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– Sé cómo te llamas. Me lo dijiste en Uad Berruch.

Permanecieron inmóviles, estudiándose en la penumbra, con Copons y yo observándolos un poco más atrás. Las manos del mogataz seguían ostensiblemente lejos de su gumía. Yo, una mano en el pomo de mi toledana, estaba atento para, al menor ademán sospechoso, clavarlo en la pared. Pero el capitán no parecía compartir mi inquietud. Al cabo se colgó los pulgares en la pretina de las armas, miró a un lado y luego a otro, se volvió un momento a Copons y a mí, y al cabo se apoyó en la pared, junto al moro.

– ¿Por qué entraste en aquella tienda? -preguntó al fin.

El otro tardó en responder.

– Oí el tiro. Te había visto luchar antes, y me pareciste buen imyahad… Buen guerrero… Por mi cara que sí.

– No suelo meterme en asuntos ajenos.

– Yo tampoco. Pero entré y vi que defendías a una mujer mora.

– Mora o no, da lo mismo. Aquellos dos eran poco sufridos, y se apitonaron con muchos fueros e insolencia… Lo de menos era la mujer.

El otro chasqueó la lengua.

– Tidt. Verdad… Pero podías haber mirado hacia otro sitio, o añadirte a la fiesta.

– Y tú también. Matar a un español era naipe fijo para que una soga te adornara el pescuezo, de haberse sabido.

– Pero no se supo… Suerte.

Los dos estuvieron callados un rato, sin dejar de mirarse, cual si calcularan en silencio quién había contraído mayor deuda: si el mogataz con el capitán por defender a una mujer de su raza, o el capitán con él por salvarle la vida. Mientras tanto, Copons y yo cambiábamos ojeadas de soslayo, atónitos por la situación y el diálogo.

– Saad -murmuró el capitán, en algarabía común.

Lo hizo pensativo, como si repitiese la última palabra pronunciada por el mogataz. Este sonrió un poco, asintiendo.

– En mi lengua se dice elkhadar -apuntó-. Suerte y destino son la misma cosa.

– ¿De dónde eres?

El otro hizo un ademán vago con la mano, señalando hacia ninguna parte.

– De por ahí… De las montañas.

– ¿Lejos?

– Uah. Muy lejos y muy arriba.

– ¿Hay algo que pueda hacer por ti? -preguntó el capitán.

El otro encogió los hombros. Parecía reflexionar.

– Soy azuago -dijo al fin, como si eso lo explicara todo-. De la tribu de los Beni Barraní.

– Pues hablas buen castellano.

– Mi madre nació zarumia: cristiana. Era española de Cádiz… La cautivaron de niña y la vendieron en la playa de Arzeo, una ciudad abandonada junto al mar que está siete leguas a levante, camino de Mostagán… Allí la compró mi abuelo para mi padre.

– Es curiosa esa cruz que llevas tatuada en la cara. Curiosa en un moro.

– Es una antigua historia… Los azuagos descendemos de cristianos, del tiempo en que los godos aún estaban aquí; y lo tenemos a isbah… A honra… Por eso mi abuelo buscó una española para mi padre.

– ¿Y por eso luchas con nosotros contra otros moros?

El mogataz encogió los hombros, estoico.

– Elkhadar. Suerte.

Dicho aquello se quedó callado un instante y se acarició la barba. Luego creí advertir que sonreía de nuevo, el aire ausente.

– Beni Barraní significa hijo de extranjero, ¿entiendes?… Una tribu de hombres que no tienen patria.

Y fue de ese modo, en Orán, después de la cabalgada de Uad Berruch del año veintisiete, como el capitán Alatriste y yo conocimos al mercenario Aixa Ben Gurriat, conocido entre los españoles de Orán como moro Gurriato: notable individuo cuyo nombre no es la última vez que menciono a vuestras mercedes. Pues, aunque ninguno de nosotros podía imaginarlo, esa noche comenzaba una larga relación de siete años: los transcurridos entre aquella jornada oranesa y un sangriento día de septiembre del año treinta y cuatro, cuando el moro Gurriato, el capitán y yo mismo, junto a otros muchos camaradas, peleamos hombro con hombro en la colina maldita de Nordlingen. Allí, tras compartir muchos viajes, peligros y aventuras, y mientras el tercio de Idiáquez, impasible como una peña, aguantaba quince cargas de los suecos en seis horas sin ceder un palmo de tierra, el veterano mogataz moriría ante nuestros ojos, al cabo, como buen infante español. Defendiendo una religión y una patria que no eran las suyas, en el supuesto de que alguna vez hubiese tenido una u otra. Caído al fin, como tantos, por una España ingrata y cicatera que nunca le dio nada a cambio, pero a la que, por extrañas razones que a él concernían, Aixa Ben Gurriat, de la tribu de los azuagos Beni Barraní, había resuelto servir con lealtad inquebrantable de lobo asesino y fiel, hasta la muerte. Y lo hizo del modo más singular del mundo: eligiendo al capitán Alatriste por compañero.

