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Que en eso, cual en casi todo, mejor nos hubiera ido haciendo lo que hicieron otros, más atentos a la prosperidad que a la reputación, abriéndonos a los horizontes que habíamos descubierto y ensanchado, en vez de enrocarnos en las sotanas siniestras de los confesores reales, los privilegios de sangre, la poca afición por el trabajo, la cruz y la espada, mientras se nos pudrían la inteligencia, la patria y el alma. Pero nadie nos permitió elegir. Al menos, para pasmo de la Historia, un puñado de españoles supimos cobrárselo caro al mundo, acuchillándolo hasta que no quedamos uno en pie. Dirán vuestras mercedes que ése es magro consuelo, y quizás tengan razón. Pero nosotros nos limitábamos a hacer nuestro oficio sin entender de gobiernos, filosofías ni teologías. Pardiez. Éramos soldados.

Vimos extinguirse el último resplandor rojizo en el horizonte negro. Ya no se diferenciaban cielo y mar sino por la bóveda de estrellas bajo la que nuestra galera navegaba impulsada por el viento de levante, a oscuras, sin luna ni luz alguna, guiada por la ciencia del piloto que miraba la estrella que señala el norte, o abría a ratos el escandelar, donde un tenue resplandor iluminaba la aguja de marear. Atrás, hacia el árbol maestro, oímos a alguien preguntar al capitán Urdemalas si encendía el fanal de popa, y a éste responder que a quien prendiera una luz, aunque fuera pequeña, le sacaba los sesos a puñadas.

– En cuanto a lo de soldados ricos -dijo el capitán Alatriste al cabo de un rato, como si hubiera estado dándoles vueltas a mis palabras-, nunca conocí a ninguno que lo fuera mucho tiempo. Al fin todo se va en juego, vino y putas… Como sabes muy bien.

La pausa había sido significativa. Lo bastante corta para que no sonase a reproche, lo bastante larga para que lo fuera. Y en efecto, yo sabía bien a qué se refería. Llevábamos casi cinco años juntos y unos siete meses en lo de Nápoles, las galeras y demás, así que el amigo de mi padre había tenido ocasión de observar algunos cambios en mi persona. No sólo los físicos, pues ya era alto como él, delgado pero gallardo, con buenas piernas, brazos fuertes y no mal rostro, sino otros más complejos y profundos. Era consciente de que el capitán había deseado para mí, desde niño, un futuro que no fuera el de las armas; y por eso procuró arrimarme a las buenas lecturas y las traducciones del latín y el griego con el concurso de sus amigos don Francisco de Quevedo y el dómine Pérez. La pluma, decía, llega más lejos que la espada; y más futuro que un matarife profesional tendrá siempre alguien versado en libros y leyes, bien situado en la Corte. Pero mi natural inclinación resultaba imposible de domar; y aunque por sus esfuerzos yo sacaba en limpio el gusto de las letras -y aquí me veo tantos años después, que parecen siglos, escribiendo nuestra historia-, lo cierto es que la casta heredada de mi padre, muerto en Flandes, y el haber crecido desde los trece años junto al capitán Alatriste, compartiendo su peligrosa vida y azares, marcaron mi destino. Quise ser soldado, lo era al fin, y a ello me aplicaba con la resuelta pasión de mi juventud y mis bríos.

– Putas no llevamos a bordo, y el vino es ruin y escaso -respondí, algo picado por la pulla-. Así que no me maltrate vuestra merced… En cuanto al juego, lo que gané arriesgando la vida no pienso darlo a un piojo.

Aquello del piojo no era frase hecha. El capitán Urdemalas, harto de las pendencias que por la descuadernada y los huesos de Juan Tarafe teníamos a bordo, había prohibido naipes y dados bajo pena de grilletes. Pero más sabe el caballo que quien lo ensilla; de manera que soldados y marineros se las ingeniaban para aderezar unos círculos con tiza sobre una tabla, y poniendo en el centro uno de los muchos piojos que nos comían vivos -a eso decíamos tener gente-, apostaban adonde se dirigiría el bicho.

– Cuando volvamos a Nápoles -concluí- Dios dirá.

Me quedé mirándolo de soslayo, en espera de algún comentario; pero siguió en silencio, oscuro bulto a mi lado, mecidos ambos por el balanceo de la galera. Desde hacía algún tiempo, la cuestión entre nosotros era que, pese a su vigilancia y protección, el capitán Alatriste no podía atajarme los aspectos menos recomendables de nuestra vida militar, riesgos del oficio aparte, del mismo modo que, en los años transcurridos desde que mi pobre madre me había enviado a él, vime envuelto varias veces -con grave peligro de la libertad y la vida- en algunas de sus turbias empresas. Ahora yo era hombre hecho y derecho, o estaba a pique de serlo. Y los prudentes consejos del capitán, cuando los daba -ya saben vuestras mercedes que era de quienes prefieren las estocadas a las palabras-, no siempre encontraban en mí el eco adecuado, pues en todo me creía plático y al cabo de la calle. De modo que, como él era veterano, discreto, avisado y me quería mucho, en vez de echarme sermones procuraba mantenerse cerca para cuando lo necesitara. Y sólo imponía su autoridad -y vive Dios que sabía imponerla, si se terciaba- en situaciones extremas.

Respecto a mujeres, bebida y juego, admito que tenía algún motivo para irritarse conmigo. Mi sueldo de cuatro escudos al mes, con el dinero de anteriores botines -dos caramuzales apresados en el brazo de Mayna, una gentil jornada en la costa de Túnez, un bajel represado frente al cabo Pájaro y una galera en la seca de Santa Maura-, lo había derrochado yo hasta el último carlín, tan a lo soldado como mis camaradas; y también como el propio capitán -él mismo lo reconocía con hosquedad- había hecho en su juventud. Pero en mi caso, la bisoñez y el gusto por lo nuevo me lanzaron al negocio con avidez. Para un mozo como yo, alentado y español, Nápoles, pepitoria del mundo, era el paraíso: buenas hosterías, mejores tabernas, hembras jarifas y todo aquello, en suma, que a un soldado podía aliviarlo de su argén. Y además, para darme alas, el azar quiso que en Nápoles estuviese Jaime Correas, cofrade en mis andanzas mochileras de Flandes, que ya servía en Italia tiempo suficiente para que ningún vicio le fuera ajeno. De él tendré ocasión de tratar más adelante, así que sólo consigno ahora que en su conserva, y ante el ceño fruncido del capitán Alatriste, me había ejercitado parte del invierno, mientras quedaban desarmadas las galeras, en lances de garitos y tabernas, sin omitir -aunque yo más bien de refilón- alguna mancebía. Y no es que mi antiguo amo fuese alma de las que mueren sin confesión y al rato están mirándole las barbas a Cristo como si nada, sino todo lo contrario. Pero lo cierto es que el juego, sangría de bolsas y soldados, nunca lo tentó. De lo otro, si alguna vez frecuentó a doctoras del arte aviesa -aunque nunca precisó de putas, pues siempre supo forrajear en buenos pastos-, éstas fueron escasas y de mucha confianza. En cuanto al licor de Baco, ése sí lo frecuentaba el capitán, mostrando una sed del infierno. Pero aunque a menudo cargaba delantero, en especial cuando iba furioso o melancólico -entonces se volvía especialmente peligroso, pues el vino no le embotaba los sentidos ni la destreza-, siempre lo hacía a solas, sin testigos. Creo que, más que como placer o vicio, despachaba azumbres para enfriar, remojándolos a mansalva, tormentos y diablos interiores que sólo Dios y él conocían de veras.

Con la primera luz del alba escurrimos el áncora bajo los muros de Melilla, plaza española ganada a los moros ciento treinta años atrás; y lo hicimos, por repararnos de miradas de moros, no en la laguna sino por la parte de afuera, en la estrecha ensenada de los Galápagos, con gúmenas a tierra, al resguardo y socaire de sus altísimas murallas y torreones. El imponente aspecto de la ciudad era sólo apariencia, como pude comprobar cuando, mientras nuestro capitán de galera ajustaba el precio de los esclavos, paseé por sus calles apretadas, sin un solo árbol, y por sus murallas, advirtiendo el estado de abandono en que se encontraba todo. Ocho siglos de lucha contra el Islam en dura reconquista morían en aquella mísera frontera. Del oro y la plata de las Indias, allí no llegaba un maravedí. Todo iba a manos de banqueros genoveses, cuando no era capturado por holandeses e ingleses -mala pascua les diese Dios- en los mares de barlovento. Eran Flandes y las Indias las niñas de los ojos reales, y nuestra vieja empresa africana, antaño cara a los Reyes Católicos y al gran emperador Carlos, era desdeñada por nuestro cuarto Felipe y su valido, el conde-duque de Olivares, hasta el punto de que corrían, manuscritos y anónimos, versos satíricos como éstos: