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El capitán lo miró con un destello de interés en los ojos claros que, bajo el ala ancha del sombrero, reflejaban la luz cegadora de la calle. Llegábamos en ese momento al arco de la puerta de Tremecén, en el lado de la ciudad opuesto a la marina, donde unos desganados albañiles -moros esclavos y presidiarios españoles, advertí- intentaban sostener el muro arruinado que se venía abajo. Copons cambió un saludo con los centinelas sentados a la sombra y salimos extramuros de la ciudad, entre ésta y el poblado nativo -moros de paz- de Ifre, situado a dos tiros de arcabuz de la muralla. Toda aquella parte se hallaba en mal estado, con matojos creciendo entre las piedras y muchas de éstas derribadas por el suelo. La garita de guardia se veía arruinada y sin techo, y la madera del puente levadizo sobre el estrecho foso, casi cegado de escombros y suciedad, estaba tan podrida que crujió bajo nuestros pies. Era milagro, pensé, que aquello lograra resistir asaltos.

– ¿Cabalgada? -preguntó el capitán Alatriste.

Copons hizo una mueca cómplice.

– Puede ser.

– ¿Dónde?

– No lo dicen. Pero barrunto que será por allí -el aragonés indicó el camino de Tremecén, que discurría hacia el sur, entre las huertas cercanas-. Hay unos aduares con dimes y diretes en lo de pagar la garrama… Ganado y gente. Buen botín.

– ¿Moros de guerra?

– Si conviene, lo serán.

Yo observaba a Copons, pendiente de sus palabras. Aquello de las cabalgadas me tenía en suspenso, así que pedí detalles.

– Son como nuestras encamisadas de Flandes -me ilustró el aragonés-. Se sale de noche, se camina rápido y en silencio, y al romper el alba se da el Santiago… Nunca nos alejamos de Orán más de ocho leguas, por si acaso.

– ¿Con arcabucería?

Copons negó con la cabeza.

– Poca. Casi todo se resuelve cuerpo a cuerpo, por no gastar pólvora… Si el aduar está cerca, cae gente y ganado. Si queda lejos, sólo gente y joyas. Luego volvemos a buen paso, se tasa todo, se vende y repartimos el botín.

– ¿Abundante?

– Depende. Trayendo esclavos podemos ganar cuarenta escudos, o más. Una buena hembra en edad de parir, un negro fuerte o un moro joven, dejan en el saco común treinta reales cada uno. Si son niños de pecho y están sanos, diez… La última cabalgada nos alegró la vida. Saqué ochenta escudos limpios: el doble de mi sueldo de un año.

– Por eso el rey no paga -concluí.

– Qué carajo va a pagar.

Paseábamos ahora cerca de la orilla del río, fértil y arbolada, con molinos y algunas norias. Un moro viejo y otro chiquillo, vestidos con deshilachadas chilabas, pasaron por nuestro lado llevando a la espalda cestos llenos de verduras, camino de la ciudad. Admiré la gentil vista que desde allí se gozaba: los bancales verdes salpicados de árboles que se extendían entre el río y las murallas, la ciudad con su alcazaba escalonada a media pendiente, y el mar río abajo, desplegándose como un abanico azul en la distancia.

– Sin esas ocasiones y lo que dan de sí estas huertas -añadió Copons-, la gente no podría sostenerse. En lo demás, hasta vuestra llegada llevábamos cuatro meses con una hanega de trigo al mes y dieciséis reales de socorro a cada soldado con familia. Habéis visto a la gente: traen las carnes desnudas porque la ropa se les cae a jirones… Es el viejo truco de Flandes, ¿verdad, Diego?… ¿Quieren vuacedes cobrar sus pagas? Pues ahí tienen ese castillo lleno de holandeses. Asáltenlo y cobren, si les place… Moros o herejes, al rey le da lo mismo.

– ¿Os quitan aquí el quinto real? -pregunté.

Por supuesto que se lo quitaban, respondió Copons. La parte del rey. Y también el señor gobernador tomaba su joya, como solía decirse: elegía para él los mejores esclavos o la familia entera del jefe del aduar arrasado. Después se apartaban las ventajas de oficiales y soldados, y por último cobraba la gente de guerra, según el sueldo. Quien se quedaba en la plaza también tenía derecho a su parte. Sin olvidar a la Iglesia.

– ¿Hasta los frailes mojan en eso?

– Rediós si mojan, aparte las limosnas. Aquí las cabalgadas benefician a todos, porque los artesanos y comerciantes se aprovechan de los alarbes que vienen a rescatar a los suyos con dinero y mercaderías… Después de cada jornada, la ciudad entera parece un zoco.

Nos detuvimos junto a un cobertizo de tablas y hojas de palmera, donde por la noche se instalaban los centinelas del puente que comunicaba la ciudad y las huertas con el castillo de Rosalcázar, al otro lado del río Guaharán, y con el de San Felipe, algo más al interior. De esos castillos, contó Copons, el primero estaba casi caído por tierra y el segundo sin terminarse de fortificar. Que aunque eran fama de Orán sus fortalezas, éstas resultaban poco más que apariencia, no teniendo la propia ciudad más que un casamuro antiguo sin apenas fosos, ni estacada, ni entrada encubierta, ni través, ni revellín alguno. De manera que la única verdadera fortificación de la plaza eran los alientos de quienes, muy a su pesar, la guarnecían. Como había dicho no sabía bien qué poeta, o alguien así: la pólvora de las espadas y los muros de los cojones de España. Más o menos.

– ¿Podríamos ir? -pregunté.

Me miró Copons un instante, cambió una ojeada con el capitán Alatriste y me volvió a observar. Adonde quieres ir, preguntó con aire indiferente. Yo adopté un continente bravo, a lo soldado, sosteniéndole los ojos sin pestañear.

– ¿Dónde va a ser? -respondí con mucha flema-… Con vuestra merced, a la cabalgada.

Los dos veteranos se miraron de nuevo, y Copons se rascó el pescuezo.

– ¿Tú qué opinas, Diego?

Mi antiguo amo me estudiaba, pensativo. Al cabo, sin apartar los ojos, se encogió de hombros.

– Cualquier dinero vendría bien, supongo.

Copons estuvo de acuerdo. El problema, apuntó, era que en tales casos la guarnición deseaba ir toda, por el beneficio.

– Aunque a veces -dijo al cabo- se toman refuerzos cuando hay galeras. El momento es bueno para vosotros, porque tenemos fiebres a causa del agua, que es abundante pero muy salobre, y hay gente débil, o en el hospital… Puedo hablarlo con el sargento mayor Biscarrués, que es veterano de Flandes y paisano mío. Pero chitón. Ni una palabra a nadie.

No miraba al capitán al decir aquello, sino a mí. Le devolví la ojeada, primero algo corrido y luego altanero, con aire de reproche. Copons me conocía lo suficiente para que comentario y mirada estuvieran de más. El veterano advirtió mi irritación y se estuvo un espacio pensativo. Luego volvióse al capitán Alatriste.

– Ha crecido mucho -murmuró-. El jodío zagalico.

Luego tornó a mirarme de arriba abajo. Sus ojos se demoraban en mis pulgares colgados del cinto, junto a la daga y la espada.

Oí suspirar al capitán, a mi lado. Lo hizo con un punto de ironía, creo. Y algo de fastidio.

– No lo sabes bien, Sebastián.

III. LA CABALGADA DE UAD BERRUCH

En la distancia aulló un perro. Tumbado boca abajo entre los arbustos, Diego Alatriste dejó de dormitar. Desvelado por su instinto de soldado veterano, levantó la cara, que tenía puesta sobre los brazos cruzados, y abrió los ojos. El sueño había sido breve, de apenas unos instantes; pero sus viejos hábitos de soldado incluían aprovechar la menor ocasión para descansar cuanto pudiera. Nunca llegaba a saberse, en aquel oficio, cuándo habría otro momento de dormir, comer o beber. O vaciar la vejiga. Alrededor, de rodillas en la pendiente de la loma salpicada de bultos inmóviles y silenciosos, algunos soldados aprovechaban la última oportunidad de hacerlo, seguros del riesgo de que a uno le descosieran las asaduras con el odre lleno. Así que, desabrochándose los calzones, Alatriste los imitó. Meado y ayuno, señores soldados, es como mejor se bate uno: así solía arengarlos en el Flandes de su juventud uno de los primeros sargentos que había tenido, don Francisco del Arco -muerto luego de capitán, a su lado, en las dunas de Nieuport-, con quien alcanzó a servir a finales del siglo viejo, apenas cumplidos los quince años, en la guerra contra los Estados y contra Francia, cuando la encamisada de Amiens y el gentil saco de la ciudad; que aquélla, pardiez -lo malo vino después, con casi siete meses de asedio gabacho-, sí había sido próspera cabalgada.