– ¡Santiago!… ¡Cierra!… ¡Cierra!… ¡Santiago, cierra España!
Gritaba la gente fuera de sí, amontonándose en proa. Que allí nadie, menos la chusma, iba obligado; y el que más y el que menos sabía que nos las teníamos con presa de las que hacen ricos a todos. Al fin saltaron los garfios, apoyóse también la entena del árbol maestro en la banda enemiga para que se pudiera subir por ella, acostó un poco la galera por nuestra banda diestra, y allá fueron todos, subiendo por las cintas de la mahona como por escaleras llanas, y yo fui también, y de los primeros; que Lope Balboa, soldado del rey nuestro señor, muerto en Flandes con mucho pundonor y mucha honra, no se habría avergonzado ese día de su hijo, al verme trepar por el altísimo costado de la mahona turca con la agilidad moza de mis diecisiete años, hacia ese lugar donde no hay más amigo que la propia espada, y donde vivir o morir dependen del azar, de Dios o del diablo.
El combate fue violento, como digo, y se espació durante más de media hora. Había unos cincuenta jenízaros a bordo, que se defendieron con mucha decencia, cual suelen, y nos mataron a no poca gente haciéndose fuertes casi todos en la proa; pues esa tropa, cristiana de nacimiento, tomada en su tierna infancia a modo de tributo y educada luego en el Islam con lealtad ciega al Gran Turco, tiene a punto de honra no rendirse así la hagan pedazos, y es de una lealtad y ferocidad extrema. Hubo que arcabucearlos a quemarropa varias veces -se hizo con ganas, pues ellos nos lo habían hecho a nosotros por las bordas, portas y gradillas mientras trepábamos-, y luego entrarles a fondo con rodela y espada para darles su ajo y ganar el árbol maestro, que disputaron como perros rabiosos. Yo anduve recio, sin desatinarme demasiado con el furor de la pelea, cubierto con mi rodancho y atacando de punta, mirándolo todo bien como me había enseñado el capitán, dando cada paso cuando sabía que podía darlo, y sin echarme nunca atrás, ni siquiera cuando una escopetada me tiró sobre el pescuezo los sesos del caporal Conesa. Llevaba al lado al moro Gurriato segando como guadaña, y tampoco los camaradas nos iban a la zaga. Y así, paso a paso, tajo a tajo, les fuimos apretando el negocio a los jenízaros, empujándolos hasta el trinquete y la proa misma -¡Sentabajo, cañe!, gritábamos en lengua franca, para que se rindieran-, donde les saltó encima, a la espalda, la gente de la Virgen del Rosario y la San Juan Bautista, que abordaron por esa parte: los españoles apellidando a Santiago y los de Malta a San Juan, como acostumbraban. Al juntarnos las tres galeras, la causa quedó vista para sentencia. Los últimos jenízaros, casi todos heridos y cansados, que nos habían estado gritando lindezas como guidi imansiz, que en turquesco quiere decir cornudos infieles, o bir mum -hijos de la gran puta-, cambiaron la retórica por efendi y sagdic, que significa señores y padrinos, y a pedir que les dejáramos la vida Alá'iche: por amor de Dios. Y para cuando al fin arrojaron las armas, buena parte de nuestra tropa ya andaba escudriñando cada rincón de la mahona y arrojando fardos de botín a las cubiertas de nuestras naves.
Vive Dios que hicimos un buen día, raspando a lo morlaco. Durante un rato hubo licencia de saco franco para hacer galima, y la ejecutamos como nunca antes se vio, pues la mahona era de más de setecientas salmas y cargaba toda suerte de mercadurías, especias, sedas, damascos, balas de telas finas, tapetes turcos y persas, cantidad de piedras de valor, aljófar, objetos de plata y cincuenta mil cequíes en oro, aparte varios toneles de arraquín, que es un licor turco; con lo que toda nuestra gente se dio un lucido homenaje. Yo mismo, más risueño que Demócrito, hice buena presa sin aguardar al reparto general, y por mi vida que lo merecía, pues fui de quienes buen trabajo dieron a los turcos, y el primero en clavar la daga en el árbol maestro a manera de testimonio; que eso daba honra y derecho a una mejora del botín. Baste decir sobre cómo reñí, que de los diecisiete españoles muertos abordando la mahona casi la mitad lo fueron a mi lado, que mi capacete y peto salieron con varias abolladuras, y que hube menester un balde de agua para quitarme la sangre de encima, por fortuna toda ajena. Después supe que, al preguntar el capitán Alatriste al moro Gurriato cómo había ido la cosa por mi lado -él y Copons se habían batido a popa, primero arcabuceando y luego con hachas y espadas, reventando puertas y paveses donde se abarracaron los oficiales turcos y algunos jenízaros-, éste resumió la cosa con mucho garbo, al decir que le habría costado mantenerme vivo de no haber matado yo a cuantos procuraban estorbárselo.
