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Eché un vistazo a la banda de la galera. El capitán Alatriste se había despertado ya, y desde lejos lo vi sacudir su manta y doblarla antes de inclinarse sobre la regala y, con un balde atado a un trozo de cabo, subir agua de mar y remojarse la cara -en una galera el agua dulce era un bien precioso-, frotándose luego muy bien con un lienzo para evitar que la sal se quedara en la piel. Después, recostado en la batayola, sacó de la faltriquera un trozo de bizcocho seco, lo remojó con unas gotas del pellejo de vino que llevaba a medias con Sebastián Copons -nunca bebían de golpe su ración, sino que guardaban la mitad, administrándola- y se puso a morderlo, mirando el mar. Al cabo, cuando Copons, que dormía a su lado, empezó a removerse y alzó la cabeza, el capitán partió la mitad del bizcocho y se la dio. El aragonés masticó en silencio, el bizcocho en una mano y quitándose las legañas con la otra, y mi antiguo amo echó un vistazo alrededor. Entonces, cuando reparó en que yo estaba hacia la parte de popa y lo observaba, aparté la mirada.

Habíamos hablado poco desde Nápoles. El escozor de nuestra última conversación me incomodaba todavía, y durante los últimos días en tierra apenas llegamos a vernos, pues yo posaba en los barracones militares de Monte Calvario, junto al moro Gurriato, y para comer o beber evitaba las hosterías y bodegones que el capitán frecuentaba. Eso me sirvió, en cambio, para estrechar relación con el mogataz, que seguía -ahora no como buena boya, sino con soldada de cuatro escudos al mes- a bordo de la Mulata, donde ambos compartíamos el mismo rancho; y donde ya habíamos tenido ocasión de pelear juntos, aunque por corto espacio, durante la captura de una de las presas: un sambequín de albaneses y turcos que encontramos cuando hacíamos descubierta a levante de la isla de Milo; y que por estar metido en el canal de Argentera, con peligro de que nuestra galera diese en un seco, tomamos al abordaje con el esquife. Negocio ese de poco fuste, pues no llevaba otra carga que pieles sin curtir, y del que volvimos a bordo con doce hombres para echar al remo, sin pérdida de nuestra parte. En esa ocasión, y consciente de que el capitán Alatriste miraba desde lejos, salté al sambequín de los primeros, seguido por el moro Gurriato, y procuré distinguirme cuanto pude a la vista de todos; de manera que fui yo quien cortó las escotas de la presa para que nadie las cazara, y luego, llegándome al patrón entre los tripulantes que esgrimían chuzos y alfanjes -aunque sin mucho denuedo, pues flaquearon cuando nos vieron abordar-, dile tan buena cuchillada en los pechos que medio expiró el ánima, justo cuando abría la boca para pedir cuartel, o eso me pareció. Con lo que regresé a la galera en buena opinión de mis camaradas, más subido que un pavo real y mirando de soslayo al capitán Alatriste.

– Creo que deberías hablar con él -dijo el moro Gurriato.

Se había despertado y estaba junto a mí, revuelta la barba, brillante la piel por la grasa del sueño y la humedad del amanecer.

– ¿Para qué?… ¿Para pedirle perdón?

– No -se desperezó entre bostezos-. Digo hablar, sólo.

Me eché a reír con mala intención.

– Si tiene algo que decir, que venga él y me lo diga.

El moro Gurriato hurgaba entre los dedos de sus pies, minucioso.

– Tiene más años que tú, y más conocimiento. Por eso lo necesitas: sabe cosas que tú y yo no sabemos… Uah. Por mi cara que sí.

Me eché a reír, el aire suficiente. Sobrado como gallo a las cinco de la madrugada.

– Te equivocas, moro. Ya no es como antes.

– ¿Antes?… ¿Cómo era antes?

– Igual que mirar a Dios.

