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– Así que -concluyó, sombrío- seguiré pudriéndome aquí hasta el día del Juicio.

Dicho aquello, se bebió un esquilón entero de vino de Málaga, algo picado pero sabroso y fuerte, y chasqueó resignado la lengua. Yo miraba distraído a las tres daifas, que al vernos metidos en conversación nos dejaban tranquilos y parloteaban al extremo de la terraza, desde donde hacían señas a los soldados que pasaban por la calle. La Salka, convencida de que en tiempo de cabalgada el dinero corría fácil, tenía bien adiestradas a sus corsarias en no descuidar el negocio.

– Quizás haya un medio -dijo el capitán Alatriste.

Lo miramos con mucha atención, en especial Copons. En el rostro impasible de éste, eso significaba un brillo de expectación en la mirada. Conocía de sobra a su antiguo camarada como para saber que nunca hablaba de más, ni de menos.

– ¿Se refiere vuestra merced -pregunté- a que Sebastián salga de Orán?

– Sí.

Copons puso una mano sobre el brazo del capitán. Exactamente sobre la quemadura que éste se había hecho dos años atrás en Sevilla, interrogando al genovés Garaffa.

– Cagüentodo, Diego… Yo no deserto. Nunca lo hice en mi vida, y no voy a empezar ahora.

El capitán, que se pasaba dos dedos por el mostacho, le sonrió a su amigo. Una sonrisa de las que pocas veces mostraba, afectuosa y franca.

– Hablo de irte honrosamente, con tu licencia dentro de un canuto de hojalata… Como debe ser.

El aragonés parecía desconcertado.

– Ya te dije que el mayoral Biscarrués no me da licencia. Nadie sale de Orán, y lo sabes. Sólo quienes estáis de paso.

Alatriste miró de soslayo hacia las tres mujeres de la terraza y bajó la voz.

– ¿ Cuánto dinero tienes?

Copons frunció el ceño, cavilando sobre a santo de qué venía aquello. Luego cayó en la cuenta y negó con la cabeza. Ni lo pienses, repuso. Con lo de la cabalgada no me alcanza.

– ¿Cuánto? -insistió el capitán.

– Descontando lo que voy a gastar aquí, unos ochenta escudos limpios. Quizá algunos maravedíes más. Pero ya te digo…

– Supongamos un golpe de suerte. ¿Qué harías una vez en Nápoles?

Copons se echó a reír.

– ¡Vaya pregunta!… ¿Italia y sin un charnel en la bolsa?… Alistarme de nuevo, claro. Con vosotros, si puede ser.

Se quedaron un rato mirándose en silencio. Yo, que volvía poco a poco de las nubes, los observé con interés. La sola idea de que Copons nos acompañara a Nápoles me daba ganas de gritar de alegría.

– Diego…

Pese al escepticismo con que Copons pronunció el nombre de mi antiguo amo, la lucecita de esperanza seguía presente en sus ojos. El capitán mojó el mostacho

en el vino, reflexionó un instante más y sacudió la cabeza, afirmativo.

– Tus ochenta escudos, con los sesenta y pico de la cabalgada que me quedan a mí, suman…

Contaba con los dedos sobre la bandeja de latón moruno que hacía de mesa, y al cabo se volvió a mirarme; la rapidez del capitán con la espada no se extendía a las cuatro reglas. Hice un esfuerzo por alejar los últimos vapores de la nube. Me froté la frente.

– Ciento cuarenta -dije.

– Una cantidad ridícula -dijo Copons-. Para licenciarme, Biscarrués exigiría cinco veces más.

– Contamos con cinco veces más. O eso creo… A ver, Íñigo, ve sumando… Ciento cuarenta, y mis doscientos de la galeota que vendimos en Melilla.

– ¿Tienes ese dinero? -preguntó Copons, asombrado.