Tampoco en matar se quedaron cortos los de la Caridad Negra y la Cruz de Rodas. Abordadas primero una y luego la otra con la galera turca, el combate había sido recio y sin cuartel, pues ocurrió que, al meter el espolón de la Caridad Negra en la banda enemiga, llevándosele toda la palamenta de ese lado, un bolaño mató al sargento Zugastieta, vizcaíno jovial, buen espumador de ollas y mejor bebedor, muy apreciado por la tropa embarcada en esa galera, que ya dije era toda de la misma tierra. Y como la gente vascongada -lo dice uno de Guipúzcoa- es a veces corta de razones pero siempre larga de bolsa y espada, todo cristo saltó a la galera turca gritando ¡Koartelik ez!, y también ¡Akatu gustiak! y cosas así, que en nuestra lengua significa que no había cuartel ni para el gato del arráez. De modo que hasta el último grumete fue pasado a cuchillo sin distinguir el que se rendía del que no. Los únicos que quedaron vivos a bordo fueron los galeotes que no habían muerto en la acometida, de los que se liberaron noventa y seis cristianos, la mitad españoles, con la alegría que es de imaginar. Entre ellos se contó uno de Trujillo que llevaba veintidós años esclavo, desde su captura en el quinto del siglo, cuando la Mahometa, y que milagrosamente seguía con vida, pese a tanto tiempo al remo. Que era de ver cómo lloraba el infeliz, abrazando a todos.
Por nuestra parte, en la mahona liberamos a quince esclavos jóvenes que iban encerrados donde la zahorra: nueve varones y seis mozas aún doncellas, el mayor de quince o dieciséis años. Todos ellos de buen talle, cristianos capturados por corsarios en las costas española e italiana, y destinados a venderse en Constantinopla, con el futuro que se puede imaginar, siendo como son allí muy lujuriosos en dos maneras. Pero la presa más notable fue la favorita del bajá de Chipre, que resultó ser una renegada rusa como de treinta años y ojos azules, alta y abundante en todo, la más hermosa que nunca vi; a la puerta de cuya cámara, donde fue puesta con el capellán Nistal y escolta de cuatro hombres por don Agustín Pimentel, con pena de vida para quien la ofendiera, hacíamos cola para admirarla, pues iba vestida con ricos vestidos, la acompañaban dos esclavas croatas de buena cara, y era singular que una mujer así estuviera entre tan ruda gente como éramos, cuando no se secaba la sangre que había por todas partes. De esa hembra ni siquiera tocamos el botín que produjo, pues dos días más tarde fue enviada a Nápoles con el bajel, los cautivos liberados y la Virgen del Rosario como escolta -la galera turca, abierta en el abordaje, había terminado por irse al fondo-, y allí fue rescatada tiempo después a cambio de trescientos mil cequíes de los que nunca vimos ni el color, pese a que con nuestro esfuerzo y peligros los habíamos ganado a punta de espada. Más tarde supimos que el bajá enfermó de cólera al conocer la presa, y juró venganza. Todo acabó pagándolo nuestro pobre piloto Braco año y medio más tarde, cuando, apresado a bordo de un bajel nuestro en los secanos de Limo, fue reconocido como uno de los que estuvieron en la captura de la mahona de Chipre. Los turcos lo desollaron vivo, tomándose su tiempo, y luego de rellenar su cuero de paja lo exhibieron en la gata de una galera, paseándolo de isla en isla.