Выбрать главу
Letrado de las sardinas no atiendo sino a bogar, graduado por la cárcel, maldita universidad.

Contemplé de lejos, entre galeotes, marineros y soldados, al moro Gurriato sentado impasible en la postiza, mirando el mar, y al capitán Alatriste y Copons, que parlaban bajo la vela del trinquete al final de la crujía. Debo decir que yo aún estaba impresionado por la visita a Fermín Malacalza. No era, por supuesto, el primer veterano que conocía; pero haberlo visto en la miseria de Orán, pobre e inválido después de una vida de servicio, con familia y sin esperanza de que la suerte cambiase, ni otro futuro que pudrirse como carne al sol o verse cautivo con su familia si los moros tomaban la plaza, me hacía pensar más de lo debido. Y pensar, según el oficio de cada cual, no siempre es cómodo. Metidos en versos, diré que durante un tiempo, siendo más mozo, yo había recitado a menudo unas octavas soldadescas de Juan Bautista de Vivar que me holgaban sobremanera:

A saber emplear la amada vida enseña, por su Dios y por su tierra, la vida militar enriquecida de sangre, fuego, de armas y de guerra.

… Y algunas veces, diciéndolas enardecido ante el capitán Alatriste, sorprendí una mueca irónica bajo el mostacho de mi antiguo amo; aunque éste se abstuvo siempre de comentarios, pues opinaba que nadie escarmienta con palabras. Consideren vuestras mercedes que cuando estuve en Oudkerk y Breda yo era todavía un rapazuelo liviano y novelero; y lo que para otros suponía tragedia y crudelísima vida, para mí, sufrido como tantos españoles en soportar penurias desde la cuna, era fascinante peripecia que mucho tenía de juego y de aventura. Pero a los diecisiete años, más cuajado el carácter, vivo de espíritu y con razonable instrucción, ciertas preguntas inquietantes se me deslizaban dentro igual que una buena daga por las rendijas de un coselete. La mueca irónica del capitán empezaba a tener sentido, y la prueba es que tras la visita al veterano Malacalza nunca volví a recitar esos versos. Tenía edad y luces suficientes para reconocer en aquel despojo la sombra de mi padre, y también la del capitán Alatriste, la de Sebastián Copons o la mía, tarde o temprano. Nada de eso cambió mis intenciones: seguía queriendo ser soldado. Pero lo cierto es que, después de Orán, consideré si no sería acertado plantearme la milicia más como un medio que como un fin; como una forma eficaz de afrontar, sostenido por el rigor de una disciplina -de una regla-, un mundo hostil que aún no conocía del todo, pero ante el que, intuía, iba a necesitar lo que el ejercicio de las armas, o su resultado, ponían a mi alcance. Y por la sangre de Cristo que tuve razón. Todo eso fue útil después, a la hora de afrontar los tiempos duros que vinieron, tanto para la infeliz España como para mí mismo, en afectos, ausencias, pérdidas y dolores. Y todavía hoy, a este lado de la frontera del tiempo y de la vida, cuando fui algunas cosas y dejé de ser muchas más, me enorgullezco de resumir mi existencia, como las de algunos hombres valientes y leales que conocí, en la palabra soldado. Pues no en vano, pese a que con los años llegué a mandar una compañía, e hice fortuna, y fui honrado como teniente y luego capitán de la guardia del rey nuestro señor -que no es mala carrera, cuerpo de Dios, para un vascongado huérfano y de Oñate-, firmé siempre cuanto papel particular salió de mis manos con las palabras alférez Balboa: el humilde grado que ostentaba el diecinueve de mayo de mil seiscientos cuarenta y tres, cuando, junto al capitán Alatriste y los restos del último cuadro de infantería española, sostuve nuestra vieja y rota bandera en la llanura de Rocroi.

V. LA SAETÍA INGLESA

Navegábamos hacia levante, día tras día, por el mar que los de la otra orilla llamaban bahar el-Mutauassit, siguiendo el camino inverso al que habían recorrido, para llegar hasta nuestra vieja España, las antiguas naves fenicias y griegas, los dioses de la Antigüedad y las legiones romanas. Cada mañana el sol naciente nos iluminaba la cara desde la proa de nuestra galera, y al caer la noche se hundía en la estela, dejándome una singular sensación de gozo; no sólo porque al extremo del viaje estuviese de nuevo Nápoles, paraíso del soldado y baúl inagotable de las delicias de Italia, sino porque aquel mar azul, sus rojos atardeceres, las mañanas tranquilas sin un soplo de brisa, en que la galera, impulsada por la rítmica boga de la chusma, se deslizaba recta a través de un mar quieto como una lámina de metal bruñido, tejían lazos ocultos con algo que parecía estar en mi memoria, agazapado como una sensación o un recuerdo dormido. «De aquí venimos», oí murmurar en cierta ocasión al capitán Alatriste cuando pasábamos junto a una isla rocosa y desnuda, típica del Mediterráneo, en cuya cresta se adivinaban las antiguas columnas de un templo pagano; un paisaje muy diferente de las montañas leonesas de su infancia, o de las campas verdes de mi Guipúzcoa, o de las bárbaras peñas donde se había criado, saltando de risco en risco, la estirpe almogávar de Sebastián Copons -que lo miró, desconcertado, al oír aquello-. Pero yo, sin embargo, comprendí a qué se refería mi antiguo amo: al impulso lejano, benéfico, que a través de lenguas cultas, entre olivos, viñas, velas blancas, mármol y memoria, había llegado, como las ondas que hace una piedra preciosa al caer en un estanque de aguas calmas, hasta las orillas lejanas, insospechadas, de otros mares y otras tierras.

Habíamos subido de Orán a Cartagena con el resto de las naves del convoy; y tras avituallarnos en la ciudad que en su Viaje del Parnaso había elogiado Cervantes -«Con esto, poco a poco llegué al puerto / a quien los de Cartago dieron nombre»- levamos ferro en conserva con dos galeras de Sicilia; y tras montar el cabo de Palos nos engolfamos en la vuelta del griego cuarta a levante, que nos llevó en dos días hasta el despalmador de Formentera. De allí, dejando a nuestra mano izquierda Mallorca y Menorca, pusimos rumbo a Cagliari, en el sur de Cerdeña, donde arribamos sin novedad a los ocho días de abandonar la costa española, dando fondo junto a las salinas. Después, velas arriba y reavituallados de agua y carnaje, dimos popa al cabo Carbonara, y por la vuelta de levante cuarta al jaloque navegamos dos días a Trápana de Sicilia. Esta vez el camino se hizo ojo avizor, con buenos vigías en las gatas de los árboles trinquete y mayor, por tratarse de aguas con mucho tráfico de embarcaciones entre Berbería, Europa y Levante; que al ser cintura estrecha y embudo natural del Mediterráneo, de todas las naciones las frecuentan. Debíamos nuestra cautela tanto a precavernos de enemigos como a vigilar la aparición de posibles naves turcas, berberiscas, inglesas u holandesas a las que apresar; aunque en aquella ocasión ni Cristo ni nuestra bolsa quedaron servidos, pues no dimos con unos ni con otras. En Trápana, ciudad alargada en un cabo estrecho y puesta en la marina misma, que goza de razonable puerto -aunque con muchos arrecifes y secanos que tuvieron al piloto con la hostia en la boca y el escandallo en la mano-, nos despedimos de nuestra conserva y seguimos viaje solos, proejando y bogando, pues el viento era desfavorable, hasta tomar la vuelta de Malta, donde debíamos llevar despachos del virrey de Sicilia y a cuatro pasajeros, caballeros de la Orden de San Juan que a su isla se encaminaban.