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– Se prepara otra incursión a Levante -Contreras había adoptado un aire confidencial-. Lo sé porque me han pedido a Gorgos, el piloto, y también llevan días consultando mi famoso Derrotero Universal, donde se detallan palmo a palmo, o casi, aquellas costas… Detalle ese que me honra, pero me revienta. Desde que el príncipe Filiberto pidió mi obra magna para copiarla, no he vuelto a verla. Y cuando la reclamo, esas sanguijuelas vestidas de negro, semejantes a cucarachas, me dan largas… ¡Mala vendimia les dé el diablo!

– ¿Irán galeras o bajeles? -se interesó Alatriste.

Con un suspiro resignado, Contreras olvidó su derrotero.

– Galeras. Nuestras y de la Religión, tengo entendido – La Mulata es una de ellas. Así que tenéis campaña a la vista.

– ¿Larga?

– Razonable. Dicen que un mes o dos, más allá del brazo de Mayna. Quizá hasta las bocas de Constantinopla… Donde, si mal no recuerdo, vuestra merced no necesita piloto.

Hizo una mueca Alatriste, correspondiendo a la ancha sonrisa de su amigo, mientras dejaban atrás el muelle grande y embocaban la explanada entre la Aduana y el imponente foso de Castilnuovo. La última vez que Alatriste había estado frente a los Dardanelos, el año trece, su galera fue apresada por los turcos cerca del cabo Troya, llena de muertos y asaeteada hasta la entena; y él, herido grave en una pierna, se había visto liberado con los supervivientes casi a la altura de los castillos, cuando la nave turca que lo capturó fue apresada a su vez.

– ¿Sabe vuestra merced quién más va?

Se llevaba una mano al ala del sombrero, a fin de saludar a unos conocidos, tres arcabuceros y un mosquetero, que estaban de facción en el portillo de la rampa del castillo. Contreras hizo lo mismo.

– Según Machín de Gorostiola, que es quien me lo ha contado, hay previstas tres galeras nuestras y dos de la Religión. Machín embarca con sus vizcaínos, y por eso lo sabe.

Llegaron a la explanada, donde hacia la plaza de palacio y Santiago de los Españoles aún rodaban coches, pasaban caballerías y caminaban grupos de vecinos de vuelta de la quema de moriscos, comentando las incidencias con mucha animación. Una docena de chicuelos desfiló junto a ellos con paso militar. Llevaban en alto, en la caña de una escoba, la aljuba ensangrentada y rota de un corsario.

–  La Mulata -prosiguió Contreras- la reforzarán con más gente… Creo que embarcan Fernando Labajos y veinte arcabuceros buenos, gente vieja, todos de vuestra bandera.

Alatriste asintió, satisfecho. El alférez Labajos, teniente de la compañía del capitán Armenia de Medrano, era un veterano duro y eficaz, muy hecho a las galeras, con el que tenía buena relación. En cuanto al capitán Machín de Gorostiola, mandaba una compañía integrada exclusivamente por naturales de Vizcaya: gente muy sufrida, cruel y recia en el combate. Lo que pintaba incursión seria.

– Me acomoda -dijo.

– ¿Llevaréis al mozo?

– Supongo.

Contreras se retorcía el mostacho, con manifiesta melancolía.

– Daría cualquier cosa por acompañaros, porque echo en fáltalos buenos tiempos, amigo mío… Leventes del rey católico, nos llamaban los turcos. ¿Os acordáis?… Sombreros llenos de monedas de plata hasta la badana, lances famosos, lindas quiracas… Vive Dios que daría Lampedusa, mi hábito de San Juan y hasta la comedia que me hizo Lope, por tener otra vez treinta años… iQué tiempos, pardiez, los del gran Osuna!.

La mención del infeliz duque los puso serios a los dos, y ya no abrieron la boca hasta llegar a la calle de las Carnicerías, frente a los jardines del palacio virreinal. El gran Osuna había sido don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, con quien Alatriste había coincidido en los tiempos de Flandes, cuando el asedio de Ostende. Más tarde virrey de Nápoles y luego de Sicilia, el duque había sembrado el terror en los mares de Italia y Levante con las galeras españolas durante el reinado del tercer Felipe, haciéndolas respetar por turcos, berberiscos y venecianos. Escandaloso, alocado, estrafalario en su vida privada, pero estadista eficaz, guerrero afortunado en sus empresas, siempre ávido de gloria y de botín que luego derrochaba a manos llenas, supo rodearse de los mejores soldados y marinos, enriqueciendo a muchos en la Corte, monarca incluido; mas el ascenso fulgurante de su estrella le ocasionó, como era de rigor, resentimientos, envidias y odios que terminaron con su ruina y prisión tras la muerte del rey. Sometido a un proceso que nunca pudo concluirse, negándose a defenderse pues sostenía que para ello bastaban sus hazañas, el gran duque de Osuna había muerto de modo miserable en la cárcel, enfermo de achaques y tristeza, para aplauso y regocijo de los enemigos de España; en especial Turquía, Venecia y Saboya, a quienes había tenido a raya cuando las banderas negras con sus armas ducales asolaban victoriosas el Mediterráneo; siendo sus últimas palabras: «Si cual servía mi rey sirviera a Dios, fuera buen cristiano». Como epitafio, don Francisco de Quevedo, que había sido íntimo suyo -su amistad con Diego Alatriste databa de aquel tiempo en Nápoles- y uno de los pocos que le fueron fieles en la desgracia, escribió algunos de los más hermosos sonetos salidos de su pluma, entre ellos el que empezaba:

Faltar pudo su patria al grande Osuna, pero no a su defensa sus hazañas. Diéronle muerte y cárcel las Españas, de quien él hizo esclava la Fortuna.

… Y aquel otro cuyos versos reflejaban, mejor que un libro de Historia, el pago que la mezquina patria de don Pedro Girón daba de ordinario a sus mejores hijos:

Divorcio fue del mar y de Venecia, su desposorio dirimiendo el peso de naves, que temblaron Chipre y Grecia. ¡Ya tanto vencedor venció un proceso!

– Por cierto -dijo de pronto Contreras-. Hablando de vuestro joven compañero, tengo noticias.

Alatriste se había detenido a mirar a su amigo, sorprendido.

– ¿De Íñigo?

– Del mismo. Pero dudo que os gusten.

Y dicho aquello, Contreras puso a Diego Alatriste en antecedentes. Casualidades de la vida napolitana: cierto conocido suyo, barrachel de Justicia, había interrogado por otro asunto a un malandrín de los que frecuentaban el Chorrillo. Y a la primera vuelta de cordel, el fulano, que no tenía mucho cuajo y era de verbo fácil, había soltado la maldita y empezado a derrotar sin respiro de todo lo divino y lo humano. Entre otros pormenores, el suprascrito había referido que un tahúr florentín, habitual de tales pastos y más bellaco que jugar al abejorro, andaba reclutando esmarchazos para cobrarse, en carne y con cuchillada de catorce, una deuda de juego contraída en la plaza del Olmo por dos soldados jóvenes; uno de los cuales posaba donde Ana de Osorio, en el cuartel de los españoles.

– ¿Y está vuestra merced seguro de que se trata de Íñigo?

– Pardiez. Seguro sólo estoy de que un día tendré ciertos verbos cara a cara con el Criador… Pero la descripción y el detalle de la posada encajan como un guante.