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Alatriste se pasó dos dedos por el mostacho, sombrío. Instintivamente apoyaba la mano izquierda en la empuñadura de la espada.

– ¿El Chorrillo, decís?

– Equilicuá. Al parecer, el florentín frecuenta consolatorias en el barrio.

– ¿Y sopló ese fuelle su nombre?

– Un tal Colapietra. Por nombre Giacomo. Tunante y atravesadillo, dicen.

Siguieron caminando, en silencio Alatriste, fruncido el ceño bajo el ala del sombrero que le echaba sombra en los ojos glaucos y fríos. A los pocos pasos, Contreras, que lo observaba de reojo, soltó una carcajada.

– A fe de quien soy, amigo mío, que lamento zarpar ferro a la noche, con el terral… ¡O no os conozco, o el Chorrillo va a ponerse interesante uno de estos días!

Lo que se puso interesante aquella tarde fue nuestro cuarto de la posada, cuando, disponiéndome a salir para dar un bureo antes de las avemarías, entró el capitán Alatriste con una hogaza de pan bajo un brazo y una damajuana de vino bajo el otro. Yo estaba acostumbrado a adivinarle el talante, que no los pensamientos; y en cuanto vi el modo en que arrojaba el sombrero sobre la cama y se desceñía la espada, comprendí que algo, y no grato, le alborotaba la venta.

– ¿Sales? -preguntó al verme vestido de calle.

Yo iba, en efecto, muy galán: camisa soldadesca con cuello a la valona, almilla de terciopelo verde y jubón abierto de paño fino -comprado en la almoneda de ropa del alférez Muelas, muerto en Lampedusa-, greguescos, medias y zapatos con hebillas de plata. En el sombrero estrenaba toquilla de seda verde. Y respondí que sí; que Jaime Correas me esperaba en una hostería de la vía Sperancella, aunque ahorré detalles sobre el resto de la singladura, que incluía un garito elegante de la calle Mardones, donde se jugaba fuerte a bueyes y brochas, y terminar la noche con un capón asado, una torta de guindas y algo de lo fino en casa de la Portuguesa, un lugar junto a la fuente de la Encoronada donde había música y se bailaba el canario y la pavana.

– ¿Y esa bolsa? -preguntó, al verme cerrar la mía y meterla en la faltriquera.

– Dinero -respondí, seco.

– Mucho parece, para salir de noche.

– Lo que lleve es cosa mía.

Se me quedó mirando pensativo, una mano en la cadera, mientras digería la insolencia. Lo cierto es que nuestros ahorros mermaban. Los suyos, puestos en casa de un platero de Santa Ana, bastaban para pagar la común posada y socorrer al moro Gurriato, que no poseía otra plata que los aros que llevaba en las orejas: aún no había cobrado su primera paga y sólo tenía derecho, soldado nuevo, a alojarse en barracón militar y al rancho ordinario de la tropa. En cuanto a mi argén, del que nunca el capitán pidió cuentas, había sufrido sangrías de estocada; tales que, de no soplar buen viento en el juego, de allí a poco iba a verme más seco que mojama de almadraba.

– Que te apuñalen en una esquina también es cosa tuya, imagino.

Me quedé con la mano, que alargaba para coger mi espada y daga, a medio camino. Eran muchos años a su lado, y le conocía el tono.

– ¿Os referís a las posibilidades, capitán, o a algún puñal concreto?

No contestó enseguida. Había abierto la damajuana para servirse tres dedos de ella en una taza. Bebió un poco, miró el vino, atento a la calidad de lo que le había vendido el tabernero, pareció satisfecho y volvió a beber de nuevo.

– Uno puede hacerse matar por muchas cosas, y nada hay que objetar a eso… Pero que te despachen de mala manera y por deudas de juego, es una vergüenza.

Hablaba tranquilo y con mucha pausa, mirando todavía el vino de la taza. Quise protestar, pero alzó una mano interrumpiéndome la intención.

– Es -concluyó- indigno de un hombre cabal y de un soldado.

Amohiné el semblante. Que en un vascongado, aunque la verdad adelgace, nunca quiebra.

– No tengo deudas.

– Pues no es eso lo que me han dicho.

