– ¡Ya son nuestros esos perros!… ¡Juro a mí! ¡Tened duro, que ya los tenemos!
El casco fino y largo de la Mulata parecía volar sobre el mar rizado. Estábamos al mediodía de la isla de Samos, cuya costa desnuda y peñascosa iba quedando atrás por nuestra banda siniestra. Era una mañana azul y luminosa, sólo desmentida por un rastro de bruma en la tierra firme que se adivinaba hacia levante. Las cinco galeras estaban en plena caza a vela y remo, dos adelantadas cerca de Samos y otras dos a nuestra zaga, formando una línea que encogía poco a poco mientras convergíamos sobre la galera y el bajel turco que intentaban, desesperadamente, escapar por el estrecho entre la isla y tierra firme, o varar en alguna playa para ponerse a salvo. Pero la jornada era nuestra, y hasta el más bisoño soldado a bordo advertía la situación. El viento maestral no soplaba lo bastante fuerte para que el bajel turco, pesado y zorrero, navegase con la rapidez necesaria, y la galera de escolta no podía sino mantenerse a su lado; mientras que nuestras galeras, espaciadas por casi una milla de extensión y aún lejos unas de otras, ganaban trecho a ojos vistas. Habíamos iniciado la aproximación cuando, casi al mismo tiempo, el caique y una pequeña humareda en la isla de los Hornos avisaron de las velas enemigas. Las ropas a la turquesca y el aspecto de las naves confundieron al principio a los recién llegados -luego supimos que nos tomaron por galeras de Metelín enviadas para su escolta-, que mantuvieron el rumbo sin recelar nada. Pero nuestra forma de boga y la maniobra para ganar el viento terminaron por hacerles catar el almagre; de modo que los turcos pusieron proa al griego en demanda del canal o de la tierra firme, con el bajel a sotavento de la galera, queriendo ésta interponerse para cubrir su fuga. Mas la caza era cosa hecha: la capitana de Malta les había tomado ya la tierra junto a la costa de Samos y llegaría antes al canal, la Caridad Negra apuntaba su espolón a la galera turca, y la Mulata, con la Virgen del Rosario y la San Juan Bautista un poco alargadas por nuestra aleta diestra, navegaba derecha hacia la mahona; que era grande y de popa muy alta, como los galeones, con tres árboles -trinquete y mayor de cruz, y mesana latino- que nuestra aparición había hecho cubrirse de lona en todas sus gavias.
– ¡Armados y a sus puestos! -gritó el alférez Labajos-… ¡Vamos a entrarle!
A popa, el tambor redobló el toque de ordenanza y la corneta previno para el Santiago. Los corredores hervían de gente a punto de guerra. El jefe artillero y sus ayudantes alistaban las piezas de crujía y los pedreros montados en las bandas. Los demás habíamos colocado ya las empavesadas con rodelas, jergones, mantas y mochilas que nos protegieran de los tiros turcos, y ahora acudimos en buen orden a los cofres y cestones que acababan de abrirse para que cada cual tomara sus armas fuertes. De proa a popa, al cascabeleo de la chusma que seguía bogando, empapada en sudor y con los ojos desorbitados, sumóse el resonar del hierro con el que los soldados de la galera y los marineros destinados a defensa y abordaje nos equipábamos para reñir en corto: petos, morriones, rodelas, espadas, arcabuces, mosquetes, chuzos y medias picas con el extremo del asta ensebado para que el enemigo no las agarrase por allí. Humeaban las mechas escopeteras en torno a las muñecas de los tiradores, y los botafuegos de las piezas en sus tinas de arena. El esquife y la chalupa estaban en el agua, remolcados por la popa; el cocinero había apagado el fogón y todos los fuegos con llama a bordo, y los pajes y grumetes baldeaban la cubierta con agua de mar para que ni pies descalzos ni alpargatas resbalaran en las tablas. Y a popa, en la carroza junto al piloto y el timonero, cada orden a gritos del capitán Urdemalas, bogad, hijos, bogad, cuarta a babor, me cago en Satán, ahora un poco a estribor, bogad, malditos, bogad, amolla ese cabo, tensa aquella driza, bogad que los perros ya son nuestros, bogad u os arranco la piel, bellacos, voto a Dios y a la hostia que vi alzar -que no dijera más Lutero, pues nadie blasfema como un español en temporal o combate-, nos hacía ganarle otra pulgada de ventaja al enemigo. Y así nos fuimos llegando a las manos.
