, dice uno de esos sonetos. Y comienza el segundo:
Como dije, tanto sacrificio era inútil. Después de Lepanto, que había marcado el momento extremo del choque entre los dos grandes poderes mediterráneos, el Turco se había vuelto más a sus intereses en Persia y el este de Europa, y nuestros reyes a Flandes y la empresa atlántica. Tampoco el cuarto Felipe prestaba mayor atención, desalentado por su ministro el conde-duque de Olivares, poco amigo de puertos, de galeras -nunca entró en una; el hedor, decía, le daba dolor de cabeza- y despreciador de marinos, pues consideraba el andar por mar ejercicio ordinario y bajo, propio de holandeses, si no era para traer de las Indias el oro que requerían sus guerras. De manera que entre reyes, validos, pitos y flautas, el Mediterráneo, pasado el tiempo de las grandes flotas corsarias y los jaques en el ajedrez naval de los imperios, había quedado a modo de frontera difusa en manos del pequeño corso de los países ribereños; actividad que, pese a cambiar el signo de muchas vidas y fortunas, no alteraba el pulso de la Historia. Por lo demás, culminada hacía más de un siglo la reconquista cristiana con la que durante casi ochocientos años los españoles nos construimos a nosotros mismos, abandonada la política de contragolpes al Islam impulsada por el cardenal Cisneros y el viejo duque de Medina Sidonia, tampoco África tenía interés para una España que se acuchillaba con medio mundo. Las plazas y presidios en Berbería eran más símbolo y atalaya avanzada que otra cosa; y sólo se mantenían por tener en respeto a los corsarios, como dije, y también a Francia, Holanda e Inglaterra; que, acechando la llegada de nuestros galeones a Cádiz, hacían lo indecible por establecerse con sus piratas, como en el Caribe, y roernos el calcañar. Por eso no les dejábamos campo franco, ya bien abonado en las repúblicas corsarias por los cónsules y comerciantes que allí tenían. Y aunque volveremos sobre el asunto, baste ahora decir que Tánger fue del rey de Inglaterra años más tarde y durante dos décadas, aprovechando la sublevación de Portugal; y que en el asedio de La Mámora del año mil seiscientos y veintiocho, el siguiente a lo que narro, cuando los moros intentaron tomarnos aquella plaza, quienes cavaban las trincheras y dirigían las obras de asedio eran gastadores ingleses. Que a los hijos de puta, como es sabido, Dios los cría y ellos se juntan.
Salimos a dar una vuelta. Copons nos guió a través de las calles encaladas y estrechas, de casas amontonadas, que excepto por tener terrazas en vez de tejados recordaban un poco las de Toledo, con buenos cantones de piedra y pocas ventanas, siendo éstas bajas y protegidas por esteras y celosías. A causa de la humedad del mar cercano, enlucidos y revoques se caían a pedazos, dejando ver grandes desconchados que lo afeaban todo. Añadan vuestras mercedes enjambres de moscas, ropa puesta a secar, niños desharrapados que jugaban en los patios, algunos inválidos sentados en poyos y escalones que nos miraban con curiosidad, y tendrán una estampa fiel de lo que Orán me pareció. En cada recodo se respiraba un aire militar, pues la ciudad era eso: un vasto cuartel urbano habitado por los soldados y sus familias. Mas pude comprobar que el recinto era extenso, escalonado en diversas alturas, y no faltaban oficios civiles ni panaderías, carnicerías o tabernas. La alcazaba, donde estaban la residencia del gobernador y las principales dependencias militares, databa de tiempo de moros -otros decían que de romanos-, tenía un hermoso patio de armas y era grande, fuerte y bien proporcionada. En la ciudad había también una cárcel, un hospital para soldados, una judería -para mi sorpresa, aún vivían judíos allí-, conventos de franciscanos, mercedarios y dominicos; y en la zona oriental de la medina, varias antiguas mezquitas convertidas en iglesias, entre ellas la principal, trocada por el cardenal Cisneros, cuando la conquista, en iglesia mayor de Nuestra Señora de la Victoria. Y en todas partes, en las calles, en las angostas plazuelas, bajo las lonas tendidas como toldos o en el reparo de los portales, gente inmóvil, mujeres entrevistas tras esteras y celosías, hombres -muchos de ellos soldados veteranos y ancianos cubiertos de harapos, cicatrices y manquedades, las muletas apoyadas en la pared- ensimismados en la nada. Pensé en aquel Yndurain a quien yo no había conocido, saltando el muro de noche tras acuchillar al sargento, dispuesto a renegar antes que seguir allí, y no pude evitar un estremecimiento.
– ¿Qué te parece Orán? -me preguntó Copons.
– Dormida -respondí-. Con toda esa gente quieta, mirando.
El aragonés asintió. Se pasaba una mano por la cara, enjugando el sudor.
– Sólo si los moros nos dan rebato, o cuando se organizan cabalgadas, la gente espabila -dijo-. Verse con un alfanje en el gaznate o con resullo en la bolsa obra milagros -en ese punto se volvió a medias hacia el capitán Alatriste-… Por cierto, llegáis a punto. Algo se cuece.