Creíamos que a causa de los vientos norteños, contrarios para ella, la mahona de Chipre aún se encontraría en camino desde Rodas; y para confirmarlo estableció don Agustín Pimentel que cuatro galeras cubrieran el canal entre Nicalia y Samos, y la otra se destacase al sur para tomar lengua; pues una sola nave española llamaría menos la atención que cinco galeras juntas como aves de rapiña buscando presa. Además, los griegos que habitaban aquellas islas no parecían mejores que los otomanos; pues por no tener escuelas eran la gente más bárbara del mundo, sometida a la crueldad mahometana y capaz de vendernos a los turcos para congraciarse con ellos. Hacer la descubierta tocó a la Mulata, de modo que arrumbamos esa noche en la misma vuelta de jaloque levante, y al final de la guardia de alba entramos en la honda y protegida escala de Patmos, el mejor de los tres o cuatro buenos puertos que tiene la isla, al pie del monasterio fortificado de monjes cristianos que domina el lugar desde lo alto. Pasamos allí la mañana sin que se permitiera a nadie bajar a tierra, a excepción del capitán Urdemalas y el piloto Braco; que además de tomar lengua negociaron con los monjes el rescate de los judíos que iban al remo -ése fue el pretexto usado para justificar la recalada-, aunque acordaron no liberarlos sino más adelante, desembarcándolos en Nicalia con no sé qué excusas. De ese modo me quedé con las ganas de pisar la isla legendaria donde, desterrado por el emperador Domiciano, San Juan Bautista dictó a su discípulo Procoros el famoso Apocalipsis, último de los libros del Nuevo Testamento. Y hablando de libros, recuerdo que el capitán Alatriste pasó la jornada sentado en una ballestera, leyendo el libro de los Sueños que le había enviado a Nápoles don Francisco de Quevedo; que por ser de tamaño pequeño, en octavo, solía llevar en un bolsillo. Y aquel mismo día, aprovechando que lo dejó sobre su mochila por ir a hacer algo a proa, cogí el libro para darle un vistazo y encontré una página marcada donde podía leerse:
Vinieron la Verdad y la Justicia a la tierra; la una no halló comodidad por desnuda, ni la otra por rigurosa. Anduvieron mucho tiempo ansí, hasta que la Verdad, depuro necesitada, asentó con un mudo. La Justicia, desacomodada, anduvo por la tierra rogando a todos, y viendo que no hacían caso de ella y que le usurpaban su nombre para honrar tiranías, determinó volverse huyendo al Cielo…
El caso, como decía hablando de Patmos, fue que empleamos parte de aquel día en descansar, despiojarnos unos a otros y dar cuenta de un rancho de garbanzos hervidos con algo de bacalao -pues era viernes- la gente de cabo y guerra, y la chusma su mazamorra, bajo la tienda de lona que protegía la cámara de boga; ya que el sol pegaba fuerte, y el calor era tan bellaco que goteaba alquitrán de la jarcia. Volvieron después de mediodía nuestro capitán y el piloto con alegre semblante -ellos sí habían yantado bien con los monjes, incluido un vino del monasterio hecho con miel y azahar, que mala digestión les diera Dios-, pues no había noticias de que la mahona turca hubiese pasado todavía por allí. Se decía que la habían avistado, siempre en conserva con su galera de escolta, rodeando por levante la isla de Longo, con mucho trabajo en proejar por el viento adverso, pues era nave grande y pesada. Así que, en menos de lo que se tarda en contarlo, abatimos tienda, zarpamos ferro, y a boga arrancada acudimos a reunirnos con las otras galeras.
Durante dos días con sus noches, fanales apagados y ojo avizor, nos roímos las uñas hasta la raíz. El mar estaba plomizo y abonanzado, sin viento que trajera a la mahona ni a la perra turca que la parió. Por fin, una brisa de lebeche rizó la superficie del mar y nos acomodó la paciencia, pues con ella vino la orden de zafar rancho y ponerse todos a punto de guerra. Las cinco galeras estaban desplegadas con muy buena maña, casi al límite de la vista una de otra, cubriendo más de veinte millas con señales convenidas para cuando se avistara la presa. Teníamos a nuestra espalda la isla de los Hornos, en cuya montaña meridional, que descubría sus buenas leguas de mar, habíamos puesto a cuatro hombres con avío para hacer humo cuando apareciese una vela -isla esa, por cierto, de larga tradición corsaria, pues le venía el nombre de cuando el turco Cigala hacía cocinar allí el bizcocho para sus galeras-. Al sur habíamos destacado además, marinado por gente nuestra, un caique de griegos que apresamos para usar como explorador sin despertar sospechas de que el lobo anduviese en el hato. Pero lo singular de la emboscada era que, a fin de arrimarnos lo más posible al enemigo antes de empezar el combate, y evitar que el bajel jugase de lejos su artillería, habíamos disimulado el aspecto para asemejarnos a galeras turcas, acortando el árbol mayor, dando apariencia más recia y pesada a la entena y haciendo enteriza la gata de vigía. Que tales estratagemas ya las había señalado el propio Miguel de Cervantes, que de corso y galeras sabía algo:
Eso se completaba con banderas y gallardetes turcos, de los que íbamos provistos -como otros los llevaban nuestros- para tales ocasiones, y con vestidos otomanos para mostrar en los sitios más visibles de las naves. Lances eran ésos propios del peligroso juego que todas las naciones llevábamos en aquellas antiguas orillas, teatro del vasto ajedrez y suertes corsarias. Pues cuando hay ocho o diez cañones apuntándote, ganar tiempo no es precisamente menudillo de conejo; y más cuando te asestan la artillería de lejos y sólo cabe bogar fuerte, apretar los dientes y llegar vivo al abordaje para cobrártelo en carne. Que si cuando la Gran Armada en el canal de la Mancha se hubiera dado combate franco de infantería como en Lepanto, de bueno a bueno, muy distinta recordaríamos hoy la jornada de Inglaterra.
El caso es que, con la guasa imaginable, acogió quien le tocó en suerte su hábito turquesco. Líbreme yo, gracias al Cielo; pero otros -el moro Gurriato fue uno, pues su aspecto lo sentenciaba- tuvieron que vestir zaragüelles, jubones largos o sayos que los turcos llaman dolimanes, todo muy aforrado, como suelen, y también bonetes, tafetanes y turbantes; con lo que la gente disfrazada era un arco iris de azul, blanco y colorado, que sólo faltaba hacer la zalá a las horas debidas para que, tostados de sol como estábamos todos, muchos pareciesen turcos de veras. Hasta hubo uno que hizo mofa del ropaje, arrodillado e invocando a Alá con mucha desvergüenza; pero como algunos galeotes mahometanos dieron voces en sus bancos, airados por la blasfemia, el capitán Urdemalas reprendió al menguado con mucha dureza, amenazándolo con pasar crujía a vergajazos si soliviantaba a la chusma. Que una cosa, dijo, era tener a esa gente al remo, y otra andar sin necesidad tocándoles los aparejos.
– ¡Boga larga, hijos!… ¡Apretad, que no se nos vayan!
Cuando el capitán Urdemalas llamaba hijos a los forzados de su nave, era señal de que más de uno iba a dejar la piel en el remo a golpes de corbacho. Y así era. Siguiendo el ritmo endiablado que les imponían el silbato del cómitre, el mosqueo de anguilazos en sus espaldas desnudas y el tintineo de las cadenas, los forzados se ponían en pie y se dejaban caer sentados en los bancos, una y otra vez, entre resuellos con los que parecían a punto de echar las asaduras, mientras el cómitre y su ayudante los reventaban a palos.