– Sí. En el remiche del espalder de mi galera, un gitano del Perchel que se come diez años de bizcocho, más temido aún que el cómitre, y que cobra medio real de usura a la semana… ¿Íñigo?

– Trescientos cuarenta -dije.

– Bien. Súmale ahora tus sesenta escudos.

– ¿Qué?

– Que se los sumes, voto a Dios -los ojos claros me perforaban como dagas vizcaínas-, ¿Qué sale?

– Cuatrocientos.

– No es suficiente… Añade tus doscientos de la galeota.

Abrí la boca para protestar, pero en la mirada que me dirigió el capitán comprendí que era inútil. Los últimos flecos de nube algodonosa desaparecieron de golpe. Adiós a mis ahorros, me dije, lúcido del todo. Fue hermoso sentirse rico mientras duró.

– Seiscientos escudos justos -concluí en voz alta, resignado.

El capitán Alatriste se había vuelto, radiante, hacia Copons.

– Con las pagas atrasadas que te adeudan, y que cuando lleguen se embolsará tu sargento mayor, hay de sobra.

El aragonés tragó saliva, mirándonos a uno y otro como si las palabras se le hubieran atravesado en la gola. No pude evitar, una vez más, recordarlo en primera línea cuando lo del molino Ruyter, pisando barro en las trincheras de Breda, sucio de pólvora y sangre en el reducto de Terheyden, acero en mano en la alameda de Sevilla, o subiendo al asalto del Niklaasbergen en la barra de Sanlúcar. Siempre callado, seco, pequeño y duro.

– Cagüendiela -dijo.

IV. EL MOGATAZ

Salimos de la mancebía con la luz parva del crepúsculo, sombreros puestos y espadas al cinto, mientras las primeras sombras se adueñaban de los rincones más recoletos de las empinadas calles de Orán. La temperatura era agradable a esa hora, y la ciudad invitaba al paseo, con los vecinos sentados en sillas y taburetes a la puerta de las casas y algunas tiendas todavía abiertas, iluminadas por candiles y velas de sebo desde el interior. Las calles estaban llenas de soldados de las galeras y de la guarnición, estos últimos celebrando todavía la buena fortuna de la cabalgada. Nos detuvimos a remojar de nuevo la palabra, de pie, espaldas contra la pared, ante una pequeña taberna hecha de cuatro tablas y puesta en un soportal, que atendía un viejo mutilado. Estando así -esta vez el vino era un clarete fresco y decente- pasó por la calle, haciéndole plaza un alguacil, una cuerda de cinco cautivos encadenados, tres hombres y dos mujeres de los vendidos por la mañana, que su nuevo amo, un fulano vestido de negro, golilla y espada, con aspecto de funcionario enriquecido robando el sueldo de quienes se jugaban la vida para capturar a aquella gente, conducía a su casa, bajo custodia. Todos los esclavos, incluso las dos mujeres, habían sido marcados ya en la cara por el hierro candente con una S y un clavo que los identificaba como tales, y caminaban baja la cabeza, resignados a su destino. Aquello no era necesario, y algunos lo consideraban uso antiguo y cruel; pero la Justicia aún permitía a los dueños señalarlos así para que se los identificara en caso de fuga. Observé que el capitán, aferruzado el semblante, volvía el rostro con disgusto; y yo mismo pensé en la marca que, no de hierro candente sino de acero bien frío, le haría al dueño de aquellos infelices con la punta de mi daga, si tuviera ocasión. Ojalá, deseé, cuando viaje a la Península lo capture un corsario berberisco y acabe en los baños de Argel, molido a palos. Aunque esa clase de gente, pensé luego con amargura, tenía recursos de sobra para hacerse rescatar en el acto. Sólo los pobres soldados y la gente humilde, como les ocurría a tantos miles de desgraciados capturados en el mar o en las costas españolas, se pudrían allí, en Túnez, Bizerta, Trípoli o Constantinopla, sin que nadie diese una blanca por su libertad.