Oídos los testigos, averiguada la información y hecho el proceso, estaba clara la sentencia. Allí no había de por medio patentes de corso, ni nada de lo que se observaba entre naciones honradas. Cosa que ocurría, por ejemplo, con los holandeses; a quienes, aunque enemigos por la guerra de Flandes, cuando eran capturados en las Indias o en el Mediterráneo, los tratábamos como prisioneros en buena guerra, dejando regresar a su patria a los que se rendían, poniendo al remo a los que peleaban después de arriar bandera, y ahorcando, eso sí, a los capitanes que intentaban volar la embarcación por no entregarla. Usos estos de buena crianza entre naciones civilizadas, que hasta los turcos cumplían sin reparo. Pero en los días que narro no estábamos en guerra con Inglaterra -la feluca era de Zaragoza de Sicilia, isla tan nuestra como Nápoles o Milán-, así que sus marinos no tenían derecho a proclamarse corsarios y saquear a súbditos del rey de España: eran simples piratas. De modo que las alegaciones del capitán Scruton, sobre que en Argel tenía patentes y acuerdos que lo autorizaban a correr aquellas aguas, no hicieron mella en el hosco tribunal que lo miraba, tomándole con ojo plático la medida del gaznate, mientras el cómitre de la Mulata preparaba, en atención a que el inglés resultó ser nada menos que de Plymouth, su mejor soga. Y cuando a la mañana siguiente la feluca y la saetía, marinada ésta por nuestra gente de cabo, izaron velas alargándose de la ensenada gracias a un maestral que amenazaba lluvia, el tal Roberto Scruton, súbdito de su majestad británica, colgaba de una cuerda en la torre de Lampedusa, con un cartel a los pies -escrito en castellano y turco- con las palabras: inglés, ladrón y pirata.
Los otros dieciocho hombres, once ingleses, cinco moros y dos turcos, fueron echados al remo y allí permanecieron, boga que boga para el rey de España, hasta que los azares del mar y de la guerra los fueron acabando. Según supe, aún quedaba alguno vivo cuando la Mulata, once años después, se fue a pique durante el combate naval de Génova contra los franceses, con los galeotes encadenados a sus bancos, pues nadie se entretuvo en desherrarlos. Para entonces ninguno de nosotros estábamos ya a bordo; y tampoco el moro Gurriato, quien de momento, con el refresco de los nuevos remeros, tuvo más tiempo libre, dándome ocasión de mantener con él conversaciones que contaré en el siguiente capítulo.
VI. LA ISLA DE LOS CABALLEROS
Malta, la isla de los caballeros corsarios de San Juan de Jerusalén, me impresionó por su aspecto y por su historia reciente. Las temibles galeras de la Religión, que así las llamábamos, eran azote de todo Levante, pues corrían el mar haciendo presas de turcos, ganando ricas mercaderías y numerosos esclavos. Odiada por cuantos profesaban la fe de Mahoma, la de San Juan era la última de las grandes órdenes militares de las Cruzadas, y sus miembros sólo debían obediencia al papa. Tras la caída de Tierra Santa se instalaron en Rodas; pero expulsados de allí por los turcos, nuestro emperador Carlos V les donó Malta a cambio del pago simbólico de un halcón cada año. Aquella cesión, el hecho de que fuésemos la nación católica más poderosa del mundo, y la cercanía de nuestros virreinatos de Nápoles y Sicilia -de esta última llegó el socorro durante el gran asedio del año mil quinientos sesenta y cinco-, anudaban fuertes lazos entre la Orden y España; y era frecuente que nuestras galeras navegasen juntas. Además, gran número de caballeros de Malta eran españoles. Todos tenían voto de atacar a los musulmanes allá donde estuviesen: duros, espartanos, seguros de no obtener cuartel en caso de ser apresados, despreciaban al enemigo hasta el punto de que cada una de sus galeras estaba obligada a atacar mientras la proporción fuese de una contra cuatro. En tales circunstancias es fácil comprender por qué la Orden de Malta miraba a España como principal valedor y sostén, pues éramos la única potencia que no daba tregua a turcos y berberiscos, mientras otras naciones católicas pactaban con ellos o buscaban con descaro su alianza. Las más desvergonzadas eran Venecia, siempre ambigua, y en especial Francia, que en la pugna con España había llegado a permitir que sus galeras navegaran en conserva con las turcas, y que la flota corsaria de Jaradín Barbarroja, con gran escándalo de toda Europa, invernase en puertos franceses mientras saqueaba las costas españolas e italianas, cautivando a miles de cristianos.
Consideren vuestras mercedes, por tanto, mi estado de ánimo cuando, tras haber pasado frente a la punta de Dragut y la formidable fortaleza de San Telmo, la Mulata echó el áncora en el puerto grande, entre el castillo de San Ángel y la península Sanglea. Desde allí podíamos divisar el escenario del espantoso asedio sufrido hacía sesenta y dos años; episodio que hizo el nombre de la isla tan inmortal como el de los seiscientos caballeros de diversas naciones y los nueve mil soldados españoles, italianos y ciudadanos de Malta que durante cuatro meses pelearon con cuarenta mil turcos, de los que mataron a treinta mil, disputándoles cada palmo de tierra y perdiendo fuerte tras fuerte en sangrientos combates cuerpo a cuerpo, hasta no quedar más que los reductos del Burgo y Sanglea, donde resistieron los últimos supervivientes.
Como soldados viejos que eran, tanto el capitán Alatriste como Sebastián Copons contemplaban aquellos lugares con el respeto de quienes imaginaban bien, por oficio, la tragedia que allí se había vivido. Tal vez por eso observé que permanecían silenciosos todo el tiempo, desde que una falúa nos llevó a través del brazo de agua del puerto grande hasta el pie de la puerta del Monte, y bajo sus dos torreoncillos entramos en la ciudad nueva de La Valetta -llamada así en memoria del gran maestre que la había construido tras dirigir la defensa de Malta durante el asedio-. Recuerdo el recorrido por la ciudad de calles polvorientas aunque bien alineadas y casas con miradores de celosía y azoteas, que hicimos guiados por un botero maltés al que dimos una moneda. Mirándolo todo con recogimiento casi religioso, seguimos primero la muralla en línea recta hasta la iglesia mayor, torciendo luego a la derecha hacia el suntuoso palacio del maestre de la Orden y su bella plaza contigua, con la fuente y la columna. Después llegamos a la cortadura del foso de San Telmo, al otro lado del cual se alzaba la impresionante arquitectura estrellada del fuerte. Y junto al puente levadizo sobre el que ondeaba la bandera roja con la cruz de ocho puntas de la Religión, el botero, cuyo padre había peleado en el asedio, nos contó en su mezcla de italiano, español y lengua franca, cómo aquél había intervenido, junto con otros marineros del Burgo, en el transporte de caballeros voluntarios españoles, franceses, italianos y alemanes desde San Ángel hasta el asediado San Telmo, y cómo cada noche rompían en botes y a nado el bloqueo turco para cubrir las terribles bajas de la jornada, sabiendo que el camino era sólo de ida e iban a una muerte segura. También nos contó que la última noche fue imposible pasar las líneas turcas, y los voluntarios tuvieron que volverse; y cómo al amanecer, desde los fuertes de Sanglea y San Miguel, los allí sitiados con el maestre La Valette vieron anegarse San Telmo bajo una marea de cinco mil turcos, lanzados al postrer asalto contra los doscientos caballeros y soldados, casi todos españoles e italianos, que maltrechos, llagados y heridos tras cinco semanas peleando día y noche, batidos por dieciocho mil disparos de cañón, resistían entre los escombros. Remató el botero su relato detallando cómo los últimos caballeros, heridos y sin fuerzas para sostenerse un punto más, se retiraron sin volver espaldas hacia el último reducto de la iglesia, matando y muriendo como leones acorralados; pero al ver que los turcos, furiosos por el precio de la victoria, no respetaban vida de ninguno de cuantos alcanzaban, salieron de nuevo a la plaza para morir como quienes eran; de manera que seis de ellos -un aragonés, un catalán, un castellano y tres italianos-, abriéndose paso a cuchilladas entre la turba de enemigos, aún pudieron arrojarse al mar queriendo ganar a nado el Burgo, mas fueron en el agua presos. Y que la cólera de Mustafá bajá fue tanta -había perdido seis mil hombres sólo en San Telmo, incluido el famoso corsario Dragut- que mandó crucificar en maderos los cadáveres de los caballeros, y haciéndoles una cruz en el pecho con dos tajos de cimitarra, dejó que la corriente los llevara al otro lado del puerto, donde seguían resistiendo Sanglea y San Miguel, y luego compró todos los cautivos y los hizo degollar sobre las murallas. Bárbaro acto al que el gran maestre correspondió matando a los prisioneros turcos, y lanzando sus cabezas con los cañones al campo enemigo.