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– Atentos.

La orden vino de boca en boca, con un cuchicheo de intensidad creciente. La repetí al llegar a mí, pasando la voz, y la oí alejarse entre las sombras agazapadas hasta perderse como un eco que se extinguiera en el infinito. Deslicé la lengua por mis labios agrietados y luego apreté los dientes para que no castañetearan de frío, mientras me ataba las alpargatas. Después quité los trapos con los que había envuelto mi espada y la moharra de mi media pica a fin de que no hicieran ruidos inoportunos, y miré alrededor. En la claridad del alba, que ya recortaba algunas siluetas sobre el horizonte, no podía ver al capitán Alatriste, pero lo sabía tumbado como todos, cerca. Quien estaba allí mismo era Sebastián Copons: bulto oscuro, inmóvil, oliendo a sudor, a cuero engrasado y a acero bruñido con aceite de armas. Había más bultos semejantes agrupados o desperdigados alrededor, entre las matas de lentisco, las chumberas y los cardos que en Berbería llaman arracafes.

– Santiago en dos credos -corrió de nuevo la voz.

Algunos se pusieron a musitarlos, por devoción o por calcular el tiempo. Los oía en torno, en la semioscuridad, con diversos acentos y entonaciones: vizcaínos, valencianos, asturianos, andaluces, castellanos; españoles sólo solidarios para rezar o matar. Credo in unum Deum, patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae… No era la primera vez, por supuesto. Pero me parecía singular, como siempre, aquel piadoso murmullo como preludio a la sarracina; todas esas voces de hombres susurrando palabras santas, pidiendo a Dios salir vivos del lance, conseguir oro y esclavos, tener un buen regreso a Orán y a España, ricos de botín y sin enemigos cerca, pues todos sabían de sobra -Copons y el capitán habían insistido mucho en eso- que lo más peligroso del mundo era pelear con moros en su tierra y retirándose uno: verse acosado al regreso entre aquellas ramblas y peñas secas, sin agua o pagando un azumbre de sangre por cada gota, bajo el sol implacable, o quedar herido o rezagado en manos de alarbes que disponían de todo el tiempo del mundo para hacerte morir. Quizá por eso, entre las sombras agazapadas se extendía el murmullo: Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero…. A poco yo mismo me vi susurrándolo de modo maquinal, sin parar mientes en ello, como quien acompaña la letra de una canzoneta vieja, pegadiza. Al cabo fui consciente de mis palabras y recé con más devoción, sincero: Et exspecto resurrectionem mortuorum et vitam venturi saeculi, amen. En aquel tiempo, yo tenía edad para creer en aquellas cosas y en algunas más.

– ¡Santiago!… ¡Cierra!… ¡Cierra!… ¡España y Santiago!

Ahora fue esa voz la que corrió en un aullido, punteada por secos toques de corneta, mientras los hombres se levantaban y corrían entre los arbustos, alzando el guión y la bandera del rey. Me puse en pie y fui adelante con todos, oyendo la escopetada que sonaba al otro lado del aduar, donde la oscuridad -una faja negra bajo un cielo que enrojecía entre tonos grisazulados- se punteaba con fogonazos de arcabuz.

– ¡España!… ¡Cierra!… ¡Cierra!

