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– El apellido Alquézar nos trae mala suerte -dijo.

– Ella es asunto mío -respondí.

Lo vi negar de nuevo, el aire ausente. Parecía pensar en cualquier otra cosa. Mantenía los ojos fijos en el cruce de nuestra calle -la posada estaba en la cuesta de los Tres Reyes-con la de San Mateo, donde unas mulas sujetas a argollas de la pared estercolaban de cagajones el suelo, entre una covacha donde se vendía carbón, picón y astillas, y una grasería llena de manojos e hileras de velas de sebo. El sol estaba alto, y la ropa tendida de ventana a ventana, que goteaba sobre nuestras cabezas, alternaba rectángulos de luz y sombra en el suelo.

– No fue sólo asunto tuyo en las mazmorras de la Inquisición, ni cuando lo del Niklaasbergen -el capitán hablaba quedo, cual si más que dirigirse a mí pensara en voz baja-. Tampoco lo fue en el claustro de las Minillas, ni en El Escorial… Implicó a amigos nuestros. Murió gente.

– El problema no era Angélica. La utilizaron.

Volvió el rostro hacia mí, lentamente, y se quedó mirando la carta que yo aún tenía en la mano. Bajé los ojos, incómodo. Luego doblé el pliego, guardándolo en el bolsillo. Había quedado lacre del sello roto en mis uñas, y parecía sangre seca.

– La amo -dije.

– Eso ya lo escuché una vez, en Breda. Habías recibido una carta como ésa.

– Ahora la amo más.

El capitán permaneció callado otro rato largo. Apoyé un hombro en la pared. Mirábamos pasar a la gente: soldados, mujeres, mozos de posada, criados, esportilleros. El barrio entero, construido por particulares desde el siglo anterior a iniciativa del virrey don Pedro de Toledo, albergaba a buena parte de los tres mil soldados españoles del tercio de Nápoles, pues sólo un corto número cabía en los barracones militares. El resto se alojaba allí, como nosotros. Ortogonal, homogéneo y promiscuo, aquél no era un lugar bello sino práctico: carente de edificios públicos, casi todo eran posadas, hospederías y casas de vecinos con cuartos en alquiler, en inmuebles de cuatro y hasta cinco pisos que ocupaban todo el espacio posible. Era, en realidad, un inmenso recinto militar urbano poblado por soldados de paso o de guarnición, donde convivíamos -algunos se casaban con italianas o con mujeres venidas de España y tenían hijos allí- con los vecinos que alquilaban alojamientos, nos procuraban de comer y se sostenían, en suma, de cuanto la milicia gastaba, que no era poco. Y aquel día, como todos, mientras el capitán y yo charlábamos en la puerta de la posada, sobre nuestras cabezas había mujeres parlando de ventana a ventana, viejos asomados y fuertes voces resonando dentro de las casas, donde se mezclaban los diversos acentos españoles con el cerrado acento napolitano. En ambas lenguas gritaban también unos chicuelos desharrapados que martirizaban con mucha bulla a un perro, calle arriba: le habían atado un cántaro roto al rabo y lo perseguían con palos, al grito de perro judío.

– Hay mujeres…

Eso empezó a decir el capitán, pero calló de pronto, fruncido el ceño, como si hubiera olvidado el resto. Sin saber por qué, me sentí irritado. Insolente. Hacía doce años, en aquel mismo cuartel de los españoles, con harto vino en el estómago y harta furia en el alma, mi antiguo amo había matado a su mejor amigo y marcado, con un tajo de daga, la cara de una mujer.

– No creo que vuestra merced pueda darme lecciones sobre mujeres -dije, alzando un punto el tono-. Sobre todo aquí, en Nápoles.

Al maestro, cuchillada. Un relámpago helado cruzó sus ojos glaucos. Otro habría tenido miedo de aquella mirada, pero yo no. Él mismo me había enseñado a no temer a nada, ni a nadie.

– Ni en Madrid -añadí-, con la pobre Lebrijana llorando mientras María de Castro…

Ahora fui yo quien dejó la frase a la mitad, algo fuera de temple, pues el capitán se había levantado despacio y me seguía mirando fijo, muy de cerca, con sus ojos helados que parecían agua de los canales de Flandes en invierno. Pese a sostenerle la mirada con descaro, tragué saliva cuando vi que se pasaba dos dedos por el mostacho.

– Ya -dijo.

Contempló su espada y su daga, que estaban sobre el taburete. Pensativo.

– Creo que Sebastián tiene razón -dijo tras un instante-. Has crecido demasiado.

