Fue entonces cuando le pregunté por la cruz tatuada en la mejilla, y por aquella leyenda de que su gente había sido cristiana en otro tiempo, incluso mucho después de la llegada de los musulmanes al norte de África y la caída de España cuando los visigodos, con Tariq, Muza y la traición del conde don Julián. De esos nombres nada sabía, respondió tras un breve silencio. Pero sí era verdad que su abuelo y su padre le habían contado que su tribu, los azuagos Beni Barrani, era diferente a las otras, pues nunca había llegado a convertirse a la fe de Mahoma. Luego de mucho guerrear en las montañas perdieron casi todas las costumbres cristianas, quedando como gente sin dios y sin patria. Por eso los otros moros siempre desconfiaron de ellos.
– ¿Y por eso lleváis una cruz en la cara?
– No estoy seguro. Mi padre decía que era señal de cuando los godos, para distinguirnos de otras tribus paganas.
– El otro día hablaste de una campana escondida en las montañas…
– Tidt. Verdad. Una campana grande, de bronce, en una cueva. Yo nunca la vi, aunque me contaron que llevaba escondida ocho o diez siglos, desde que llegaron los musulmanes… También había libros muy antiguos que ya nadie podía leer, del tiempo de los vándalos, o de antes.
– ¿Escritos en latín?
– No sé qué es el latín. Pero nadie podía leerlos ya.
Sobrevino un silencio. Yo imaginaba a aquellos hombres aislados en las montañas, fieles a una fe que, con el paso de los siglos, se les escapaba entre los dedos. Repitiendo símbolos y gestos cuyo significado habían olvidado hacía mucho tiempo. Beni Barrani, recordé, significaba sin patria. Hijos de extranjeros.
– ¿Por qué vienes con nosotros?
El moro Gurriato se removió un poco en el contraluz suave del fanal de popa. Parecía incómodo con la pregunta.
– Suerte -dijo al fin-. Un hombre debe caminar mientras pueda. Ir a lugares que estén lejos y volverse sabio… Quizá así comprenda mejor.
Me apoyé en un filarete, realmente interesado.
– ¿Qué es lo que debes comprender?
– De dónde vengo. Pero no hablo de las montañas donde nací.
– ¿Y qué importa eso?
– Saber de dónde vienes ayuda a morir.
Hubo otro silencio, roto por las voces de rutina cambiadas entre el proel de guardia y el timonero, señalando aquél que todo estaba limpio delante. Después volvimos a oír sólo el crujido de las entenas y el rumor del agua bajo la galera.
– Pasamos la vida al filo de la muerte -añadió al poco el moro Gurriato-, pero mucha gente no lo sabe. Sólo los assen, los hombres sabios, lo saben.
– ¿Tú eres sabio?… ¿O quieres serlo?
– No. Sólo soy un Beni Barrani -la voz de mi interlocutor sonaba serena, sin reticencias-. Y ni siquiera vi con mis ojos la campana de bronce, ni los libros que nadie era capaz de leer… Por eso necesito otros hombres que me señalen el camino, como esa aguja mágica que tenéis ahí.
Hizo un movimiento hacia popa, sin duda para señalar el escandelar, donde en la penumbra se adivinaba el rostro del marinero de guardia iluminado desde abajo por la caja de marear. Asentí.
– Ya veo… Ésa es la razón de que eligieras al capitán Alatriste para hacer tu viaje.
– Verdad.
– Pero él sólo es un soldado -objeté-. Un guerrero.
– Un imyahad, sí. Por eso te digo que es sabio. El mira su espada cada día al abrir los ojos, y la mira cada día antes de cerrarlos… Sabe que morirá y está preparado. ¿Comprendes?… Eso lo hace distinto a otros hombres.
Antes del alba, la palabra morir adquirió significados inmediatos. El viento, que hasta entonces había sido moderado y favorable, sopló con fuerza, entablándose un griego fuerte que amenazaba arrimarnos demasiado a la costa. Así que se despertó a la chusma a puros anguilazos, calóse la palamenta, y con todo el mundo al remo fuimos adentrándonos poco a poco en la mar picada y revuelta, mientras los rociones saltaban sobre la corulla mojando a la gente de los bancos, que era gran lástima verla empapada y medio desnuda, echando los bofes sobre el remo. Tampoco marineros y grumetes paraban de un lado a otro, blasfemando y rezando a partes iguales, mientras, excepto algunos privilegiados que pudieron instalarse en los pañoles, la enfermería y la cámara, la gente de guerra nos arrebujábamos tumbados en las ballesteras como Dios daba a entender, apretados unos con otros y agarrándonos durante las arfadas, entre vómitos y peseatales, cuando la galera hundía el espolón en el seno de una ola y el agua nos entraba de parte a parte. Poco servicio hacían las ruanas y lonas que nos echábamos por encima, pues a la mucha mar terminó sumándose una lluvia fría y fuerte que acabó de calarnos a todos, y el viento impedía extender el toldo de la galera.
De tal modo, a fuerza de remo -se rompieron cinco o seis ese día-, nos adentramos en el mar cosa de una legua, esfuerzo en que empleamos toda la mañana. Y fue curioso observar cómo, cuando el cómitre comentó la posibilidad de que algunos soldados echásemos una mano en la boga en caso de que todo fuese a más, para evitar ser empujados por el viento contra la costa, elevóse un coro de protestas de quienes eso oyeron, arguyendo que ellos eran gente de armas y por tanto hidalgos, y que ni en sueños pondrían las manos en un remo mientras el rey nuestro señor no los rematase a galeras y Dios quisiera evitarlo. Que antes preferían, dijo alguno, ahogarse como gatos recién paridos, pero con la honra intacta, que salvarse con menoscabo de ella; y que los hijos de sus madres mejor se dejarían hacer rodajas que verse reducidos, siquiera un rato, a la bellaca condición de galeotes. Con lo que de momento no hubo más que hablar, y todo siguió como estaba: la gente de guerra agrupada en las ballesteras, tiritando empapada, revesando, orando y renegando del universo, y los forzados a lo suyo, boga que boga, dejándose la piel bajo los culebrazos del cómitre y su ayudante.