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Así es el Mediterráneo, donde en sus angostas riberas todos se conocen y tienen cuentas pendientes, y tales son los azares del corso y de la guerra: donde las dan, las toman. El hecho es que aquel día, junto a la isla de los Hornos, quienes las tomaron, y bien, fueron los ciento cincuenta turcos, uno arriba o uno abajo, que echamos al mar; cifra que incluye a sus heridos, que puntualmente se ahogaron todos. Después los alguaciles de galera encadenaron al remo al medio centenar que había quedado sano, pese a las protestas de los vizcaínos de la Caridad Negra, que pretendían mochar parejo y degollarlos también; y al cabo, de alborotados que estaban, que ni a su capitán obedecían, hubo de permitir don Agustín Pimentel que cortasen las orejas y narices a cuanto renegado vivo quedaba entre los turcos apresados, que fueron cinco o seis. En cuanto al botín particular, resultó bueno, como dije; y cuando llegó la orden de parar el saco franco me había llenado los bolsillos con unas manillas de plata, cinco buenas sartas de perlas y puñados de cequíes turcos, venecianos y húngaros. No exagero con qué felicidad nos arrojábamos sobre aquello: era de mucho momento observar a hombres hechos y derechos, soldados barbudos rebozados de hierro y cuero, reír como niños con las faltriqueras llenas; que a fin de cuentas para eso dejábamos los españoles la seguridad de nuestra tierra, el hogar y la familia, dispuestos a sufrir los azares y trabajos, los peligros, las inclemencias del tiempo, la furia de los mares y los estragos de la guerra. Pues, como había escrito ya en el siglo viejo, con mucha propiedad, Bartolomé de Torres Naharro:

Los soldados no medramos sino la guerra en la mano; con razón la deseamos como pobres el verano.

Mejor muertos o ricos, era la idea, pero como hidalgos al fin y al cabo, que pobres y miserables doblando la cerviz ante el obispo y el marqués de turno. Concepto ese defendido, de obra y obras, por el propio veterano soldado Cervantes en boca de su don Quijote, que anteponía la honra de la espada a la gloria de la pluma. Que si buena es la pobreza porque la amó Cristo, digo yo, gócenla quienes la predican. Ver con malos ojos que un soldado embaúle el oro que paga con su sangre, sea en Tenochtitlán o en las barbas del Gran Turco, como hacíamos nosotros, es desconocer el tiempo difícil en que ese soldado vive, y con cuánto sufrimiento gana su despojo en las batallas, ofrecido a los balazos, estropeado de cuerpo, tragando hierro y fuego con el ansia de ganar reputación, sustento, o ambas cosas a la vez, que tanto monta:

Nadie muere aquí en el lecho a almidones y almendradas, a pistos y purgas hecho. Aquí se muere a estocadas y a balazos, roto el pecho.

Por eso, quien discute el botín o la paga de un soldado olvida que el premio y la honra mueven las cosas humanas, y en su procura los marinos navegan, los labradores aran, los monjes rezan y los soldados pelean. Pero la honra, aunque con peligro y heridas se alcance, nunca dura mucho si no viene con premio que la sustente; que la gentil estampa del héroe cubierto de heridas en un campo de batalla se torna ruina miserable después, cuando todos apartan de él los ojos con horror, viendo sus mutilaciones, mientras mendiga en la puerta de una iglesia. Además, en materia de premios, España fue siempre olvidadiza. Si quieres comer, te dicen aquí, asalta ese castillo. Si quieres la paga, aborda esa galera. Y que Dios te ampare y corresponda. Después te miran pelear desde la talanquera, aplauden tu hazaña, pues aplaudir no cuesta dinero, y corren a beneficiarse de ella -a ese botín lo apellidan con más sahumados nombres que nosotros-, envueltos en los gentiles colores de la bandera desgarrada por la metralla que te mutiló el cuerpo. Pues en nuestra desventurada nación, pocos generales y aún menos reyes fueron como el general Mario; que agradecido a la ayuda de mercenarios bárbaros en las guerras de la Galia, los hizo ciudadanos de Roma contra el derecho local. Y reprendido por ello, respondió: Con el ruido de la guerra no oigo el de las leyes. Por no hablar del propio Cristo, que honró, y sobre todo dio de comer, a sus doce soldados.

X. LAS BOCAS DE ESCANDERLU

Dije en el capítulo anterior que donde las dan las toman, y es muy cierto. También lo es, como había dicho el moro Gurriato, que Dios ciega a quienes quiere perder. Y que conviene visitar la horca antes que el lugar, añado yo. Porque cinco días después de apresar la gran mahona, caímos en una trampa. O quizá sea más adecuado decir que en la trampa nos metimos solos, por forzar demasiado nuestra suerte. Fue el caso que, envalentonado por la buena presa, decidió don Agustín Pimentel subir hacia el norte, barajando la costa firme, para saquear Foyavequia, una pequeña ciudad habitada por otomanos que está en la Anatolia, en el golfo que llaman Escanderlu. Y así, después de dar siete pies de tierra turca a cada uno de nuestros muertos en la isla de los Hornos -allí quedaron el sargento Zugastieta, el caporal Conesa y otros buenos camaradas-, navegamos la vuelta de tramontana hasta pasar el canal y los despalmadores de Xío, y de ahí, a levante del cabo Negro y la embocadura de Esmirna, entramos en el citado golfo, donde nos mantuvimos al pairo lejos de la costa, en espera de que llegara la noche. Lo hicimos confiados, pese a una señal de mal agüero que nos tenía en desazón; y fue que habiendo enviado por delante, a descubrir y tomar lengua, a la San Juan Bautista de Malta, nunca volvimos a tener noticias de su paradero; y hasta el día de hoy nadie volvió a verla ni a saber de ella, ignorándose siempre si se hundió, si fue capturada, si hubo supervivientes o no, pues ni siquiera los turcos dieron razón jamás. Como tantos misterios que duermen bajo las aguas, con sus trescientos cuarenta hombres a bordo entre caballeros, soldados, marineros y chusma, a esa galera se la tragaron el mar y la Historia.

Pero bien venga el daño si viene solo. Pese a que la San Juan Bautista no se nos había unido como estaba previsto, estimó don Agustín Pimentel que vendría retrasada, y que tres galeras bastaban a la incursión, por ser Foyavequia fortaleza de poco porte, que ya había sido saqueada por la gente de Malta en el año dieciséis. Atardeció al fin sin novedad, llenamos el estómago con un rancho de habas remojadas, frías -no podíamos encender fuegos-, un puñado de aceitunas y una cebolla para cada cuatro hombres, y a la hora del avemaría, por una mar tranquila, cubierto el cielo y sin soplo de brisa, empezamos a bogar arrimándonos a tierra con los fanales apagados. La noche era oscura, y nos hallaríamos a una milla de la ciudad, muy juntas las tres galeras, cuando el vigía de una gata creyó ver algo a nuestra espalda, hacia mar abierto: sombras de naves y velas, dijo, aunque no estaba seguro pues ninguna luz las delataba. Interrumpimos la boga, acercáronse las galeras unas a otras y hubo consejo a la voz, en torno a la capitana. Cabía que las sombras fuesen nubes bajas iluminadas por la última luz de la tarde, o alguna embarcación engolfada a lo lejos; pero también podía tratarse de una o varias naves enemigas; en cuyo caso, tenerlas cerrándonos el mar abierto era de consideración, sin contar la posibilidad de que nuestras galeras fuesen atacadas fondeadas ante la playa y con la gente de brega en tierra. Así que, muy contrariado, nuestro general destacó su esquife a reconocer aquello, mientras aguardábamos con el ansia que es de suponer. Tornaron los del esquife al comienzo de la guardia de media, señalando que había cinco o más sombras, galeras en apariencia, y que no osaron acercarse más por no verse descubiertos y presos. Con tal información, que fue como un rayo a nuestros pies, decidió don Agustín Pimentel no seguir adelante. Podían ser turcos de Xío o Metelín, mercantes que navegaban en conserva, o tal vez una flotilla corsaria que se disponía a bajar hacia poniente. Harto se discutió cada posibilidad, incluida la de escabullirnos en la oscuridad; pero era improbable conseguirlo sin ser sentidos, y peligroso al no conocer con quién nos las habíamos. De modo que, manteniendo la instrucción de no encender fuegos a bordo, doblada la guardia para prevenir un ataque nocturno, se nos ordenó descansar a turnos, en zafarrancho. Y así aguardamos sobre las armas, con un ojo abierto y la inquietud en el corazón, a que la luz del día aclarase nuestro destino.