Me observaba con la curiosidad usual. Una de sus características singulares, y para mí la más simpática, consistía en la atención obstinada que dedicaba incluso a cosas de ínfima apariencia. Todo parecía interesarle: desde la composición de un grano de pólvora hasta los complejos resortes del corazón humano. Preguntaba, acogía la respuesta y opinaba luego, si era oportuno, con total seriedad, ajeno a reservas o preocupación. Sin dárselas de discreto, ingenioso ni valiente. Ecuánime ante la sensatez, la estupidez o la ignorancia de los demás, el mogataz poseía la paciencia infinita de alguien resuelto a aprender de todo y de todos. La vida escribe en cada cosa y cada palabra, le oí decir en cierta ocasión; y hombre de provecho es quien procura leer y escuchar en silencio. Extraña conclusión o filosofía en alguien como él, que no sabía leer ni escribir pese a conocer la lengua castellana, la turquesca y la algarabía moruna, amén de la lengua franca mediterránea, y a quien habían bastado unas semanas en Nápoles para iniciarse de modo razonable en la parla italiana.

– ¿Y ahora ya no se parece a Dios?

Seguía observándome con mucha atención. Hice un ademán vago, vuelto hacia el mar. Los primeros rayos de sol nos daban en la cara.

– Veo en él cosas que antes no veía, y ya no encuentro otras.

Movió la cabeza casi con pesadumbre. Tranquilo y fatalista como siempre, iba y venía entre el capitán Alatriste y yo, siendo nuestro único vínculo a bordo, aparte las necesidades del servicio; pues Copons, en su ruda tosquedad aragonesa, carecía de sutileza para mejorar el ambiente: sus torpes intentos de conciliación topaban con la contumacia de mi mocedad. El moro Gurriato, sin embargo, era tan poco instruido como Copons, pero más perspicaz. Me había tomado la medida y era paciente; por eso se mantenía, discreto, entre ambos, cual si facilitar ese contacto fuese un modo de pagar al capitán, que no a mí, una extraña deuda que la complicada cabeza del mogataz creía -y lo creyó toda su vida, hasta Nordlingen- tener pendiente con el hombre al que había conocido en la cabalgada de Uad Berruch.

– Alguien como él merece respeto -comentó, cual si concluyera un largo razonamiento interior.

– Yo también lo merezco, pardiez.

– Elkbadar -encogía los hombros, fatalista-. Suerte. El tiempo lo dirá.

Golpeé con un puño el filarete.

– No nací ayer, moro… Soy hombre e hidalgo como él.

Se pasó una mano por el cráneo afeitado, que se rasuraba cada día con navaja y agua de mar.

– Hidalgo, naturalmente -murmuró.

Sonreía. Sus ojos oscuros y dulces, casi femeninos, relucieron como los aros de plata en sus orejas.

– Dios ciega -añadió- a los que quiere perder.

– Al diablo con Dios y con todo.

– A veces damos al diablo lo que el diablo ya tiene.

Y dicho eso, levantándose, cogió un manojo de estoperol y anduvo por la crujía hacia el jardín, junto al espolón, en vez de proveerse como tantos hacían, acuclillado entre los bacalares de las bandas. Pues otra de las señas del moro Gurriato era ser pudoroso como la madre que lo parió.

– Puede que tengamos suerte -dijo el capitán Urdemalas-. Por lo que dicen, hace tres días el bajel aún estaba en Rodas.

Diego Alatriste mojó el mostacho en el vino que el capitán de la Mulata había hecho servir en la cámara de la carroza, a popa, bajo el toldo que había sido de rayas rojas y blancas y ahora estaba remendado y descolorido por el sol. El vino era bueno: un blanco de Malvasía parecido al San Martín de Valdeiglesias; y conociendo la avaricia proverbial de Urdemalas, famoso por ser más reacio a soltar un maravedí que el papa su anillo piscatorio, aquello auguraba acontecimientos interesantes. Entre sorbo y sorbo, Alatriste observó con disimulo a los otros. Además del piloto, que era un griego llamado Braco, y del cómitre de la galera, habían sido convocados el alférez Labajos y los tres cabos de tropa designados para regir a los ochenta y siete hombres de infantería que iban a bordo: el sargento Quemado, el caporal Conesa y el propio Alatriste. También se hallaba presente el maestre artillero que sustituía al mutilado en Lampedusa: un tudesco que juraba en castellano y bebía en vizcaíno, pero que manejaba moyanas, sacres, culebrinas y esmeriles con la soltura de un cocinero entre cazuelas.