a don Diego Alatriste y Tenorio
Bandera del señor capitán Armenta de Medrano
Posta militar del Tercio de Nápoles
Queridísimo capitán:
Aquí sigo, en la Corte, bienquisto de los grandes y consentido de las damas, con buen favor de todos cuantos conviene, aunque el tiempo no pasa en balde y me encuentro cada vez más tartamudo de zancas y achacoso de portante. Mi único lunar es el nombramiento del cardenal Zapata como inquisidor general, al que mi viejo enemigo el padre Pineda calienta las orejas para incluir mis obras en el Índice de libros prohibidos. Pero Dios proveerá.
El rey sigue bueno y doctrinándose en el ejercicio de la caza (de toda clase de caza), cosa natural a sus floridos años; el conde-duque se aúpa con cada escopetazo de nuestro segundo Teodosio; con lo que todos contentos. Pero el sol sale para reyes y villanos: mi anciana tía Margarita está en trance de pasar a mejor vida, mucho me sorprendería que por sus últimas voluntades no quedara yo también aupado para buen trecho. Por lo demás no hay acá otra novedad, tras la bancarrota de enero, que estar cercada la casa del Tesoro por los de siempre, que son todos alguno más, sin contar genoveses, y esos judíos portugueses a los que el conde-duque tan aficionado se muestra; que si malo es cuando el Turco baja, peor es cuando un banquero sube. Pero mientras los galeones de Indias lleguen puntuales con plata y rubio galán en sus bodegas, en España todo seguirá resumiéndose en traigan acá esa bota, fríanme retacillos de marranos, sorba y o, y ayunen los gusanos. Lo de siempre.
Del barrizal flamenco no os digo nada, porque en Nápoles, entre gente del oficio, gozaréis de información suficiente. Baste decir que aquí los catalanes siguen negando al rey subsidios para la guerra, y se enrocan en sus fueros y derechos; que mal futuro auguran algunos para tanta contumacia. De cara a una futura guerra, que con Richelieu amo del Louvre parece inevitable tarde o temprano, a Francia le irían bien alborotos por esa parte; pues es notorio que el diablo mete la cola donde no puede meter las manos. Respecto a vuestras correrías por el vinoso piélago, cada vez que aquí se publica alguna relacioncilla sobre si nuestras galeras han hecho esto o lo otro, imagino que vuestra merced anduvo en esa danza escabechando turcos, me place. Muerda el polvo el otomano, gane vuestra merced laureles, botines, o que lo vea, lo goce y lo beba.
Como duelos serenos con libros son menos, os mando con esta carta un ejemplar de mis Sueños para distraer vuestros bélicos reposos. Es tinta fresca, pues acaba de enviármelo de Barcelona el impresor Sapera. Dádselo a leer a nuestro joven Patroclo, a quien edificará su lectura; pues nada contiene, según el censor frai Tomás Roca, contrario a la fe católica a las buenas costumbres; de lo que supongo os holgáis tanto como yo. Confío en que Iñigo se conserve sano a vuestro lado, prudente ante vuestro consejo disciplinado bajo vuestra autoridad. Abrazadle de mi parte, diciéndole que sus negocios en la Corte navegan con próspero viento, que si nada nos hace dar al través, su ingreso en los correos reales será cosa hecha en cuanto regrese acreditado de miles gloriosus. Encarecedle no descuide, aparte adornarse con mis letras, las de Tácito, Homero o Virgilio; pues aunque se revista con el arnés del mismo Mearte, en el tráfago del mundo la pluma sigue siendo más poderosa que la espada. Y de harto más consuelo a la larga, que al cabo no son iguales cisnes que patos.
Hay más asuntos en curso que no puedo contaros por carta, pero todo se andará, amanecerá Dios medraremos. Baste decir que se me consultan experiencias italianas que tuve en tiempos del grande liorado Osuna. Pero el negocio es delicado y requiere mucho tiento para contároslo, aparte hallarse todavía en agraz. Por cierto, circula el rumor de que un viejo y peligroso amigo vuestro, al que dejasteis en manos de la Justicia, no fue ejecutado secretamente como se dijo. Más bien (os lo expongo con reservas sin confirmación ninguna) habría comprado su vida al precio de ciertas informaciones valiosas sobre razones de Estado. Ignoro el punto en que se halla tal negocio, pero no estará de más que echéis un vistazo a vuestra espalda de vez en cuando, por si oís silbar.
