Yo tengo muchos dineros en las Córdubas, Sivilias. Mios paires, cavalteros siñores de las Castillas.
Tampoco faltaban en el paraje naturales de la tierra, amén de sicilianos, sardos y gente de otras partes de Italia; todos ellos en florida jábega de cortadores de bolsas, monederos falsos, tahúres, capeadores, desertores, rufianes y otra morralla que en tal patio de Monipodio se congregaba entre blasfemias, perjurios y desatinos. De manera que el nombre del Chorrillo de Nápoles podía citarse, sin menoscabo de reputación, junto a lugares ilustres como las gradas de Sevilla, el Potro de Córdoba, La Sapienza de Roma o el Rialto de Venecia.
Por tan honrado lugar, y dejando la hostería a la espalda, tomó Alatriste la calleja llamada de los escalones de la Piazzeta, tan estrecha que apenas podían pasar al mismo tiempo dos hombres con espadas. El olor a vino de los tugurios que allí tenían su entrada, de donde salía ruido de conversación y cantos de borrachos, se mezclaba con el de los orines y las inmundicias. Y llegando casi arriba, al apartarse para no pisar lo que no debía, el capitán estorbó, sin pretenderlo, el paso a dos soldados que bajaban. Vestían a la española, aunque moderados: sombreros, espadas y botas.
– Váyase enhoramala a incomodar a otra parte -rezongó uno de ellos, en castellano y malhumorado, con ademán de seguir adelante.
Alatriste se pasó despacio, casi pensativo, dos dedos por el mostacho. Era gente cuajada, militar sin duda. En la treintena larga. El que había hablado era bajo y fornido, con acento gallego. Llevaba guantes de precio, y la ropa, aunque cortada sobria, parecía buen paño. El otro era alto y escurrido, de aire melancólico. Los dos lucían mostachos en caras muy bien rasuradas, y calaban chapeos con plumas.
– Lo haría con mucho gusto -respondió con sencillez-, y en vuestra compañía, además, si no tuviera otras ocupaciones.
Los dos hombres se habían detenido.
– ¿En nuestra compañía?… ¿Para qué? -preguntó desabrido el más bajo.
Encogió los hombros Alatriste, como si la respuesta fuera de oficio. En realidad, se dijo, no quedaba otra. Siempre la perra reputación.
– Para discutir un par de puntos de esgrima… Ya saben: compás, líneas rectas, vuelta de puño y todo eso.
– A fe mía -murmuró el más bajo.
No dijo a fe de caballero, que era lo usual en quienes estaban lejos de serlo. Alatriste advirtió que los dos lo estudiaban con mucho detenimiento y no pasaban por alto la buena toledana que llevaba en la cintura, la daga cuya empuñadura asomaba tras el riñón izquierdo -su mano correspondiente la rozaba como al descuido-, ni las cicatrices que tenía en la cara. La pistola no podían verla, oculta como estaba por el faldón del herreruelo, pero también estaba allí. Suspiró en sus adentros. Aquello no estaba previsto, pero las cosas eran lo que eran. Y no había más. En cuanto a la pistola, esperaba no verse obligado a dispararla. Más amigo de prevenir que de ser prevenido, la llevaba encima para otro menester.
– Mi amigo está de mal talante -terció el soldado alto, conciliador-. Acaba de tener un problema ahí arriba.
– Lo que yo tenga es cosa mía -dijo el otro, hosco.
– Pues lamento decir a vuestra merced -respondió Alatriste con mucha flema- que si no cambia de modales, tendrá un problema más.
– Mire vuestra merced lo que habla -repuso el más alto- y no se engañe por cómo viste mi compañero… Le sorprendería saber cómo se llama.
Alatriste, que escuchaba sin apartar los ojos del más bajo, encogió los hombros.
– Entonces, para evitar confusiones, vístase como se llama, o llámese como se viste.
Se miraron los otros, indecisos, y Alatriste apartó unas pulgadas la mano izquierda de la empuñadura de la vizcaína. Aquellos dos, se convenció, tenían maneras de gente cabal. No parecían apuñaladores de callejón, o por la espalda. Y desde luego, tampoco de los que hacían cola, los días de paga, para cobrar cuatro escudos en el tarazanal. Bajo las ropas de soldados se olfateaba gente fina: limpios, serios; entretenidos de algún noble o general, ventureros de buena familia que servían un tiempo en la milicia para darse brillo. Flandes e Italia estaban llenos de ellos. Se preguntó cuál habría sido el conflicto que malhumoraba al más bajo y fuerte. Una mujer, tal vez.