Lo del bajel fue duro. Dimos en él los primeros, al tiempo que la Caridad Negra, algo más hacia la isla que nosotros, le entraba con el espolón a la galera turca, y de lejos nos venía el estampido de la escopetada y el griterío de Machín de Gorostiola y sus vizcaínos lanzándose al abordaje. Mientras, todos los ojos de la Mulata estaban clavados en los portillos negros abiertos en las bandas de la mahona: tenía seis cañones en cada una, y al ver que no podía evitar le entráramos, guiñó dos o tres cuartas a la zurda y nos largó una andanada que, aun de refilón, se nos llevó la entena del trinquete con cuatro marineros que en ese momento la bajaban para aferrarla, y cuyas tripas quedaron feamente colgadas en la jarcia. Otra como ésa nos habría hecho mucho daño, pues las galeras son frágiles de costillar; pero el capitán Urdemalas, que tenía el ojo plático, apenas vio la maniobra, previéndola, y como el timonero dudaba, lo apartó a un lado -a punto estuvo de darle una cuchillada, pues tenía la espada desnuda en la mano- y metió él mismo el timón a una banda, buscándole la popa a la mahona; que como dije era alta como la de los galeones o las urcas, pero tenía la ventaja de que no había cañones en ella y permitía arrimarnos con menos riesgo. La siguiente andanada, por la otra banda, se la llevó la Virgen del Rosario, lo que nos pareció más bien que mal; pues tales cosas deben repartirse entre todos, y Jesucristo dijo sed hermanos, pero nunca dijo primos.
– ¡Listos para abordar! -aulló el alférez Labajos.
Ya estábamos casi a tiro de arcabuz; y si la chusma hacía bien su oficio, los artilleros turcos no tendrían tiempo de cargar bala otra vez. Me colgué una pequeña rodela a la espalda, y con el peto de acero en el pecho, un capacete en la cabeza y la espada en la vaina, me situé junto a un grupo de soldados y marineros que disponían garfios de abordaje al extremo de cabos con nudos. A proa se había recogido la vela de la entena rota, y la mayor estaba aferrada y a medio árbol. Las ballesteras hormigueaban de gente erizada de hierro. Otro grupo grande, concentrado alrededor del trinquete desmochado y en las arrumbadas, aguardaba a que descargara nuestra artillería de proa para ocupar la tamboreta y el espolón. Entre ellos alcancé a ver al capitán Alatriste, que soplaba la mecha de su arcabuz, y a Sebastián Copons anudándose en torno a la cabeza su acostumbrado pañuelo aragonés. Yo también llevaba otro bien prieto, sobre el que me ajustaba el capacete, que pesaba mucho y daba un calor infernal; pero siendo el abordaje de abajo arriba, era de avisados guarnir el campanario por si venían cigüeñas. El caso es que, ya cerca de la mahona, mi antiguo amo me vio entre la gente, como yo a él; y antes de apartar la vista observé que hacía una seña con la cabeza al moro Gurriato, que estaba a mi lado, y éste asentía. Maldito lo que os necesito a ambos, me dije. Pero no dije más, porque en ese momento dispararon el cañón de crujía y las moyanas de proa bala enramada y trozos de cadena para romper la jarcia y dejar al enemigo sin velas, petardearon pedreros, arcabuces y mosquetes, la cubierta de la galera se llenó de humo, y entre ese humo empezaron a caer saetas turcas y pelotas de plomo y piedra que chascaban al incrustarse en la tablazón o dar en carne. No quedaba otra que apretar los dientes y esperar, y así lo hice, encogido mientras recelaba que un poco de lo mucho que llegaba de lo alto me tocase a mí. Entonces la galera chocó contra algo sólido que nos estremeció con un crujido, los galeotes soltaron los remos, gritando mientras buscaban resguardarse entre los bancos, y al mirar arriba, entre los claros de la humareda, vi sobre nuestras cabezas la popa enorme del bajel, que se me antojó alta como un castillo.