Tengo más cosas que contaros, pero esperaré a mi siguiente carta. Termino ésta con recuerdos de la Lebrijana, a cuya taberna acudo de vez en cuando para honrar vuestra ausencia con unas migas de las que con tan buena mano adoba, y una jarra de San Martín de Valdeiglesias. Sigue gallarda, de buen talle y mejor cara, y devota de vuestra merced hasta las trancas. También envían saludos los habituales: el dómine Pérez, el licenciado Calzas, el boticario Fadrique y Juan Vicuña, que por cierto ha sido abuelo. Martín Saldaña parece repuesto al fin, tras casi un año indeciso entre éste y el otro barrio por la estocada que le disteis en el Rastro y ya vuelve a pasear su vara de teniente de alguaciles como si nada. A Guadalmedina me lo encuentro en Palacio, pero siempre evita hablar de vuestra merced. Estos días suena mucho para embajador en Inglaterra, o Francia.
Cuidaos mucho, querido capitán. Y preservad al chico para que goce de largos y bienaventurados años. Os abraza con afecto vuestro amigo
Francisco de Quevedo
Era media tarde y el Chorrillo empezaba a animarse, como solía. Diego Alatriste recorrió la plazuela en forma de arco mientras observaba a la gente sentada ante las tabernas, abundantes al socaire del establecimiento que daba nombre al lugar: una hostería famosa que le traía muchos y viejos recuerdos. El nombre del Chorrillo era una españolización del italiano Cerriglio, que así se llamaba en verdad la hostería situada bajo Santa María la Nueva; y cuyo buen cartel, en lo tocante a vino, comida y vida alegre, databa del siglo viejo. Desde los tiempos legendarios de Pavía y el saco de Roma, o casi, el lugar era frecuentado por soldados y por gente en espera de enrolarse, o que tal decía, contándose entre semejante cáfila numerosos picaros, buscavidas y fanfarrones de la hoja; hasta el punto de que el mote de chorrillero o churullero era usual en Nápoles y toda España para referirse al militar español, o que de tal se las daba, que ponía más empeño en clavar unos dados y escurrir pellejos de vino que en clavar una espada en un turco o acuchillar el cuero de un luterano. Gente, en suma, a la que se oía decir «qué trances hemos pasado, camarada, y qué tragos», y sólo lo de los tragos era de creer.
Sin detenerse, Alatriste saludó a algunos conocidos. Pese a que la temperatura era agradable, llevaba un herreruelo de paño pardo puesto sobre el jubón, a fin de disimular la pistola que cargaba atrás, metida en el cinto. A esa hora y con sus intenciones, la precaución no estaba de más, aunque el detalle de la pistola no estuviese directamente relacionado con las cataduras de algunos desuellacaras de los que por allí se movían. Quedaban un par de horas de luz, momento en que cada tarde empezaba a darse cita gente de toda broza: valentones y bravos de la chanfaina, habituales de la cárcel de Vicaría o de la prisión militar de Santiago, que solían pasar la mañana en las gradas de Santa María la Nueva, viendo ir a misa a las mujeres, y los atardeceres y las noches acogidos al sagrado de las tabernas mientras discutían las condiciones de tal o cual alistamiento; y sacando el capitán general que cada español llevaba dentro, discutían estratagemas y tácticas, afirmando cómo debió ganarse tal batalla o por qué llegó a perderse aquella otra. Casi todos eran compatriotas que la milicia o el buscar la vida llevaban a Nápoles, y muchos con tales fieros que, aunque en su tierra hubieran sido zapateros de viejo, allí blasonaban de linaje; lo mismo que tantas meretrices españolas que, por carretadas, llegaban apellidándose Mendozas y Guzmanes, y por cuya causa hasta sus colegas italianas exigían el tratamiento de señoras. Todo eso daba pie a que spañolata fuese vocablo usual en lengua italiana para designar la pomposidad o la fanfarronería: