El caso, con versos o sin ellos, era que las plazas norteafricanas se mantenían de milagro, y más por reputación que por otra cosa; pues, aunque servían para privar a los corsarios de algunos puertos y bases principales, éstos seguían muy a salvo en Argel, Túnez, Salé, Trípoli o Bizerta. Encerrados en estrechos recintos cuyas casamatas y baluartes se desmoronaban por falta de recursos, nuestros soldados -muchos de ellos viejos inválidos que nadie relevaba- y sus familias vivían mal vestidos y peor alimentados, sin un palmo de tierra para cultivar, con lo justo, y a veces ni eso, para reñir, batir y resistir; rodeados de enemigos y con todo socorro de la Península a una jornada de navegación, cuando menos. Y aun lo del socorro no era seguro, pues dependía del estado de la mar y de la diligencia en prepararse todo en España. Así, Melilla, como el resto de nuestras posesiones africanas -incluidas Tánger y Ceuta, que como portuguesas eran españolas-, se veía librada, para su supervivencia, al coraje de su guarnición y a la diplomacia con los moros aledaños, de quienes obtenía, de grado o por la fuerza, los bastimentos necesarios. Mucho de eso advertí, como digo, visitando la ciudad y sus aljibes, de los que dependía allí la vida. Eché un vistazo al hospital, a la iglesia, al túnel de Santa Ana y a la esquina, intramuros, donde los moros de las huertas cercanas venían a vender carne, pescado y verduras: lugar muy animado de día, aunque todos los alarbes dejaban la ciudad antes de que se cerraran las puertas al anochecer, salvo algunos de confianza que podían quedarse y pernoctaban enjaulados en la casa de la morería, bajo vigilancia del alguacil. Eso no llegué a verlo, pues aquella misma noche, para no ser señalada por los alarbes de la costa cercana, la Mulata zarpó de Melilla a la sorda y a fuerza de remo; y luego, aprovechando el terral, nos fuimos rumbo a levante, de manera que el amanecer nos encontró engolfados a la altura de las islas Chafarinas y con medio camino hecho a Orán; donde, a la tarde del día siguiente, avistamos la aguja y dimos fondo sin novedad ni malos encuentros.
Orán era otra cosa, aunque tampoco el paraíso. La ciudad participaba de la ruin condición del resto de plazas españolas en África, mal abastecida y peor comunicada, con sus defensas mermadas por la improvisación y la incuria. Pero en este caso no se trataba de una peña seca y fortificada como Melilla, sino de un verdadero lugar con río, agua abundante y huertas aledañas, amén de una guarnición que, aunque insuficiente -en aquel tiempo había unos mil trescientos soldados con sus familias, además de quinientos vecinos de diversos oficios-, se las arreglaba para defenderse y, llegado el caso, ofendía con desenvoltura. De manera que si las plazas españolas se encontraban casi abandonadas a su suerte, la de Orán, siendo mala, no era de las peores. La prueba era el convoy de bastimentos fondeado en la ensenada del cabo Falcón, puerto de la ciudad, entre el formidable fuerte de Mazalquivir y la punta de la Mona, bajo el castillo de San Gregorio; allí donde nuestra galera mojó ferro entre las naves cuya conserva habíamos abandonado para dar caza al corsario. Ancoramos cerca de tierra, junto a la torre, y con falúas nos llegamos a suelo africano, andando a pie el camino hasta la ciudad, que se alzaba siguiendo la costa a media legua de la playa, en una orilla alta y cortada, de mal puerto -por eso Mazalquivir era el suyo-, caballera sobre el río, con una hermosa vista debida a los huertos, arboledas y molinos a uno y otro lado de éste, que corría entre la ciudad y el fuerte de Rosalcázar.
Llegamos, como digo, satisfechos de estar de nuevo en tierra y con dinero en la bolsa; y aunque Orán no era Nápoles ni de lejos, modo había de alegrarse. No faltaban tabernas llevadas por antiguos soldados, las treguas con los moros abastecían el mercado, y el trigo, paño y pólvora que habíamos traído de la Península alegraban a todo el mundo. Por si fuera poco, la ciudad gozaba de algún lupanar razonable; que, en guarniciones como aquélla, hasta los obispos y teólogos de nuestra Santa Madre Iglesia, tras mucho debatir el asunto, habían concluido, resignados a lo inevitable, que unas cuantas daifas animosas, aparte aliviar de picores a la tropa, salvaguardaban la virtud de doncellas y mujeres casadas, evitaban violaciones y reducían el número de deserciones al campo moro en busca de hembras. Y de eso íbamos hablando soldados y gente de mar apenas desembarcados: de visitar un burdel oranés como primer trámite de aduana o almojarifazgo, cuando, apenas franqueada la puerta de Canastel -de las dos de Orán, la más próxima a la marina-, el capitán Alatriste y yo tuvimos un encuentro inesperado, gratísimo e increíble, que prueba hasta qué punto nos depara sorpresas cada vuelta y revuelta de la vida.
– Que me ahorquen si no estoy soñando -dijo una voz familiar.
Y allí mismo, pequeño, flaco y duro como siempre, brazos en jarras y espada al cinto, charlando a la sombra con unos soldados y en funciones de cabo de guardia de aquella entrada, estaba Sebastián Copons, en persona.
– Y eso es lo que hay -concluyó, apurando la jarra.
Bebíamos los tres, sentados a la mesa de una taberna estrecha y sucia, bajo una remendada lona de vela que protegía del sol. Fiel al estilo propio, Copons no había gastado mucha parla para resumir sus últimos dos años, que era el tiempo transcurrido desde que nos habíamos dicho adiós en una venta andaluza, tras la escabechina del Niklaasbergen y el asunto del oro real; cuando hicimos, con el concurso de algunos camaradas, buena montería de flamencos y esbirros en la barra de Sanlúcar. Desde entonces, según contó el aragonés, sus planes para dejar la milicia y establecerse en su rincón, Huesca, con un poco de tierra, una casa y una mujer, se desbarataron por la mala fortuna. Un mal lance en Sevilla y una muerte en Zaragoza -ésta con vaivén de alguaciles, abogados, jueces, escribanos y demás parásitos emboscados entre legajos como chinches en costura- lo habían aliviado de dineros y llevado de nuevo, vacíos bolsa y estómago, camino de un cuartel para ganarse la vida. Sus intentos de pasar a las Indias resultaron inútiles -ya no necesitaban allí soldados, sino funcionarios, curas y menestrales-, y cuando se disponía a sentar plaza para Flandes o Italia, una pendencia tabernaria, con dos corchetes maltrechos y un alguacil persignado en la cara, lo llevó de nuevo ante la Justicia. Esta vez no quedaban recursos para cegar a la Tuerta; de modo que el juez, que también era oséense, y en atención a ser paisanos, le había dado a elegir entre cuatro años de estaribel o uno de soldado en Orán por cincuenta reales al mes. Y allí estaba, cumplido el año con creces, pues pasaban cinco meses del plazo.