– Quien os lo haya dicho -repuse, fuera de mí- miente como Judas mintió.

– ¿Cuál es el problema, entonces?

– No sé a qué problema os referís.

– Explícame por qué quieren matarte.

Mi sorpresa, que debió de pintárseme en el sobrescrito, era del todo sincera.

– ¿A mí?… ¿Quién?

– Un tal Giacomo Colapietra, fullero florentín, habitual del Chorrillo y la plaza del Olmo… Anda alquilándote cuchilladas.

Di unos pasos por el cuarto, desazonado. De pronto sentía un calor enorme bajo la ropa. No esperaba aquello.

– No es una deuda -dije al fin-. Nunca las tuve hasta hoy.

– Cuéntamelo, entonces.

Le expliqué, en pocas palabras, cómo Jaime Correas y yo le habíamos descornado al tahúr la flor a media partida, cuando pretendía darnos garatusa con naipes de puntas dobladas, y cómo nos habíamos ido sin dejarle el dinero.

– Y no soy un niño, capitán -concluí.

Me estudió de arriba abajo. El relato no parecía mejorar su opinión del asunto. Si era cierto que, a menudo, mi antiguo amo no hacía asco a sorber cuanto se le escanciaba delante, no lo era menos que apenas lo habían visto con una baraja. Despreciaba a quienes ponían al azar el dinero que, en su oficio, pagaba una vida o el acero que la quitaba.

– Tampoco eres un hombre todavía, por lo que veo.

Aquello me puso fuera de filas.

– No todos pueden decir eso -opuse, picado-. Ni yo lo consentiría.

– Puedo decirlo yo.

Me miraba con el mismo calor que lo que crujía bajo nuestras botas en los inviernos de Flandes.

– Y a mí -añadió tras una pausa densa como el plomo- me lo consientes.

No era un comentario, sino una orden. Buscando una respuesta digna que no me rebajase, miré mi espada y mi daga cual si apelara a ellas. Mostraban, como las armas del capitán, marcas en hojas, guardas y cazoleta. Y aunque no tantas como él, yo también tenía cicatrices en la piel.

– He matado…

A varios hombres, quise añadir, pero me contuve. Empecé a decirlo y callé de pronto, por pudor. Sonaba a bernardina tabernaria, de valentón.

– ¿Y quién no?

Torcía el mostacho en una mueca irónica, despectiva, que me revolvió los bofes.

– Soy soldado -protesté.

– Soldado se dice cualquier tornillero… En los garitos, las tabernas y las manflas los hay a patadas.

Aquello me indignó casi hasta las lágrimas. Era injusto y atroz. Quien decía tal me había visto a su lado en el portillo de las Ánimas, en el molino Ruyter, en el cuartel de Terheyden, en el Niklaasbergen, en las galeras corsarias y en veinte lugares más.

– Vuestra merced sabe que no soy de ésos -balbucí.

Inclinó a un lado la cabeza y miró el suelo, como si fuera consciente de haber ido demasiado lejos. Luego, bruscamente, bebió un sorbo de vino.

– Muy dispuesto está a errar quien no admite el parecer de otros -dijo, la taza entre los dientes-… Aún no eres el hombre que crees ser, ni tampoco el que debes ser.

Eso terminó por añublarme del todo. Desatinado, volviéndole la espalda, me ceñí toledana y vizcaína y cogí el sombrero, camino de la puerta.

– No el hombre que yo desearía que fueras -añadió todavía-. O el que le habría gustado a tu padre.

Me detuve en el umbral. De pronto, por alguna extraña razón, me sentía por encima de él, y de todo.

– Mi padre…

Repetí. Después señalé la damajuana que estaba sobre la mesa.

– Al menos, él murió a tiempo de que yo nunca lo viera borracho, cogiendo zorras por las orejas y lobos por la cola.

Dio un paso hacia mí. Uno sólo. Con ojos de matar. Yo aguardé a pie firme, haciéndole cara, pero se quedó en ese lugar, mirándome muy fijo. Entonces cerré despacio la puerta a mi espalda y salí de la posada.

A la mañana siguiente, mientras el capitán estaba de guardia en Castilnuovo, dejé el cuarto y fui con mi baúl al barracón de Monte Calvario.

De don Francisco de Quevedo