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– Fíjate -dijo Copons-. Ni se inmuta cuando hacen la zalá… Como si de verdad no fuera de ellos.

En ese momento, con el viento favorable, los remos frenillados y sin necesidad de bogar, forzados y buenas boyas estaban ociosos. La chusma se tumbaba sobre los bancos, hacía sus necesidades en la banda o en las letrinas de proa, se despiojaba entre sí, remendaba su ropa o hacía trabajos para marineros y soldados. A los esclavos de confianza, desherrados, se les permitía ir y venir por la galera, lavando ropa con agua del mar o ayudando al cocinero a preparar las habas cocidas del rancho, que humeaba en el fogón situado a babor de la crujía, entre el árbol maestro y el estanterol. Dos docenas de galeotes -casi la mitad del centenar de turcos y moros que iba al remo- aprovechaban para hacer una de sus cinco oraciones diarias de cara a levante, arrodillados, levantándose e inclinándose en sus bancos. Lá, ilahla, ua Muhamad rasul Alá, decían a coro: no hay otro dios que Dios, y Mahoma es su profeta. Desde corredores, ballesteras y crujía, soldados y marineros los dejaban hacer sin estorbárselo. Tampoco los forzados muslimes tomaban a mal, cuando una vela aparecía en el horizonte, o rolaba el viento y se daba orden de calar palamenta, que los anguilazos del cómitre interrumpieran la oración para devolverlos al remo hasta acompasar tintineo de cadenas. En galera, todos conocían las normas del oficio.

– No es de ellos -opinó Alatriste-. Creo que de verdad no es de ninguna parte, como dice.

– ¿Y ese cuento de que en su tribu eran antes cristianos?

– Puede ser. Ya has visto la cruz de su cara. Y anoche contó algo sobre una campana de bronce que escondían en una cueva… Los moros no tienen campanas. Y es verdad que en tiempo de los godos, cuando llegaron los sarracenos, hubo gente que no renegó y se refugió en las montañas… Puede que con tantos siglos se perdiese la religión, pero quedaran cosas como ésa. Tradiciones, recuerdos… Ya le has visto la barba pelirroja.

– Podría ser su madre cristiana.

– Podría… Pero míralo. Está claro que no se siente moro.

– Ni cristiano, ridiela.

– No me jodas, Sebastián. ¿Cuántas veces has ido tú a misa en los últimos veinte años?

– Cuantas no he podido evitarlo -admitió el aragonés.

– ¿Y cuántos preceptos de la Iglesia has quebrantado desde que eres soldado?

Contó el otro con los dedos, muy serio.

– Todos -concluyó, sombrío.

– ¿Y eso te estorba ser buen soldado de tu rey?

– Vive Dios.

– Pues eso.

Diego Alatriste siguió observando al moro Gurriato, que contemplaba el mar sentado en la postiza de su banda, los pies colgando sobre el agua. Era la primera vez que el mogataz embarcaba, según dijo; mas pese a la marejada que por el poco viento los zarandeó apenas dejaron atrás la cruz de Mazalquivir, no le había revesado el estómago, como otros. El truco, al parecer, era una receta comprada a un moro bagarino: ponerse un papel de azafrán sobre el corazón.

– De todas formas es hombre sufrido -dijo Alatriste-. Se adapta bien.

Copons emitió un gruñido.

– Y que lo digas. Yo mismo, hace un rato, eché el hámago -sonrió, torcido-… Ni eso quiero llevarme de Orán.

