– Se trata, por lo visto, de un barco grande. Una mahona de las que van sin remos, con aparejo de cruz. Y con alguna artillería… La escolta una galera de fanal guarnecida por jenízaros.
– Hueso duro de roer -dijo el cómitre al oír la palabra jenízaros.
El capitán Urdemalas lo miró con mala cara. Estaba de malhumor porque llevaba una semana sufriendo un dolor de muelas que le partía la cabeza, y no se atrevía a ponerse en manos del barbero de a bordo, ni de ningún otro.
– Peores hemos roído -zanjó.
El alférez Labajos, que ya había despachado su vino, se secaba el mostacho con el dorso de una mano. Era un malagueño joven, flaco y renegrido, competente en su oficio.
– Es de esperar que se defiendan bien. Si pierden a su pasajera, les va la cabeza.
El sargento Quemado se echó a reír.
– ¿De verdad es una mujer del Gran Turco?… Creía que no las dejaban salir del serrallo.
– Es la favorita del bajá de Chipre -explicó Urdemalas-. Dentro de un mes termina su mandato allí, y la envía por delante con parte de su dinero, criados, esclavos y ropa.
Quemado hizo amago de aplaudir, con mucha guasa. Era alto y seco, y en realidad se llamaba Sandino. Lo de Quemado le venía de cuando, en el pingüe asalto nocturno a la isla de Longo -saco de la ciudad, incendio de la judería y botín de casi doscientos esclavos-, un petardo le abrasó la cara mientras intentaba volar la puerta del castillo. Pese a su mal aspecto, o tal vez a causa de él, siempre estaba de broma. También era algo corto de vista, aunque nunca usaba lentes en público. ¿Cuándo viose Marte con espejuelos?, decía, entre risueño y fanfarrón.
– Gentil presa, por el siglo de mi abuelo.
– Si nos hacemos con ella, sí -admitió Urdemalas-. Bastaría para justificar la campaña.
– ¿Dónde están ahora? -preguntó el alférez Labajos.
– Han tenido que detenerse un tiempo en Rodas, y siguen camino, o están a punto.
– ¿Cuál es el plan?
El capitán de galera hizo una señal a Braco, el piloto, que desenrolló una carta de marear sobre la tablazón que hacía de mesa para trazar la derrota. Estaba dibujada a mano con mucho esmero, mostrando las islas del Egeo, la Anatolia y las costas de Europa. Por arriba llegaba hasta el canal de Constantinopla y por abajo hasta Candía. Con un dedo, Urdemalas fue recorriendo de abajo arriba la costa oriental del mapa.
– Don Agustín Pimentel quiere apresarlos antes de que pasen el canal de Xío, para no causar problemas a los frailes y la gente cristiana que vive allí… Según el piloto mayor Gorgos, el mejor sitio es entre Nicalia y Samo. Subiendo de Rodas es paso obligado, o casi.
– Son aguas muy sucias -apuntó Braco-. Hay bajos y piedras.
– Ya. Pero el piloto mayor las conoce bien. Y dice que lo natural, si la mahona lleva gente plática que conozca los secos, es que siga la ruta habitual entre la cadena de islas y tierra firme: más protegida de los vientos y más segura.
– Eso es lógico -admitió Braco.
Diego Alatriste y el caporal Conesa, que era un murciano bajito y gordo, miraban el mapa con mucho interés. Tales documentos no solían estar a su alcance; y como subalternos que eran, conocían lo inusual de ser convocados a consejo. Pero Alatriste era perro viejo, y leía la música. Hablaban de caza mayor, y convenía que todos estuviesen al corriente. Así, por mediación de los cabos, los jefes se aseguraban de que la tropa lo supiese todo de buena tinta, y eso alentara la empresa. Llegar a tiempo y tomar la mahona iba a exigir esfuerzo de todos. Unos soldados y marineros conscientes de lo que se jugaban obedecerían mejor que desinformados o descontentos.
– No sé si llegaremos a tiempo -aventuró el alférez Labajos.
Mostraba su vaso vacío, en la esperanza de que Urdemalas llamara al paje para servir más vino; pero el patrón de la Mulata hizo como que no advertía la cosa.
