El capitán Alatriste se había quedado en la banda de nuestra galera, alentando a la gente para revolverla contra las otras naves que nos cercaban, pero yo entré a caiga quien cayere en la turca que abordábamos, con los más osados de los nuestros; y habiéndomelas con un tropel de turcos tuve la negra suerte de que uno, en tremendo mandoble, me quebrase la espada. Con el pedazo que me quedaba éntrele al más cercano y le di una bellaca herida en el pescuezo. Otro me golpeó con su cimitarra -por fortuna se le volvió la hoja, dándome de plano- pero el segundo tajo ya no me lo pudo tirar, porque el moro Gurriato le abrió de un hachazo la cabeza en dos, desde el turbante hasta la misma gola. Quísome agarrar de las piernas otro que estaba en el suelo, caí encima y me apuñaló con una daga, de modo que me matara si las fuerzas no le estuviesen faltando; pues tres veces alzó el brazo para darme y ninguna pudo. De manera que cuando yo empecé a acuchillarle la cara con mi hoja rota, se desasió al fin, y saltando la borda se tiró al mar.
Era mucha presa, toda una galera para nosotros; y menos matan las adversidades que la demasiada osadía que ponemos en ellas. Así que agarramos por la ropa a dos heridos nuestros, y arrastrándolos retrocedimos, cautos, mientras nos tiraban desde la carroza saetas y mosquetazos. Sucedió entonces que, aprovechando las alcancías de fuego, pólvora y mechas encendidas que había en la corulla de la galera turca, alguno tuvo idea de pegarle fuego -lo que fue imprudencia, pues estaba trabada con la nuestra, y podía haber sido gran daño para todos-. En ese punto fueron de mucha lástima las voces que daban los galeotes cristianos encadenados a los bancos, muchos de ellos españoles, que con nuestra irrupción habían creído segura su libertad; y ahora, al vernos incendiar, gritaban con muchos ruegos y desesperación que no los dejáramos allí, que los desherrásemos y no diéramos lumbre porque se quemarían todos. Pero no podíamos entretenernos ni hacer nada por aquellos infelices, y con harto sentimiento hicimos oídos sordos a sus súplicas. De modo que, cuando las llamas empezaron a crecer, volvimos a la Mulata, cortamos a espadazos y golpes de hacha los cabos de abordaje que nos unían a la nave turquesca y la apartamos como pudimos, aprovechando la brisa favorable, empujándola con picas y trozos de remo; de modo que se alejó poco a poco, echando humo negro y con llamas cada vez más altas que devoraban su árbol de trinquete, mientras hasta nosotros llegaban, dándonos mucha congoja, los gritos de los galeotes que allí se asaban vivos.
A media tarde, la Caridad Negra, abierta por un costado y anegándose despacio, encajó un asalto turco tan horroroso que los supervivientes, perdida la proa y casi toda la cámara de boga, tuvieron que acastillarse en la carroza, pese a que nosotros los socorríamos por la banda que teníamos pegada a la suya. Al general Pimentel lo habían herido otra vez, a saetazos, y nos lo trajeron hecho un San Sebastián a la Mulata, para protegerlo mejor. Después fue el capitán Machín de Gorostiola quien cayó herido de un mosquetazo que le llevó una mano, donde le colgaba el destrozo; y aunque se lo quiso arrancar para seguir bregando, le fallaron las fuerzas y dobló las rodillas, de manera que en el suelo fue rematado por los turcos antes de que los suyos pudieran valerle. Eso, que a otros habría desalentado, en la gente vizcaína obró el efecto contrario, pues a todos se les desgarró el rancho y alborotaban mucho queriendo vengarlo, como suelen; y a los gritos de «¡Mendekua! ¡Cierra España! ¡Ekin!¿Ekin!», animándose en lengua vascuence y blasfemando en buena parla castellana, hasta el último de los que se tenían en pie acometió con una saña que no está en los mapas. Y de ese modo no sólo barrieron su cubierta sino que llegaron a pisar la enemiga; y fuera por los destrozos o porque ya había sufrido varios cañonazos en aguas vivas, la turca empezó a dar de banda, aferrada a la Caridad Negra, que seguía anegándose. De manera que los vizcaínos volvieron a ésta, y viendo que al final también se iría a pique sin remedio, empezaron a pasarse a la nuestra saltando la borda, trayéndose a cuantos heridos podían, sin olvidar la bandera. A poco tuvimos que cortar palamaras y calabrotes, dejando que la nave se hundiera; como hizo, en efecto, junto a la turca, que acabó por dar la vuelta quilla al sol antes de ir al fondo. Y fue de mucho momento ver el mar lleno de restos y turcos debatiéndose, con los galeotes dando alaridos, ahogándose mientras procuraban inútilmente arrancar sus cadenas. Interrumpimos el combate con tan lastimoso espectáculo, pues los turcos se dedicaban a recoger a sus náufragos. Al cabo, las cinco galeras turcas supervivientes se retiraron a tiro de moyana, como solían, todas maltrechas y con la sangre corriéndoles entre bacalares y remos, muchos de los cuales iban rotos o no bogaban por tener muerta a la gente de esos bancos.