Выбрать главу

A media tarde, por suerte para todos, roló el griego a jaloque; de modo que pudimos trincar los remos, y con la lona maestra aferrada y el viento largo se izó una vela pequeña en el árbol de trinquete, haciendo una buena marcha de vuelta al rumbo adecuado. El problema era que seguía cayendo un agua recia, tormentosa, cual si se hundiera el mundo; y así, alternándose lluvia y rachas de viento duro, con relámpagos a lo lejos, íbamos por la fosa de San Juan de orza larga y con toda la gente en popa para no clavar el espolón, acercándonos al estrecho de Mesina a una velocidad, según calculó el piloto, de cuatro millas por cada vuelta de ampolleta. Para agravar el negocio, cerró negra la noche y dificultó averiguar nuestra posición, de manera que teníamos por delante, a ciegas, las peligrosas Scilla y Caribdis; que desde Ulises eran, con mal tiempo, el peor sitio del mundo y espanto de los navegantes. Pero la mucha mar y el cansancio de la chusma no permitían barloventear ni mantenernos lejos. En ésas estábamos, embocado el embudo del estrecho y sin poder ya volvernos, aunque quisiéramos, cuando algunos hombres aseguraron ver una luz en tierra; y el piloto y el capitán Urdemalas, tras mucho conciliábulo, decidieron jugársela a cara o cruz sobre si aquél era el fuego de la torre de la ciudad de Mesina o el del faro, que dista casi dos leguas a tramontana. Por lo que, dejando arriba la vela pequeña, calóse de nuevo palamenta, pitó el cómitre intentando hacerse oír por encima del aullido del viento en la jarcia, y nuestros forzados, moro Gurriato incluido, bogaron mientras el timonero, luchando con las guiñadas del mar que nos entraba de popa, procuraba mantener el espolón apuntado a la lejana luz. Arribamos en la oscuridad y mucho más aprisa de lo que deseábamos, con el paternóster en la boca, agarrados a donde podíamos, confiando en no toparnos con un seco o una piedra y dar al través. Y así hubiera sido de no ocurrir lo que muchos dijeron milagro y otros fortuna de mar; y fue que, apagada de pronto, quizás por la mucha agua, la luz de la torre que nos guiaba cuando ya estábamos cerca de la que, según el piloto, era ciudad de Mesina, y habiendo rolado de nuevo el viento al griego, nos vimos a oscuras, aunque algo más sosegado el mar, buscando la bocana del puerto. Y de no ser porque en ese instante un relámpago nos descubrió el fuerte de San Salvador a tiro de pistola por la proa, dando lugar a meter el timón a la banda, habríamos ido a él sin remedio, perdiéndonos cuando teníamos la salvación en la punta de los dedos.

VII. VER NÁPOLES Y MORIR

La noche era bermeja, con el Vesubio tiñéndolo todo desde la distancia con aquella luz indecisa, fantasmal, que volvía rojiza hasta la claridad de la luna que se alzaba en el lado opuesto de la ciudad. El relieve y las sombras de Nápoles, sus edificios, alturas y torres, la tierra y el mar, quedaban así extrañamente iluminados desde dos puntos distintos, desquiciadas las sombras, creando un paisaje tan irreal como el de los lienzos que Diego Alatriste había visto arder, fuego real sobre el fuego pintado, durante los saqueos de Flandes.

Respiró con deleite el aire tibio y salino mientras se ajustaba en la cintura, sin prisa, el cinturón con la espada y la daga. No llevaba capa. Pese a lo avanzado de la hora -pasaba la de las ánimas-, la temperatura permanecía agradable. Eso, con la singular claridad nocturna, daba a la ciudad un gentil aspecto, propicio a la melancolía. Un poeta como don Francisco de Quevedo habría sacado algunos versos buenos o malos de aquello; pero Alatriste no era poeta, y sus únicos versos propios eran cicatrices y una docena de recuerdos. Así que se caló el sombrero, y tras mirar a uno y otro lado -las noches en lugares apartados como aquél no eran seguras ni para el diablo- echó a andar oyendo el ruido de sus pasos, primero sobre las piedras oscuras del empedrado y luego amortiguados en la tierra arenosa de Chiaia. Mientras caminaba sin prisa, atento a las sombras que podían esconderse entre las barcas de pescadores varadas junto al mar, veía recortarse negro sobre rojo, al extremo de la larga playa, la colina de Pizzofalcone y la fortaleza del Huevo que se adentraba en el mar tranquilo. No había ni una sola luz en las casas, ni un hacha encendida en las calles. Tampoco un soplo de brisa. La antigua Parténope dormía embozada en fuego, y Alatriste sonrió ensimismado bajo el ala ancha del chapeo, recordando. Aquella misma luz, propia de cuando el viejo volcán removía un poco las entrañas, iluminó en otro tiempo buenos lances de su juventud soldadesca.

Hacía ya diecisiete años, reflexionó. En el año diez del siglo había conocido Italia por vez primera, tras el abismo de horror de la cuestión morisca en las montañas y playas de España. Soldado de galeras corsarias -leventes, los llamaban los turcos-, con los ricos botines de las islas griegas y la costa otomana al alcance de todo hombre con arrestos para ir a buscarlos, los seis años del primer servicio en el tercio de Nápoles se contaban entre los mejores de su existencia: bolsa repleta entre viaje y viaje, hosterías y tabernas de Mergelina y del Chorrillo, comedias españolas en el corral de los Florentinos, buen vino, mejor comida, clima sano, vida de guarnición en los pueblos de los alrededores bajo emparrados y árboles frondosos, en compañía de gentiles camaradas y hermosas mujeres. Allí había conocido a un futuro grande de España que prestaba servicio en las galeras napolitanas como aventurero -los jóvenes nobles adquirían así reputación-: el conde de Guadalmedina, hijo del otro, el viejo, que fue general suyo en Flandes cuando lo de Ostende.

Guadalmedina, nada menos. Mientras caminaba por la orilla del mar, Alatriste se preguntó si, allá en su palacio de Madrid, Álvaro de la Marca sabría que él estaba de nuevo en Nápoles. Eso, suponiendo que al señor conde, amigo y confidente del rey Felipe Cuarto, se le diera un ardite la suerte del hombre que en el año catorce, en las Querquenes, lo cargó a la espalda, herido, llevándolo de vuelta a las naves con el agua por la cintura y los alarbes acosándolos como perros. Pero se daban demasiadas cosas entre aquel momento y éste, incluidas cuchilladas nocturnas ante cierta casa de Madrid y algunos golpes junto al río Manzanares.

«Mierda de Cristo.»

La blasfemia brotó en sus adentros, vuelto el rostro a un lado tras chasquear la lengua con desazón. El recuerdo de Guadalmedina, a quien no había vuelto a ver desde la escaramuza de El Escorial, le enturbiaba el seso y el orgullo. Para aclararlos, mudó el pensamiento a cosas más agradables. Estaba en Nápoles, qué diablos. En plenas delicias de Italia, con salud y con ruido de armas reales en la bolsa. Allí tenía finos camaradas, Sebastián Copons aparte -se holgaba de haber recobrado al aragonés-, de los de buen mascar y mejor sorber, con los que un hombre que se vistiera por los pies podía, sin reparo, partir la capa. Uno de los tales era también Alonso de Contreras: el más antiguo de todos, pues con él, apenas cumplidos trece años, se había alistado como paje tambor en los tercios que iban a Flandes. Alatriste y Contreras habían vuelto a encontrarse en Italia diez años después, luego en Madrid y ahora, de nuevo, en Nápoles. El bravo Contreras seguía como siempre: valeroso, locuaz y algo fanfarrón; punto este engañoso y de mucho peligro para quien no lo conociera a fondo. Conservaba el empleo de capitán, tenía buena reputación desde que Lope de Vega escribiera una comedia famosa sobre él -El rey sin reino-, y había estado yendo con las galeras de Malta a incursiones por la costa de Morea y el Egeo, nunca del todo rico, pero tirando con buena pólvora. El duque de Alburquerque, virrey de Sicilia, acababa de darle el mando de la guarnición de Pantelaria, isla a medio camino de Túnez, con una fragatilla para hacer corso si se aburría. Lo que, dicho en palabras de Contreras, no era hacerlo más rey que Lope, pero sí darle un mando pagado, ameno y de confianza.

Siguió camino Alatriste por la playa. Antes de llegar a las alturas y murallas de Pizzofalcone subió por la cuesta de la izquierda. Al cabo, y tras cruzar un portillo que permanecía franco toda la noche cerca de la puerta de Chiaia, se adentró, con las cautelas de rigor, en las calles de la ciudad. Entre dos esquinas, la entrada de una bayuca lo iluminó al pasar. Dentro se oía el rasgueo de una guitarra, voces españolas e italianas y risas de hombres y mujeres. Sintió la tentación de vérselas con medio azumbre, pero continuó camino. Era tarde, estaba cansado y mediaba un trecho hasta el cuartel llamado de los españoles, extenso barrio donde tenía posada. Además, ya había bebido suficiente para apagar la sed -no era lo único apagado, pese a Dios-, y él sólo escurría el jarro hasta el fondo cuando los demonios danzaban en su corazón y su memoria, lo que esa noche no era el caso. Sus recuerdos recientes estaban más cerca del paraíso que del infierno. La idea lo hizo sonreír de nuevo, y al pasarse dos dedos por el mostacho sintió en ellos el aroma de la mujer cuya casa dejaba atrás. Era bueno, pensó, seguir vivo y hallarse otra vez en Nápoles.