Cogió las armas y se las ciñó a la cintura, sin prisa. Lo había visto hacerlo mil veces, pero en esa ocasión el tintineo del acero me erizó la piel. Al cabo, muy en silencio, cogió el chapeo de anchas alas y se lo caló, ensombreciéndose el rostro.

– Eres todo un hombre -añadió al fin-. Capaz de alzar la voz y de matar, por supuesto. Pero también de morir… Procura recordarlo cuando hables conmigo de ciertas cosas.

Seguía mirándome como antes, muy frío y muy fijo. Como si acabara de verme por primera vez. Entonces sí que tuve miedo.

Las ropas tendidas arriba, de lado a lado de las calles estrechas, parecían sudarios que flotaran en la oscuridad. Diego Alatriste dejó atrás la esquina empedrada de la amplia vía Toledo, iluminada con hachas en los cantones, y se adentró en el barrio español, cuyas calles rectas y empinadas ascendían en tinieblas por la ladera de San Elmo. El castillo se adivinaba en lo alto, aún vagamente enrojecido por la luz amortiguada y lejana del Vesubio. Tras el desperezo de los últimos días, el volcán se adormecía de nuevo: ya sólo coronaba el cráter una pequeña humareda, y su resplandor rojizo se limitaba a un débil reflejo en las nubes del cielo y en las aguas de la bahía.

Apenas se sintió a resguardo entre las sombras, dejó de contenerse y vomitó gruñendo como un verraco. Permaneció así un rato, apoyado en la pared, inclinada la cabeza y el sombrero en una mano, hasta que las sombras dejaron de balancearse alrededor y una agria lucidez sustituyó los vapores del vino; que a esas horas resultaba mescolanza mortal de greco, mangiaguerra, latino y lacrimachristi. Nada de extraño había en ello, pues venía de pasar la tarde y parte de la noche solo, de taberna en taberna, rehuyendo a los camaradas que topaba en el viacrucis, sin abrir la boca para otra cosa que no fuese pedir más jarras. Bebiendo como un tudesco, o como quien era.

Miró atrás, hacia la embocadura iluminada de la vía Toledo, en busca de testigos importunos. Después de ásperas reprimendas, el moro Gurriato había dejado de seguirlo a cada paso, y a esas horas debía de estar durmiendo en el modesto barracón militar de Monte Calvario. No había un alma a la vista, de manera que sólo el ruido de sus pasos lo acompañó cuando se puso el sombrero y anduvo de nuevo, orientándose por las calles en sombras. Cruzó la vía Sperancella, desembarazada la empuñadura de la espada, buscando el centro de la calle para evitar algún mal encuentro en un soportal o una esquina, y siguió camino arriba hasta cruzar bajo los arcos donde se estrechaba el paso. Torciendo a la derecha, anduvo hasta rebasar la plazuela con la iglesia de la Trinidad de los Españoles. Aquel barrio de Nápoles le traía recuerdos buenos y malos, y estos últimos habían sido removidos de mala manera esa misma tarde. Pese al tiempo transcurrido seguían ahí, vivos y frescos, cual mosquitos negándose a perecer en el vino. Y toda la sed del mundo no bastaba para acabarlos.

No era sólo matar, ni marcar la cara de una mujer. No era cuestión de remordimientos, ni de achaques que pudiera aliviar entrando en una iglesia para arrodillarse ante un cura, en el caso improbable de que Diego Alatriste entrase en ellas para otra cosa que no fuera acogerse a sagrado con la Justicia a las calcas. En sus cuarenta y cinco años de vida había matado mucho, y era consciente de que aún mataría más antes de que llegase la vez de pagarlas todas juntas. No. El problema era otro, y el vino ayudaba a digerirlo, o vomitarlo: la certeza helada de que cada paso que daba en la vida, cada cuchillada a diestra o siniestra, cada escudo ganado, cada gota de sangre que salpicaba su ropa, conformaba una niebla húmeda, un olor que para siempre se pegaba a la piel como el de un incendio o una guerra. Olor de vida, de años transcurridos sin vuelta atrás, de pasos inciertos, dudosos, alocados o firmes, cada uno de los cuales determinaba los siguientes, sin modo de torcer el rumbo. Olor de resignación, de impotencia, de certeza, de destino irrevocable, que unos hombres disimulaban con fantásticos perfumes, mirando hacia otro lado, y otros aspiraban a pie firme, cara a cara, conscientes de que no había juego, ni vida, ni muerte, que no tuviera sus reglas.