– El viento meltemi nos favorece -dijo-, y además tenemos los remos. El bajel turco es pesado, va a vela, proejando, y lo más que puede hacer la galera es remolcarlo en las bonanzas… Además, esta tarde refresca el tiempo, aunque nosotros seguiremos con el viento a favor. El piloto mayor cree que podemos darles caza a la altura de Patmos, o de la isla de los Hornos. Y los otros pilotos y capitanes están de acuerdo… ¿Verdad, Braco?
El griego movió la cabeza, afirmativo, mientras enrollaba de nuevo la carta de marear. Quemado quiso saber lo que pensaba del asunto la gente de Malta, y el capitán Urdemalas se lo dijo:
– A esos hideputas les da igual que sean una mahona y una galera, o cincuenta, con la mujer del bajá de Chipre o la de Solimán en persona… Con ellos, todo es oler galima y gotearles el colmillo. A más turcos, más ganancia.
– ¿Qué tal son los capitanes? -inquirió el sargento Quemado.
– Del francés no sé nada. Lleva a bordo caballeros de caravana y soldados de su nación, y también italianos, españoles y algún tudesco. Gente brava, como suelen. Pero al de la Cruz de Rodas sí lo conozco.
– Frey Fulco Muntaner -apuntó el cómitre.
– ¿El que estuvo en el Címbalo y Zaragoza?
– El mismo.
Algunos de los presentes enarcaron las cejas y otros asintieron. Hasta el mismo Alatriste tenía, por Alonso de Contreras, noticia de ese caballero español del hábito de San Juan. En el Címbalo, y tras perderse tres galeras de Malta por un temporal, Muntaner se había atrincherado con los náufragos en una isla, defendiéndose como tigres de los moros de Bizerta que desembarcaban en masa para capturarlos. Nada de qué admirarse, de todas formas; pues ni el más optimista caballero de la Religión esperaba cuartel de los mahometanos. Razón, entre otras, por la que cuando en la naval de Lepanto se represó la capitana de Malta tras verse abordada por un enjambre de galeras turcas, en ella sólo encontraron a tres caballeros vivos, heridos y rodeados por los cadáveres de trescientos enemigos. Eso había estado a pique de repetirse el año veinticinco del siglo nuevo, frente a Zaragoza de Sicilia, cuando el tal Muntaner, ya sexagenario, fue uno de los dieciocho supervivientes de la capitana de Malta, tras el sangriento combate que cuatro galeras de la Religión libraron allí con seis berberiscas. De modo que si los caballeros de la Orden, odiados y temidos por los enemigos, eran durísimos corsarios profesionales, frey Fulco Muntaner se contaba entre los más crudos. Desde que las cinco galeras se unieron en fosa de San Juan, Alatriste había tenido ocasión de verlo a menudo en la popa de la Cruz de Rodas, su capitana, calvo y con luenga barba cana, la cara deformada por cuchilladas y cicatrices, arengando a los hombres con voz de trueno, en su lengua de Mallorca.
El refrán de los arreboles se confirmó: hubo a la tarde agua; y a la noche, intervalos de viento meltemi y más agua, con una mareta revuelta que, pese a los fanales encendidos en cada popa, hizo que las cinco galeras nos perdiéramos de vista unas a otras. Eso permitió recorrer con rapidez las cuarenta millas que nos separaban de la isla Nicalia, aunque nos maltrató mucho y la gente de cabo pasó la noche atenta a las velas, con todos los demás, galeotes incluidos, agazapados en cubierta, ateridos de frío y cubriéndonos como podíamos de los rociones de mar. De ese modo seguimos en la vuelta de jaloque levante, y el siguiente amanecer, que fue tranquilo y con restos de chubascos alejándose sobre las cumbres altas y apeñascadas de la isla, nos alumbró frente a la punta del Papa, donde ya habían llegado dos de nuestra conserva, y durante la mañana se nos unieron las otras dos sin novedad. Nicalia, que otros llaman Nicaria -la isla donde Icaro cayó al mar-, es áspera y por sus rocas baja mucho torrente, aunque no tiene puerto ninguno; pero estando el tiempo de nuevo bonancible y la mar tranquila, pudimos arrimarnos a tierra y llenar a gusto pipas, cuarterolas y barriles. Que es mucha la necesidad continua de agua que, por tanta gente embarcada, tienen siempre las galeras.