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– Convendría proteger lo más posible a la chusma -dijo Alatriste.

Urdemalas lo miró fijo, hosco, un instante más de lo necesario.

– Es cierto -asintió al fin-. Pongan de pavesadura cuanto haya a bordo, velas incluidas. Si nos matan mucha gente de remo, estamos perdidos… Piloto, meta la aguja y todos los instrumentos bien trincados y a cubierto en el escandelar… Conmigo quiero a los dos mejores timoneros, el piloto y ocho buenos tiradores con mosquetes… ¿Alguna pregunta?

– Ninguna -resumió Labajos tras un silencio.

– Por supuesto, ni pensar en abordajes nuestros: sólo metralla, pedreros, escopetería. Hola y adiós. Si nos detenemos, se acabó. Y si pasamos, a bogar como locos.

Hubo algunas sonrisas tensas.

– Dios lo quiera -murmuró alguien.

Se encogió de hombros el capitán de galera:

– Si no quiere, que al menos sepa dónde encontrarnos el día del Juicio.

– Y que no yerre al juntar los pedazos -apostilló el sargento Quemado.

– Amén -murmuró el cómitre, santiguándose.

Y, mirándose unos a otros de reojo, todos lo imitaron. Incluso Alatriste.

Miente quien diga que nunca conoció el miedo, pues no hay cosa que no tenga su día. Y aquel amanecer, frente a las ocho galeras turcas que cerraban la salida a mar abierto, en los momentos previos al enfrentamiento que hoy figura en las relaciones y libros de Historia como combate naval de Escanderlu, o de cabo Negro, pude reconocer la sensación, familiar de otras veces, que me tensaba el estómago hasta el límite de la náusea y hacía correr un incómodo hormigueo por mis ingles. Yo había crecido desde mis primeros lances junto al capitán Alatriste, y los dos años transcurridos desde el molino Ruyter, las trincheras de Breda y el cuartel de Terheyden, pese a la no poca arrogancia y suficiencia de una mocedad insolente, ponían en mi cabeza más seso y certeza del peligro. Lo que estaba a punto de ocurrir no era una peripecia abordada con ligereza de muchacho, sino un suceso grave, de resultado indeciso, a cuyo término podía estar la Cierta -no el peor final, a fin de cuentas-, pero también el cautiverio o la mutilación. Había madurado lo suficiente para comprender que en pocas horas podía verme al remo de una galera turca para toda la vida -a un pobre soldaduelo de Oñate nadie lo rescataba en Constantinopla-, o mordiendo un trozo de cuero mientras me amputaban un brazo o una pierna. Era el miedo a la mutilación lo que más me atenazaba el ánimo, pues no hay nada peor que verse estropeado, con un ojo menos o pierna de palo, hecho milagro de cera, desfigurado y roto, condenado a la piedad ajena, a la limosna y la miseria; y más cuando estás en pleno vigor de cuerpo y juventud. Entre muchas otras cosas, no era ésa la imagen que Angélica de Alquézar querría encontrar de mí si volvíamos a vernos. Y confieso que este último extremo hacíame flaquear las piernas.

Tales eran, en suma, mis poco gentiles pensamientos mientras terminaba, con los camaradas, de empavesar las bandas y la proa de la Mulata con velas enrolladas, jergones, ruanas, mochilas, jarcia y cuanto obstáculo podíamos oponer a las balas y saetas turcas que iban a llover como granizo. Cada cual tendría su procesión por dentro, como yo; pero lo cierto es que todos hacíamos de tripas corazón con harta compostura. Como mucho había manos temblorosas, palabras incoherentes, miradas absortas, oraciones en voz baja, bromas macabras o risas inquietas, según el carácter de cada uno: lo de siempre. Las tres galeras estábamos casi remo con remo, apuntados los espolones hacia los turcos, que se veían a tiro de cañón aunque nadie disparaba para calcularlo, pues ellos y nosotros sabíamos que habría ocasión de quemar pólvora con mejor provecho algo más de cerca -llegado el momento, todos procurarían tirar primero, pero lo más próximos posible al adversario: algo parecido al juego de las siete y levar-. El silencio en las galeras enemigas, como en las nuestras, era absoluto. El mar seguía quieto como una lámina de plomo, reflejando las nubes, mientras trazos negros de tormenta desfilaban hacia el mediodía sobre la costa de Anatolia, que se dibujaba a nuestra espalda y por nuestras bandas. Ya estábamos armados y listos, humeaban las mechas de los escopeteros, y sólo faltaba la orden de bogar hacia nuestro destino. Yo estaba asignado al trozo que, provisto de medias picas, partesanas y chuzos, debía rechazar en la banda siniestra cualquier intento de abordaje turco mientras cruzábamos la línea enemiga. El moro Gurriato se hallaba a mi lado -sospecho que siguiendo instrucciones del capitán Alatriste-, tan sereno que parecía ajeno a todo. Aunque se aprestaba a luchar y morir como los demás, parecía encontrarse de paso, testigo indiferente a su propia suerte; eso a pesar de que, moro como era, ésta no iba a ser envidiable si caía en manos turcas, donde no tardaría en ser delatado por algún galeote e incluso por los mismos compañeros. Que el impulso que hace a los hombres esforzados en la pelea, a veces se torna abyecto en la necesidad de sobrevivir a la derrota; y más en el cautiverio, donde tantos ánimos recios flaqueaban, renegaban o se sometían a cambio de la libertad, la vida o un miserable trozo de pan. Humanos somos, al cabo, y no todos sufren los trabajos con igual ánimo.

– Lucharemos juntos -me dijo el moro Gurriato-. Todo el tiempo.

Aquello me consoló un poco, aunque conocía de sobra que, cuando se riñe en el umbral de la otra vida, cada cual lo hace para sí, y no hay mayor soledad que ésa. Pero el mogataz había pronunciado las palabras oportunas, y agradecí la mirada amistosa que las acompañaba.

– Muy lejos de tu tierra -observé.

Sonrió, encogiendo los hombros. Llevaba calzón y alpargatas a la española, el torso desnudo, su gumía en la faja, un terciado de tres palmos al cinto y un hacha de abordaje en la mano. Nunca me había parecido tan sereno y feroz.

– Mi tierra sois el capitán y tú -dijo.

Eso me conmovió, mas disimulé cuanto pude, diciendo lo primero que me vino a la boca:

– Aun así, hay mejores sitios para morir.

Inclinó la cabeza el mogataz, cual si reflexionara.

– Hay tantas muertes como personas -respondió-. En realidad nadie aguarda la suya, aunque lo crea. Sólo la acompaña y dispone.

Permaneció un momento contemplando la tablazón embreada del suelo, entre sus pies, y luego me miró de nuevo:

– Tu muerte viaja contigo desde siempre, y la mía conmigo… Cada cual lleva la suya a cuestas.

Busqué con los ojos al capitán Alatriste. Al fin lo divisé en la parte más a proa del corredor, disponiendo a los arcabuceros en la arrumbada. Designado mayoral de la banda siniestra, había puesto como cabo de brega a Sebastián Copons. Me pareció tranquilo, frío como de costumbre, su chapeo inclinado sobre los ojos y el perfil aguileño, los pulgares en el cinto del que pendían espada y daga, sobre el coleto de piel de búfalo surcado de marcas de antiguas cuchilladas. Dispuesto a afrontar de nuevo lo que la suerte deparase, sin aspavientos, bravatas ni ademanes innecesarios. Con la calma digna de quien era, o de quien procuraba ser. Hay tantas muertes como personas, había dicho el moro Gurriato. Envidié la del capitán, cuando llegase.

La voz del mogataz sonó de nuevo, suave, a mi lado.

– Quizá un día lamentes no haberle dicho adiós.

Me volví, enfrentándome con su mirada intensa y negra, entre aquellas largas pestañas casi femeninas.

– Dios nos da -añadió- una corta luz entre dos noches.

Lo estudié un instante; su cráneo rapado, los aros de plata en las orejas, la barba en punta, la cruz tatuada en uno de los pómulos. Lo hice durante el espacio que duró su sonrisa. Después, cediendo al impulso que sus palabras habían puesto en mi corazón, caminé por el corredor, esquivando a los camaradas que lo atestaban, acercándome a mi antiguo amo. Llegué a él y no dije palabra, pues tampoco sabía qué decir. Me limité a quedarme apoyado en el filarete de la arrumbada, mirando hacia las galeras turcas. Pensaba en Angélica de Alquézar, en mi madre y mis hermanillas cosiendo junto al fuego del caserío. También pensaba en mí recién llegado a Madrid, sentado a la puerta de la taberna de Caridad la Lebrijana una mañana de sol de invierno. Pensaba en los muchos hombres que yo podría ser un día, y que tal vez quedaran allí para siempre, truncados en aquel paraje, pasto de peces, sin llegar a ser ninguno de ellos.