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Escribió una carta semanal durante media vida. «A veces no se me ocurría qué decir -me dijo muerta de risa-, pero me bastaba con saber que él las estaba recibiendo». Al principio fueron esquelas de compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva, billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y por último fueron las cartas indignas de una esposa abandonada que se inventaba enfermedades crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen humor se le derramó el tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le agregó una posdata: «En prueba de mi amor te envío mis lágrimas». En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba de su propia locura. Seis veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces consiguió su complicidad. Lo único que no se le ocurrió fue renunciar. Sin embargo, él parecía insensible a su delirio: era como escribirle a nadie.

Una madrugada de vientos, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que soltó sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta. Le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana. Se la entregó a la empleada del correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con ella para llevarse las cartas, y se quedó convencida de que aquel desahogo terminal seria el último de su agonía. Pero no hubo respuesta. A partir de entonces ya no era consciente de lo que escribía, ni a quién le escribía a ciencia cierta, pero siguió escribiendo sin cuartel durante diecisiete años.

Un medio día de agosto, mientras bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo que mirar para saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca -me dijo-. ¡Pero era él, carajo, era él!» Se asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo.

Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata.

Bayardo San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la máquina de coser.

– Bueno -dijo-, aquí estoy.

Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella le había escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de colores, y todas sin abrir.

Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria, dominada hasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a girar de golpe en torno de una misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos del amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo, y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad.

Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que llegó a ser un cirujano notable, no pudo explicarse nunca por qué cedió al impulso de esperar dos horas donde sus abuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la casa de sus padres, que lo estuvieron esperando hasta el amanecer para alertarlo. Pero la mayoría de quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor son estancos sagrados a los cuales sólo tienen acceso los dueños del drama. «La honra es el amor», le oía decir a mi madre. Hortensia Baute, cuya única participación fue haber visto ensangrentados dos cuchillos que todavía no lo estaban, se sintió tan afectada por la alucinación que cayó en una crisis de penitencia, y un día no pudo soportarla más y se echó desnuda a las calles.

Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por despecho con un teniente de fronteras que la prostituyó entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la comadrona que había ayudado a nacer a tres generaciones, sufrió un espasmo de la vejiga cuando conoció la noticia, y hasta el día de su muerte necesitó una sonda para orinar. Don Rogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era un prodigio de vitalidad a los 86 años, se levantó por última vez para ver cómo desguazaban a Santiago Nasar contra la puerta cerrada de su propia casa, y no sobrevivió a la conmoción. Plácida Linero había cerrado esa puerta en el último instante, pero se liberó a tiempo de la culpa. «La cerré porque Divina Flor me juró que había visto entrar a mi hijo -me contó-, y no era cierto». Por el contrario, nunca se perdonó el haber confundido el augurio magnífico de los árboles con el infausto de los pájaros, y sucumbió a la perniciosa costumbre de su tiempo de masticar semillas de cardamina.

Doce días después del crimen, el instructor del sumario se encontró con un pueblo en carne viva. En la sórdida oficina de tablas del Palacio Municipal, bebiendo café de olla con ron de caña contra los espejismos del calor, tuvo que pedir tropas de refuerzo para encauzar a la muchedumbre que se precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa de exhibir su propia importancia en el drama. Acababa de graduarse, y llevaba todavía el vestido de paño negro de la Escuela de Leyes, y el anillo de oro con el emblema de su promoción, y las ínfulas y el lirismo del primíparo feliz. Pero nunca supe su nombre.

Todo lo que sabemos de su carácter es aprendido en el sumario, que numerosas personas me ayudaron a buscar veinte años después del crimen en el Palacio de justicia de Riohacha. No existía clasificación alguna en los archivos, y más de un siglo de expedientes estaban amontonados en el suelo del decrépito edificio colonial que fuera por dos días el cuartel general de Francis Drake. La planta baja se inundaba con el mar de leva, y los volúmenes descosidos flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo exploré muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de causas perdidas, y sólo una casualidad me permitió rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322 pliegos salteados de los más de 500 que debió de tener el sumario.

El nombre del juez no apareció en ninguno, pero es evidente que era un hombre abrasado por la fiebre de la literatura. Sin duda había leído a los clásicos españoles, y algunos latinos, y conocía muy bien a Nietzsche, que era el autor de moda entre los magistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no sólo por el color de la tinta, parecían escritas con sangre. Estaba tan perplejo con el enigma que le había tocado en suerte, que muchas veces incurrió en distracciones líricas contrarias al rigor de su ciencia. Sobre todo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada.

Sin embargo, lo que más le había alarmado al final de su diligencia excesiva fue no haber encontrado un solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago Nasar hubiera sido en realidad el causante del agravio. Las amigas de Ángela Vicario que habían sido sus cómplices en el engaño siguieron contando durante mucho tiempo que ella las había hecho partícipes de su secreto desde antes de la boda, pero no les había revelado ningún nombre. En el sumario declararon: «Nos dijo el milagro pero no el santo». Ángela Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez instructor le preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le contestó impasible: