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Alatriste tenía la gorja tan seca como la arena y las piedras que pisaba. Recristo, pensó. Ni siquiera puedo escupir la pólvora y la sangre que me pegan la lengua al paladar. Ojeó en torno y encontró la mirada, a un tiempo amistosa y feroz, de un mogataz de barba bermeja que con mucho oficio le cortaba la cabeza a un alarbe muerto. Más acá había una mora vieja que, en cuclillas, sostenía en su regazo la cabeza de un hombre malherido. La mujer tenía la piel de la cara arrugada, llenas de tatuajes azules la frente y las manos, y alzó el rostro, mirando a Alatriste con ojos inexpresivos cuando, aún espada en mano, se detuvo ante ella.

– Ma. Beber agua. Ma.

La mujer no respondió hasta que él, insistiendo, le tocó el hombro con la punta de la espada. Entonces hizo un ademán indiferente hacia una tienda grande, hecha de pieles de cabra cosidas; y, de nuevo ajena a cuanto ocurría alrededor, siguió ocupándose del moro que gemía en el suelo. Alatriste se encaminó a la tienda, apartó la cortina y entró en la sombra del recinto.

Apenas lo hizo, comprendió que iba a tener problemas.

Divisé de lejos al capitán Alatriste, con el ir y venir de soldados y prisioneros, cuando lo buscaba entre el saqueo del aduar, y me alegré de verlo sano. Quise llamarlo a gritos, pero no me oyó; así que fui hacia él esquivando las tiendas que empezaban a arder, los montones de ropa apilados, los heridos y los muertos tirados por todas partes. Lo vi entrar en una tienda grande, negra; y también observé que alguien, a quien no pude distinguir bien -parecía un moro de los nuestros, un mogataz-, entraba tras él. Entonces me entretuvo un caporal, ordenándome que vigilase a un grupo de alarbes mientras los maniataban. Aquello me llevó un momento, y al terminar seguí camino hasta la tienda. Alcé la cortina, agaché la cabeza para entrar, y me quedé estupefacto: en un rincón, sobre un montón de esteras y alfombras revueltas, había una mora joven, semidesnuda, a la que en ese momento el capitán ayudaba a vestirse. La mora tenía un golpe en la cara y el rostro cubierto de lágrimas, y sollozaba como animal atormentado. A sus pies había una criatura de pocos meses, manoteando, y junto a ella estaba uno de nuestros soldados, un español, con el cinto suelto, los calzones por las rodillas y la cabeza abierta de un pistoletazo. Otro español, vestido pero degollado de oreja a oreja, estaba boca arriba junto a la entrada, aún con la sangre saliéndole fresca por el tajo que le rebanaba la garganta. La misma sangre, deduje en los pocos instantes en que aún mantuve la serenidad, que manchaba la gumía que un moro mogataz, barbudo y hosco, me puso en el cuello apenas franqueé la entrada. Todo eso -pónganse vuestras mercedes en mi lugar, pardiez- me arrancó una exclamación de sorpresa que hizo volver la cara al capitán.

– Es casi mi hijo -se apresuró a decir-. No dirá nada.

El aliento del mogataz, que llegaba hasta mi cara, se interrumpió un momento mientras éste me estudiaba de cerca con ojos negros y vivos, de pestañas tan aterciopeladas que parecían de mujer. Aquellas pestañas eran lo único delicado en su rostro moreno y curtido, donde la barba bermeja y puntiaguda acentuaba una catadura feroz que me heló la sangre. Tendría unos treinta y tantos años, era de proporciones regulares pero con fuertes hombros y brazos, y llevaba el cráneo rapado a excepción del clásico mechón del cogote, un turbante suelto en torno al cuello, aros de plata en ambas orejas y un curioso tatuaje azul en forma de cruz en la cara, sobre el pómulo izquierdo. Al cabo, el moro apartó la daga de mi cuello y la limpió en su albornoz de rayas grises, antes de introducirla en la vaina de cuero que llevaba en la faja.

– ¿Qué ha pasado aquí? -le pregunté al capitán.

Se incorporaba despacio. La mujer se cubrió con un velo de color pardo, encogida de temor y vergüenza. El mogataz le dirigió unas palabras en su lengua -algo así como barra barra- y ella, recogiendo del suelo al niño que lloraba, lo envolvió en el mismo velo, anduvo ligera por nuestro lado agachando la cabeza, y salió de la tienda.

– Ha pasado -respondió el capitán con voz tranquila- que estos dos valientes y yo hemos tenido un desacuerdo sobre la palabra botín.

Se agachó a coger su pistola recién disparada, que estaba en el suelo, y se la metió en el cinto. Después miró al mogataz, que seguía en la entrada, y algo parecido a una sonrisa se insinuó bajo su mostacho.

– La discusión iba mal para mí. Y empeoraba… Entonces este moro entró aquí y tomó partido.

Se había acercado a nosotros, y ahora miraba al mogataz con mucha atención, de arriba abajo. Parecía agradarle lo que veía.

– ¿Hablas espanioli? -le preguntó.

– Lo hablo -dijo el otro, en buen castellano.

El capitán observó detenidamente el arma blanca metida en la faja.

– Buena gumía llevas.

– Eso creo.

– Y mejor mano tienes.

– Uah. Eso dicen.

Se miraron unos instantes de cerca, en silencio.

– ¿Tu nombre?

– Aixa Ben Gurriat.

Yo esperaba más palabras, explicaciones, pero quedé decepcionado. En el rostro barbudo del mogataz apuntaba media sonrisa semejante a la del capitán.

– Vámonos de aquí -concluyó éste, tras echar una última ojeada a los cadáveres-. Pero antes démosle fuego a la tienda… Evitaremos explicaciones.

La precaución fue innecesaria: nadie echó de menos a los dos maltrapillos -luego supimos que eran escoria fanfarrona de mala casta y sin amigos, que a nadie importaba-, anotados sin más averiguación en la lista general de bajas. En cuanto al regreso, fue duro y peligroso, pero triunfal. Por el camino de Tremecén a Orán, bajo un sol vertical que limitaba nuestras sombras a un pequeño trazo bajo los pies, se extendía la larga columna de soldados, cautivos, despojos y ganado, marchando las bestias, que eran ovejas, cabras y vacas y algún camello, en la vanguardia, al cuidado de mogataces y moros de Ifre. Antes de abandonar Uad Berruch, por cierto, habíamos tenido un momento de mucha tensión, cuando el lengua Cansino, tras interrogar a los prisioneros, se quedó un rato callado, vuelto a un lado y a otro, y luego, tartamudeando, puso en conocimiento del sargento mayor Biscarrués que el sitio atacado no era el que se debía atacar, y que los guías mogataces se habían equivocado -o errado a propósito-, llevándonos hasta un aduar de moros de paz que pagaban puntualmente su garrama. De los que habíamos matado nada menos que a treinta y seis. Y juro a vuestras mercedes que nunca he visto a nadie montar en cólera como entonces vi al sargento mayor, rojo como la grana y con las venas del cuello y la frente a punto de reventar, jurando que haría ahorcar a los guías, a sus antepasados y a la puta amancebada con un cerdo que los parió. Pero sólo fue un pronto. Aquello ya no tenía remedio; así que, hombre práctico y militar al fin, hecho a todo troche y todo moche, don Lorenzo Biscarrués acabó calmándose. Moros de paz o moros de guerra, concluyó, su buen dinero valían vendidos en Orán. Ahora eran moros de guerra, y no había más que hablar.

– A lo hecho, pecho -dijo, zanjando el asunto-. Ya afinaremos más otro día… Punto en boca, y al que se vaya de la lengua, por Cristo vivo que se la arranco.

Y así, tras curar a los heridos y echar un bocado -pan cocido bajo ceniza, unos dátiles y leche aceda que encontramos en el aduar-, caminamos ligeros, arcabuces listos y ojo avizor, dispuestos a ponernos en cobro antes de la noche. Y de ese modo íbamos como dije, recelosos y barba sobre el hombro: el ganado en vanguardia, seguido por el grueso de tropa, el bagaje y luego los cautivos, que sumaban doscientos cuarenta y ocho entre hombres, mujeres y niños que podían andar, todos en el centro y bien custodiados. Otra tropa escogida de picas y arcabuces cerraba la marcha, mientras la caballería exploraba por delante y protegía los flancos, en previsión de que partidas de moros hostiles pretendieran ofendernos la retirada o privarnos del agua. Se dieron, en efecto, algunos rebatos y escaramuzas de poca importancia; y antes de llegar al pozo que llamaban del Morabito, donde había mucha palmera y algarrobo, los alarbes, de los que buen número nos pisaba la huella en busca de rezagados o de ocasión, quisieron estorbarnos el agua con una acometida seria: un centenar de jinetes que entre gritos y osadía, insultándonos con las obscenidades que ellos suelen, se arrimaron a la retaguardia, dándonos allí algazara; pero cuando nuestros arcabuceros calaron cuerdas y les dieron una linda rociada, tornaron las espaldas dejando alguna gente en el campo, y no hubo más. íbamos gozosos con la victoria y el botín, con prisa por llegar a Orán para cobrarlo; y no pude evitar que acudiesen a mis labios mozos, canturreados entre dientes, unos conocidos versos: