Con lo que a poco terminamos todos agolpados en las bordas, gritando a los perros, a voz en cuello y entre gran algarabía, que se arrimaran un poquito más, que aún nos placía darnos un verde con un par de abordajes suyos antes de irnos a dormir; y que si no eran suficientes para osarlo, fuesen a Constantinopla a buscar a sus hermanos y padres si los conocían, acompañados por las putañas de sus madres y hermanas; para las que reservábamos, cómo no, intenciones especiales. Y era de ver que hasta nuestros heridos se incorporaban sobre los codos y aullaban, envueltos en vendajes ensangrentados, echando con tales gritos toda la rabia y la angustia que llevábamos dentro, confortándonos en la bravata hasta el punto de que ni don Agustín Pimentel ni los capitanes quisieron estorbarnos el desahogo. Muy al contrario, lo animaban y participaban de él, conscientes de que, condenados a muerte como estábamos, cualquier cosa nos alentaría a tasar en más alto precio las cabezas. Pues si los turcos querían colgarlas también en sus entenas, primero tendrían que venir a cortárnoslas.
Todavía hubo esa noche un punto más de desafío, pues nuestros jefes hicieron encender los fanales de popa, a fin de que los turcos supieran dónde hallarnos. Reforzamos las amarras que mantenían juntas las dos galeras, se echaron al agua los ferros -estábamos en poca sonda- para evitar que un viento imprevisto o la corriente nos llevase a donde no debíamos, y se permitió a la gente descansar, aunque manteniéndola sobre las armas y con turnos de vigilancia, por si al enemigo se le ocurría intentar algo en la oscuridad. Pero la noche transcurrió tranquila, sin viento, desgarrándose un poco el cielo hasta mostrar algunas estrellas. Me relevaron de mi guardia a modorra rendida, y yendo con tiento entre los hombres amontonados por cubierta -un coro de gemidos y llanto de heridos plañía en ambas galeras, que se hubieran dicho mendigos gabachos- me llegué en la oscuridad hasta la ballestera donde, en una especie de bastión hecho con mantas rotas y restos de jarcia y velas, estaban abarracados el capitán Alatriste, el moro Gurriato y Sebastián Copons, que roncaba como si diese el ánima en cada resoplido. Todos habían tenido la fortuna de salir, como yo, indemnes de la terrible jornada, si exceptuamos una ligera herida de alfanje en un costado, sufrida por el moro Gurriato, que mi antiguo amo, tras enjuagársela con vino, había cosido -mañas de soldado viejo- con una aguja gruesa y una pezuela, dejando un punto suelto para que drenase los malos humores.
Llegué a ellos, como digo, y acomodándome sin palabras -venía cansado hasta para abrir la boca- me quedé allí, sin conciliar el sueño de lo dolorido que estaba, pues el lance con el turco de la rodela y con cuantos llegaron después me tenía descoyuntado. Pensaba, supongo que como todos, en lo que iba a depararnos el sol cuando se levantara. No podía imaginarme al remo de una galera turca o en una torre del Mar Negro; por lo que, siendo tan dudosa una victoria por nuestra parte, mi futuro no se presentaba dilatado. Me pregunté qué aspecto tendría mi cabeza colgada en una entena, y qué pensaría Angélica de Alquézar si, por extraña clarividencia, pudiera contemplarla. Dirán vuestras mercedes que eran ideas, aquéllas, para sumirme en la más acerba desesperación, y algo de eso había; pero diferente piensa el caballo de quien lo monta. No se ven parejas las cosas desde el calor de un brasero y una mesa bien provista, o en la comodidad de un colchón de buena lana, que desde el barro de una trinchera o la frágil cubierta de una galera, donde poner vida y libertad al tablero es cotidiano pan de munición. Desesperados estábamos, cierto. Mas éramos novillos amadrigados, y aquella falta de esperanza resultaba natural a nuestras vidas. Como españoles, nuestra familiaridad con la muerte nos permitía aguardarla de pie y nos obligaba a ello; pues a diferencia de otras naciones, nos juzgábamos entre nosotros según la manera de comportarnos ante el peligro. Esa era la razón de que crueldad, honor y reputación se confundieran tanto en nuestro carácter. Que, como había apuntado Jorge Manrique, siglos de lucha contra el Islam nos habían hecho hombres libres, orgullosos y convencidos de nuestros fueros y privilegios:
Eso explica que, hechos al áspero azar, siempre con el Cristo en la boca y el ánima en el filo de un acero, en aquella triste jornada aceptásemos nuestra suerte, si era la del día postrero, como habíamos encarado la de tantos días semejantes, ensayos de ése: con la resignación del campesino ante el pedrisco que destruye su cosecha, la del pescador ante sus redes vacías, o la de una madre cierta de que su hijo morirá en el parto o será arrebatado por las fiebres sin dejar la cuna. Pues sólo los regalados, los cómodos, los menguados que viven de espaldas a la realidad de la existencia, se rebelan contra el precio riguroso que tarde o temprano todos pagan.
Sonó un tiro de arcabuz y nos incorporamos a medias, inquietos. Hasta los heridos habían dejado de gemir. Pero sólo siguió el silencio, y nos relajamos de nuevo. -Falsa alarma -gruñó Copons. -Suerte -apostilló, estoico, el moro Gurriato. Me tumbé de nuevo junto al capitán, sin otro abrigo que el peto de acero y mi jubón roto. El relente nocturno mojaba ya las tablas de la ballestera y nos calaba a todos. Sentí frío y me arrimé a él en busca de calor, oliendo como siempre a cuero, metal y sudor seco de la recia jornada; sabía que no iba a tomar mi temblor por miedo. Lo noté despierto, aunque estuvo inmóvil durante largo rato. Al cabo, con mucho cuidado, se quitó de encima el trozo de vela rota con el que se cubría y me lo puso por encima. Yo no era ya un niño, como en Flandes, y aquello me caldeó menos el cuerpo -poco abrigaba la vela, a fin de cuentas- que el corazón.