Era difícil correr por el lecho de arena de la rambla seca, y las piernas parecían pesarme como el plomo cuando llegué al otro lado, donde había un cerco de ramas y espinos que encerraba el ganado. Tropecé con un cuerpo inmóvil caído en el suelo, corrí unos pasos más y me arañé con las ramas espinosas. Cuerpo de Dios. Ahora también sonaban escopetazos por nuestro lado, mientras las siluetas de mis camaradas, que ya no eran negras sino grises hasta el punto de reconocernos unos a otros, se desparramaban como un torrente entre las tiendas del aduar, donde aparecían fuegos súbitos o figuras aterradas que luchaban o huían. Al griterío de españoles y mogataces, reforzado por el estruendo de nuestros jinetes que cargaban desde el otro lado, empezó a sumarse el de docenas de mujeres y niños arrebatados al sueño que salían despavoridos, abrazándose o corriendo entre hombres medio dormidos que intentaban protegerlos, peleaban desesperados y morían. Vi cómo Sebastián Copons y otros se metían entre ellos a cuchilladas y fui a la par, con mi media pica por delante; perdiéndola al primer encuentro, pues se la envasé en el cuerpo a un alarbe semidesnudo y barbado que salía de una tienda con un alfanje en la mano. Cayó sobre mis piernas sin decir esta boca es mía, y no pude recobrar la pica, pues mientras me zafaba surgió de la misma tienda, en camisa, otro moro mozo, aún más joven que yo, que empezó a tirarme tajos con una gumía, tan feroces que si uno me alcanza habrían quedado Cristo o el diablo bien servidos, y los de Oñate sin un paisano. Fuime atrás dando traspiés mientras sacaba la espada -era ancha, corta, de galera y muy buena, de las del perrillo- y, volviendo ya con más aplomo, le llevé sin arrimarme mucho media nariz del primer golpe y los dedos de una mano del segundo. El tercero se lo di cuando ya estaba en el suelo, y fue el de conclusión, rebanándole por revés el gaznate. Luego asomé cauto la cabeza dentro de la tienda, y vi un confuso grupo de mujeres y críos apelotonado en un rincón, dando chillidos en su algarabía. Dejé caer la cortina, di media vuelta y seguí a lo mío.

Aquello era cosa hecha. Diego Alatriste empujó con el pie al moro al que acababa de matar, le sacó la espada del cuerpo y miró alrededor. Los alarbes apenas resistían ya, y la mayor parte de los atacantes se ocupaban más de hacer gazúa que de otra cosa, robando que parecían ingleses. Aún sonaban escopetazos en el aduar, pero el griterío de rabia, desesperación y muerte dejaba paso al lamento de los heridos, al gemir de los prisioneros y al zumbido de enjambres de moscas enloquecidas sobre los charcos de sangre. Como si de ganado se tratase, soldados y mogataces acorralaban a mujeres, niños, ancianos y hombres que arrojaban las armas, sacándolos de las tiendas a empellones, mientras otros reunían los objetos de valor y se ocupaban del ganado. Las moras, con los críos agarrados a las faldas o cogidos en los pechos, daban alaridos y se golpeaban el rostro ante los cadáveres de padres, esposos, hermanos e hijos; y alguna de ellas, trastornada por el dolor y la rabia, acometía de uñas a los soldados, que terminaban reduciéndola a golpes. Puestos aparte, los hombres se agrupaban en el polvo, aturdidos, contusos, heridos, aterrados, bajo la vigilancia de espadas, picas y arcabuces. Algunos adultos y ancianos que intentaban mantener actitudes dignas eran empujados sin miramientos, abofeteados por los soldados victoriosos que así vengaban -regía la orden acostumbrada de no despilfarrar vidas que valían dinero- la suerte de media docena de camaradas que habían dejado la piel en el asalto. Eso hizo fruncir el ceño a Alatriste, pues opinaba que a un hombre se le mata, pero no se le humilla; y menos delante de sus amigos y su familia. Pero la cosecha de escrúpulos no era abundante aquel siglo, si alguna vez lo fue. Apartó la vista, incómodo, observando las inmediaciones del campamento. Entre los cerros, la gente a caballo daba alcance a los moros que habían logrado escapar para esconderse en los cañizales y las higueras de la rambla, y los traía de vuelta, maniatados, sujetos a las colas de los animales.

Ardían ya algunas tiendas puestas a saco, con los enseres, calderos, plata, alfombras y otra ropa apilados fuera, mientras el sargento mayor Biscarrués, que iba y venía atento a todo, urgía a voces para que avivasen la reunión del botín y la partida. Diego Alatriste lo vio mirar con los ojos entrecerrados la altura del sol, que acababa de salir, y luego echar un vistazo preocupado alrededor. De soldado a soldado no era difícil adivinar sus pensamientos. Una columna de españoles cansados, llevando con ellos ciento y pico cabezas de ganado y más de doscientos cautivos -ése era el fruto, calculando rápido, de la cabalgada-, sería muy vulnerable a ataques de moros hostiles si no estaba tras los muros de Orán antes de la puesta de sol.