Dos días más tarde, cuando la Mulata dejó atrás la costa de Berbería y arrumbó a tramontana cuarta al maestre, en la derrota de Cartagena, Diego Alatriste tuvo tiempo de sobra para observar al moro Gurriato, porque éste remaba en el quinto banco de la banda derecha, junto al bogavante. Iba sin cadenas, a título de lo que en galera se llamaba buena boya, palabra tomada del italiano buonavoglia: chusma voluntaria, escoria de los puertos o gente desesperada y fugitiva que entraba a servir al remo por una paga -en las galeras turcas se les decía morlacos, o chacales-, acogiéndose a galera como otros en tierra firme lo hacían a iglesia. Ésa había sido la forma de que embarcase el mogataz, resuelto como estaba a acompañar a Diego Alatriste y probar fortuna donde éste recalase. Arreglado el problema de la licencia de Sebastián Copons -el sargento mayor Biscarrués se había dado por satisfecho con quinientos ducados limpios, más las pagas atrasadas de aquél-, aún sonaban algunos escudos en la bolsa de Alatriste; de modo que no habría sido difícil, en caso necesario, ensebar manos para facilitar las cosas. Pero no hizo falta. El mogataz tenía recursos propios sobre cuyo origen no dio explicaciones, y tras desatar un pañuelo que llevaba enrollado en la cintura, bajo la faja, liberó unas cuantas monedas de plata que, pese a haber sido acuñadas en Argel, Fez y Tremecén, convencieron al cómitre y al alguacil de la galera de acogerlo a bordo con las bendiciones oportunas al caso; para lo que fue mano de santo una fe de bautismo salida de no se sabía dónde, a la que nadie puso objeciones pese a ser más falsa que beso de Judas. Eso bastó para anotar su nombre -Gurriato de Orán, pusieron- en el libro del cómitre, con sueldo de once reales al mes. Y así quedó establecido que a partir de entonces el mogataz, aunque cristiano nuevo y hombre de remo, era buen católico y fiel voluntario del rey de España; extremos que el interesado procuró no desmentir: precavido y sutil, había adecuado su apariencia a la nueva situación, rapándose el mechón guerrero hasta quedar su cabeza monda como la de cualquier galeote, y sustituyendo turbante, sandalias, aljuba y zaragüelles morunos por calzones, camisa, bonete y almilla colorada; de modo que no conservaba de su vieja indumentaria más que la gumía, metida como siempre en la faja, y el albornoz de rayas grises, en el que dormía envuelto o se abrigaba con mal tiempo cuando, como ahora, el viento próspero lo dejaba libre del remo. En cuanto al tatuaje en la cara y los aros de plata de las orejas, el mogataz no era el único en lucir aquella clase de marcas.

– Vaya moro extraño -comentó Sebastián Copons.

Estaba sentado a la sombra de la vela del trinquete, jubiloso por dejar atrás Orán. El árbol que sostenía la entena y la enorme lona henchida por el levante crujía a su espalda con el soplo del viento y el movimiento del mar.

– No más que tú y yo -respondió Alatriste.

Llevaba todo el día observando al mogataz, queriendo tomarle las hechuras. Visto desde allí, apenas se diferenciaba del resto de la chusma: forzados, esclavos, gentuza que remaba obligada y con calceta de hierro en un pie o manilla en la muñeca. Pocos eran los buenas boyas que batían lenguados por necesidad o gusto: apenas media docena entre los doscientos remeros de la Mulata. A ésos había que añadir los voluntarios forzosos; explicándose esta contradicción por el españolísimo hecho de que, debido a la escasez de brazos en las galeras del rey, y cual sucedía con los soldados de los presidios de Berbería, a algunos galeotes que habían cumplido condena no se les dejaba marchar, manteniéndolos a partir de entonces con la paga de un remero libre. En principio eso era sólo hasta que llegasen otros a ocupar sus puestos; pero como rara vez ocurría pronto, se daba el caso de antiguos forzados que, cumplidas condenas de dos, cinco y hasta ocho o diez años de galera -las de diez las aguantaban pocos, pues eran el acabóse-, seguían allí sin remedio, algunos meses o años más.