O mala racha en el juego. Aun así, el motivo se le daba un ardite: cada cual tenía sus propios fastidios.
– En cualquier caso -añadió, ofreciendo una salida honorable-, tengo un asunto urgente que atender ahora.
El más alto pareció aliviado al oír aquello.
– Nosotros entramos de servicio dentro de dos horas -comentó.
Su acento también era peninsular de allá arriba, aunque más seco. Asturiano, quizás. Y el tono era veraz, sin que sonara a excusa. Digno. Todo podía haber terminado allí, pero su compañero no compartía ese ánimo conciliador. Miraba a Alatriste con la oscura tenacidad de un perro de presa que, furioso tras perder un zorro, se atreviera con un lobo:
– Hay tiempo de sobra.
Alatriste volvió a acariciarse el mostacho. Aquélla no era feria de ganancia. Enredarse a mojadas con uno de esos individuos, o con los dos, podía ocasionarle disgustos. Le habría gustado dejar las cosas como estaban, mas ya no era fácil. Complicaba las cosas el puntillo de honra de cada cual. Y él mismo empezaba a irritarse por la contumacia del fulano.
– Pues no malgastemos verbos -dijo, resuelto.
– Considere vuestra merced -apuntó el alto, todavía comedido- que no puedo dejar solo a mi compañero. También tendría que batirse conmigo… Después, claro. En caso de que…
– Basta de palabras -lo interrumpió el otro, encarándose con Alatriste-. ¿Adonde vamos?… ¿A Piedegruta?
Lo miró Alatriste muy fijo, tomándole la medida. Ahora sentía reales ganas de meterle al gallito importuno una cuarta de acero en las asaduras. Por la sangre de Dios que, de ahí a poco, sería cosa hecha. Y al acompañante, de barato: dos al precio de uno, campo a través. Así les cobraría, al menos, las molestias.
– La puerta Real está más cerca -propuso-. Y tiene un pradillo discreto, pidiendo a gritos que alguien se tumbe en él.
El más alto suspiró con resignación.
– Este señor soldado necesitará un testigo -dijo a su compañero-… No vayan a decir que lo asesinamos entre dos.
Una sonrisa distraída torció la boca de Alatriste. Aquello era razonable, y considerado. El duelo estaba prohibido en Nápoles por premáticas reales, y quien las transgredía iba a la cárcel, o a la horca si no tenía quien le valiera; pero siempre resultaba descargo atenerse a las reglas, y más si con gente de cierta calidad era el negocio. Todo, concluyó, sería cosa de matar a uno -al más bajo, sin duda- y dejar al otro en condiciones de contar que se habían batido de bueno a bueno. Aunque, sin testigos, igual podía matarlos a los dos, y si te he visto no me acuerdo.
– Podemos arreglarlo de camino, si tienen la hidalguía de aguardar un momento -señaló hacia lo alto de la calleja, donde ésta hacía un codo a la derecha-… Tengo un asunto que resolver ahí.
Asintieron los otros, tras mirarse entre ellos algo desconcertados. Entonces, dándoles la espalda con mucha calma -la vida le había enseñado a quién dársela y a quién no, y confiaba en no errar al respecto-, Alatriste subió los últimos escaloncillos de la cuesta mientras escuchaba los pasos de los españoles
venirle detrás. Pasos tranquilos, comprobó satisfecho de habérselas con gente razonable. Tras doblar el codo, cruzó un arco tan angosto como el resto de la calle, donde campeaba la muestra de una taberna. Comprobó las señas antes de pasar el umbral, y sin preocuparse más de sus sorprendidos acompañantes, se arriscó el sombrero y procuró que espada y vizcaína estuvieran como debían estar para salir sin embarazo. Luego se abrochó las presillas del coleto de búfalo que vestía bajo el herreruelo, palpó la pistola y entró en el local. Era una de las malas bayucas del lugar: un patio con porche donde estaban las mesas. Por el suelo de tierra picoteaban gallinas. Los parroquianos eran una veintena y no de buena estampa, italianos de aspecto. En alguna mesa jugaban naipes, con algún mirón de pie que lo mismo podía estar disfrutando de las partidas que haciéndole a los incautos el espejo de Claramonte.