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Ésa fue la historia que nos contó el botero. Y cuando hubo terminado nos quedamos en silencio, pensando en lo que acabábamos de escuchar. Hasta que, al rato, Sebastián Copons, que apoyado en el antepecho de piedra arenisca miraba ceñudo el foso que circundaba el fuerte a nuestros pies, miró al capitán Alatriste.

– Lo mismo algún día terminamos igual, Diego… Crucificados.

– Puede. Pero te aseguro que vivos, no.

– Ridiela. Eso te lo firmo ya.

Me sobresaltó aquello, pero no exactamente de miedo ante la idea, por poco grata que fuese. Yo entendía bien de qué hablaban Copons y el capitán, y sabía de sobra, a tales alturas de mi vida, que casi todos los hombres somos capaces de lo peor, y de lo mejor. Mas era verdad que allí, en la incierta frontera de aquellas aguas levantinas, la crueldad humana -y nada es más humano que la crueldad- se dilataba en inquietantes posibilidades, y no sólo por parte turca. Había rencores difíciles de explicar, enquistados en la memoria: viejos odios, asuntos de familia que aquella luz, sol y aguas azules mantenían calientes. Para nosotros, españoles venidos de razas antiguas, con una historia reciente de muchos siglos de matar moros o matarnos entre nosotros, no era igual degollar a ingleses forasteros que vérnoslas con turcos, berberiscos o gente propia de las naciones que orillábamos aquellas aguas. Al capitán Roberto Scruton y sus piratas nadie había dado vela en nuestro entierro; aquellos forasteros intrusos estaban de más, y acogotarlos en Lampedusa no había sido más que un trámite, un acto de higiene familiar, un despiojarnos de garrapatas antes de seguir con nuestras verdaderas cuentas pendientes: turcos, españoles, berberiscos, franceses, moriscos, judíos, moros, venecianos, genoveses, florentines, griegos, dálmatas, albaneses, renegados, corsarios. Vecinos del mismo patio mestizo. Gente de idéntica casta, entre la que no era descabellado compartir un vaso de vino, una carcajada, un insulto rotundo y pintoresco, una broma macabra, antes de crucificarse o intercambiar cabezas a cañonazos con imaginación y saña. Con buen, viejo y sólido odio mediterráneo. Pues nadie se degüella mejor y más a gusto que quien harto se conoce.

Regresamos al Burgo al atardecer, cuando el polvo suspendido en el aire y los últimos rayos de sol teñían de rojo los muros de la fortaleza de San Ángel como si fueran de hierro incandescente. Antes de embarcar habíamos paseado otro largo rato por las calles rectas y empinadas de la ciudad nueva, visitando el puerto de Marsamucetto, que está por el lado de poniente, y los albergues o cuarteles famosos de Aragón y de Castilla, este último con su bella escalinata; que en la ciudad cada uno tiene su albergue según las siete lenguas, pues así las llaman ellos, en que se reparten los caballeros de la Orden: los citados Aragón y Castilla -que son de nación española-, Auvernia, Provenza y Francia -las tres de nación francesa-, Italia y Alemania. El caso es que, regresando, echamos pie a tierra en la marina junto al foso del Burgo, donde están las tabernas de marineros y soldados de la ciudad vieja. Y como quedaba más de media hora para la oración, momento en que debíamos recogernos a la galera, decidimos soslayar la mazamorra de a bordo remojando la gorja por nuestra cuenta y masticando algo cristiano en un bodegoncillo. Y allí nos instalamos, en torno a un barril que hacía de mesa, con una mano de carnero en vinagre, chuletas de puerco, un pan de bazar de dos cuartales y un golondrino de vino tinto de Metelín valiente como un Roldan; que, por cierto, nos recordó el de Toro. Mirábamos el vaivén de gente: los hombres morenos de piel y con carácter y costumbres a la siciliana, hablando su lengua mezclada con palabras viejas que venían de los cartagineses; y las mujeres, que allí son bellas aunque rehuyen por honestidad la compañía masculina, y salen de casa cubiertas con mantos negros y pardos a causa de sus parientes y maridos, que son celosos como los españoles, y aún más; costumbre que nos viene a todos de los moros y sarracenos. En ésas estábamos los tres, flojo el arnés, cuando unos soldados y gente de cabo de un bajel veneciano, que bebían cerca, compraron a un santero, que paseaba con su caja de mercancía colgada al cuello, unas piedras de San Pablo, que en Malta son de mucha devoción -es leyenda que el santo naufragó allí- porque tienen fama de curar mordeduras de alacranes y serpientes.

Entonces fui imprudente. Yo no era mozo descreído, pero sí sobrio en cuestiones de fe, como me había enseñado a ser el capitán Alatriste. Y con la insolencia de mi juventud no pude evitar una sonrisa cuando vi que uno de los venecianos mostraba a sus compañeros, muy satisfecho, una de tales piedras engarzada en un cordón; con tan mala fortuna que advirtió mi gesto, mortificándose. No debía de ser hombre sufrido, pues torciendo la boca se me encaró con mal talante, viniéndose a mí con una mano apoyada en el pomo de la temeraria y sus compañeros haciéndole espaldas.

– Discúlpate -me aconsejó entre dientes el capitán Alatriste.

Lo miré de reojo, asombrado de su tono áspero y de que me hiciese tragar el desafuero; aunque, reflexionando en frío, concluí que tenía razón. No por miedo a las consecuencias -aunque eran seis, y nosotros tres-, sino porque el filo de las avemarías resultaba hora menguada para meterse en querella, y porque tener cuestión con venecianos, y en Malta, podía traer consecuencias. Las relaciones entre nosotros y la Serenísima de San Marcos no eran buenas, los incidentes en el Adriático por cuestiones de preeminencia y soberanía resultaban frecuentes, y cualquier chispa quemaba pólvora. De modo que, tragándome el orgullo, sonreí forzado al veneciano para quitarle hierro al asunto, diciendo, en la lengua franca que usábamos los españoles por aquellos mares y tierras, algo así como mi escusi, siñore, no era cuesto con voi. Pero el veneciano no amainó vela, sino al contrario. Envalentonado por lo que creyó mansedumbre, y por la diferencia numérica, se echó el pelo hacia atrás -lo llevaba largo como columpio de liendres, a diferencia de los españoles, que lo usábamos corto desde tiempos del emperador Carlos- y me maltrató de palabra con mucha bellaquería, llamándome ladrón ponentino, cosa que escuece a cualquiera, y más a un guipuzcoano. Y ya iba a ponerme en pie, desatinado, metiendo mano para desatar la sierpe, cuando el capitán, que seguía impasible, me sujetó por un brazo.

– El mozo es joven y no conoce las costumbres -dijo en castellano y con mucha calma, mirando al veneciano a los ojos-. Pero con mucho gusto pagará a vuestra merced una jarra de vino.