Asintió Alatriste. En otro tiempo, a él mismo le había costado hacerse a la dura vida de galera: la falta de espacio e intimidad, el pan de bizcocho con gusanos, ratonado, duro y mal remojado, el agua cenagosa y desabrida, la grita de los marineros y el olor de la chusma, la comezón de la ropa lavada con agua salada, el sueño inquieto sobre una tabla y con una rodela por almohada, siempre a cuerpo gentil bajo el sol, el calor, la lluvia y el relente de las frías noches en el mar, que con la cabeza al sereno dejaban congestión o sordera. Sin contar las bascas del estómago con mal tiempo, la furia de los temporales y los peligros de la guerra, combatiendo sobre frágiles tablas que se movían bajo los pies amenazando arrojarte al mar a cada instante. Y todo eso, en compañía de galeotes que eran la peor cofradía posible: esclavos, herejes sentenciados, falsarios, azotados, testimonieros, renegados, fulleros, perjuros, rufianes, salteadores, acuchilladizos, adúlteros, blasfemos, asesinos y ladrones, que nunca dejaban pasar de largo unos dados o una grasienta baraja. Sin que los marineros o soldados fuesen mejores, pues cada vez que bajaban a tierra -en Orán habían tenido que ahorcar a uno para dar escarmiento-, no había gallinero que no asolaran, huerta que no yermaran, vino que no traspusieran, comida y ropa que no alzasen, mujer que no gozaran, ni villano al que no vejaran o acuchillasen. Que la galera, rezaba el antiguo refrán, déla Dios a quien la quiera.

– ¿De verdad crees que valdrá para soldado?

Copons seguía mirando al moro Gurriato, y Alatriste también. Éste hizo un ademán indiferente.

– El sabrá. De momento conoce mundo, como quería.

El aragonés señaló despectivo la cámara de boga y luego se tocó la nariz con gesto elocuente. De no ser por el viento que hinchaba las velas, el hedor de la gente hacinada entre remos, rollos de cabo y fardos, unido al que subía de la sentina, habría sido pesado de respirar.

– Exageras con lo de conocer mundo, Diego.

– Todo se andará.

Copons se recostaba de codos en la tablazón, aún suspicaz.

– ¿Por qué lo hemos traído? -preguntó al fin.

Alatriste encogió los hombros.

– Nadie lo trae. Es libre de ir donde le place.

– ¿Y no es extraño que nos haya elegido de camaradas, así por las buenas?

– No han sido tan buenas… Y piensa un poco, pardiez. Son los camaradas quienes te eligen a ti.

Se quedó mirando al mogataz un rato más, y al cabo torció el gesto.

– De todas formas -añadió pensativo- es prematuro llamarlo así.

Copons se quedó reflexionando sobre eso. Al cabo gruñó de nuevo, y no volvió a abrir la boca durante un buen rato.

– ¿Sabes lo que pienso, Sebastián? -inquirió Alatriste.

– No, cagüentodo. Nunca sé qué diablos piensas.

– Que algo en ti ha cambiado… Hablas más que antes.

– ¿De verdad?

– Como te digo.

– Será Orán. Demasiado tiempo allí.

– Puede ser.

El aragonés arrugó el entrecejo. Luego se quitó el pañuelo que llevaba en torno a la cabeza, enjugándose el sudor del cuello y la cara.

– ¿Y eso es bueno, o malo? -preguntó tras un instante.

– No lo sé. Pero es distinto.

Miraba Copons su pañuelo como si allí estuviese la explicación de algo complicado.

– Me hago viejo, supongo -murmuró al fin-. Son los años, Diego. Ya viste a Fermín Malacalza, ¿no?… Recuerda cómo era él, antes.

– Claro. Demasiadas cosas en la mochila, imagino… Será eso.

– Será.

Yo estaba al otro extremo de la nave, cerca del estanterol, observando al piloto tomar la altura con la ballestilla y componérselas con la aguja. A mis diecisiete años era mozo despierto y curioso, interesándome la ciencia de todo el que tuviera conocimientos de algo. Así ocurrió durante la mayor parte de mi vida, y a esa curiosidad debo haber aprovechado luego algunos golpes de fortuna. Además del arte de marear, del que mientras anduve embarcado adquirí rudimentos útiles, en aquel cerrado mundo tuve ocasión de conocer no pocas cosas: desde el modo en que el barbero trataba las heridas -en el mar, debido al aire húmedo y la sal, no curaban lo mismo que en tierra- hasta el estudio, párvulo en Madrid, bachiller en Flandes y licenciado en las galeras del rey, de la peligrosa variedad con la que Dios o el diablo adornan el género humano. Gente que bien podría decir, como el forzado de aquella jácara de don Francisco de Quevedo: