Siempre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no hubiera nadie, Santiago Nasar raspaba con las llaves la tela metálica de las ventanas. Aquel lunes, ella lo estaba esperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago Nasar no podía verla desde la calle, pero en cambio ella lo vio acercarse a través de la red metálica desde antes de que la raspara con las llaves.
– Entra -le dijo.
Nadie, ni siquiera un médico, había entrado en esa casa a las 6.45 de la mañana.
Santiago Nasar acababa de dejar a Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y había tanta gente pendiente de él en la plaza, que no era comprensible que nadie lo viera entrar en casa de su novia. El juez instructor buscó siquiera una persona que lo hubiera visto, y lo hizo con tanta persistencia como yo, pero no fue posible encontrarla. En el folio 382 del sumario escribió otra sentencia marginal con tinta roja: La fatalidad nos hace invisibles. El hecho es que Santiago Nasar entró por la puerta principal, a la vista de todos, y sin hacer nada por no ser visto. Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde de cólera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas que solía llevar en las ocasiones memorables, y le puso el cofre en las manos.
– Aquí tienes -le dijo-. ¡Y ojalá te maten!
Santiago Nasar quedó tan perplejo, que el cofre se le cayó de las manos, y sus cartas sin amor se regaron por el suelo. Trató de alcanzar a Flora Miguel en el dormitorio, pero ella cerró la puerta y puso la aldaba. Tocó varias veces, y la llamó con una voz demasiado apremiante para la hora, así que toda la familia acudió alarmada. Entre consanguíneos y políticos, mayores y menores de edad, eran más de catorce. El último que salió fue Nahir Miguel, el padre, con la barba colorada y la chilaba de beduino que trajo de su tierra, y que siempre usó dentro de la casa. Yo lo vi muchas veces, y era inmenso y parsimonioso, pero lo que más me impresionaba era el fulgor de su autoridad.
– Flora -llamó en su lengua-. Abre la puerta.
Entró en el dormitorio de la hija, mientras la familia contemplaba absorta a Santiago Nasar. Estaba arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del suelo y poniéndolas en el cofre. «Parecía una penitencia», me dijeron. Nahir Miguel salió del dormitorio al cabo de unos minutos, hizo una señal con la mano y la familia entera desapareció.
Siguió hablando en árabe a Santiago Nasar. «Desde el primer momento comprendí que no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo», me dijo. Entonces le preguntó en concreto si sabía que los hermanos Vicario lo buscaban para matarlo. «Se puso pálido, y perdió de tal modo el dominio, que no era posible creer que estaba fingiendo», me dijo. Coincidió en que su actitud no era tanto de miedo como de turbación.
– Tú sabrás si ellos tienen razón, o no -le dijo-. Pero en todo caso, ahora no te quedan sino dos caminos: o te escondes aquí, que es tu casa, o sales con mi rifle.
– No entiendo un carajo -dijo Santiago Nasar.
Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dijo en castellano. «Parecía un pajarito mojado», me dijo Nahir Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque él no sabía dónde dejarlo para abrir la puerta.
– Serán dos contra uno -le dijo.
Santiago Nasar se fue. La gente se había situado en la plaza como en los días de desfiles. Todos lo vieron salir, y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar, y estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa. Dicen que alguien gritó desde un balcón: «Por ahí no, turco, por el puerto viejo». Santiago Nasar buscó la voz.
Yamil Shaium le gritó que se metiera en su tienda, y entró a buscar su escopeta de caza, pero no recordó dónde había escondido los cartuchos. De todos lados empezaron a gritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al revés y al derecho, deslumbrado por tantas voces a la vez. Era evidente que se dirigía a su casa por la puerta de la cocina, pero de pronto debió darse cuenta de que estaba abierta la puerta principal.
– Ahí viene -dijo Pedro Vicario.
Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se quitó el saco, lo puso en el taburete, y desenvolvió el cuchillo en forma de alfanje. Antes de abandonar la tienda, sin ponerse de acuerdo, ambos se santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarró a Pedro Vicario por la camisa y le gritó a Santiago Nasar que corriera porque lo iban a matar.
Fue un grito tan apremiante que apagó a los otros. «Al principio se asustó -me dijo Clotilde Armenta-, porque no sabía quién le estaba gritando, ni de dónde». Pero cuando la vio a ella vio también a Pedro Vicario, que la tiró por tierra con un empellón, y alcanzó al hermano. Santiago Nasar estaba a menos de 50 metros de su casa, y corrió hacia la puerta principal.
Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria Guzmán le había contado a Plácida Linero lo que ya todo el mundo sabía. Plácida Linero era una mujer de nervios firmes, así que no dejó traslucir ningún signo de alarma. Le preguntó a Victoria Guzmán si le había dicho algo a su hijo, y ella le mintió a conciencia, pues contestó que todavía no sabía nada cuando él bajó a tomar el café. En la sala, donde seguía trapeando los pisos, Divina Flor vio al mismo tiempo que Santiago Nasar entró por la puerta de la plaza y subió por las escaleras de buque de los dormitorios. «Fue una visión nítida», me contó Divina Flor.
«Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude ver bien, pero me pareció un ramo de rosas». De modo que cuando Plácida Linero le preguntó por él, Divina Flor la tranquilizó.
– Subió al cuarto hace un minuto -le dijo.
Plácida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no pensó en recogerlo, y sólo se enteró de lo que decía cuando alguien se lo mostró más tarde en la confusión de la tragedia. A través de la puerta vio a los hermanos Vicario que venían corriendo hacia la casa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que ella se encontraba podía verlos a ellos, pero no alcanzaba a ver a su hijo que corría desde otro ángulo hacia la puerta.
«Pensé que querían meterse para matarlo dentro de la casa», me dijo. Entonces corrió hacia la puerta y la cerró de un golpe. Estaba pasando la tranca cuando oyó los gritos de Santiago Nasar, y oyó los puñetazos de terror en la puerta, pero creyó que él estaba arriba, insultando a los hermanos Vicario desde el balcón de su dormitorio. Subió a ayudarlo.
Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando se cerró la puerta. Alcanzó a golpear varias veces con los puños, y en seguida se volvió para enfrentarse a manos limpias con sus enemigos. «Me asusté cuando lo vi de frente -me dijo Pablo Vicario-, porque me pareció como dos veces más grande de lo que era».
Santiago Nasar levantó la mano para parar el primer golpe de Pedro Vicario, que lo atacó por el flanco derecho con el cuchillo recto.
– ¡Hijos de puta! -gritó.
El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y luego se le hundió hasta el fondo en el costado. Todos oyeron su grito de dolor.
– ¡Ay mi madre!
Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso fiero de matarife, y le asestó un segundo golpe casi en el mismo lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a salir limpio -declaró Pedro Vicario al instructor-. Le había dado por lo menos tres veces y no había una gota de sangre». Santiago Nasar se torció con los brazos cruzados sobre el vientre después de la tercera cuchillada, soltó un quejido de becerro, y trató de darles la espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con el cuchillo curvo, le asestó entonces la única cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta presión le empapó la camisa. «Olía como él», me dijo. Tres veces herido de muerte, Santiago Nasar les dio otra vez el frente, y se apoyó de espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor resistencia, como si sólo quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por partes iguales.