– Yo no tengo la culpa. Yo no ronco. Y si ronco, ¡qué le vamos a hacer!, tengo derecho. Cómprese algodón hidrófilo…
Ya no podía dormir: si roncaba, por el ruido; si no esperándolo. Pegando golpes en la pared callaba un momento… pero en seguida volvía a empezar. No tienen ustedes idea de lo que es ser centinela de un ruido. Una catarata. Un volumen tremendo de aire, una fiera acorralada, el estertor de cien moribundos, me rasgaba las entrañas emponzoñándome el oído, y no podía dormir nunca, nunca. Y no me daba la gana de cambiar de casa. ¿Dónde iba yo a pagar tan poco? El tiro se lo pegué con la escopeta de mi sobrino.
No puedo tocar el terciopelo. Tengo alergia al terciopelo. Ahora mismo se me eriza la piel al nombrarlo. No sé por qué salió aquello en la conversación. Aquel hombre tan redicho no creía más que en la satisfacción de sus gustos. No sé de dónde sacó un trozo de aquel maldito terciopelo y empezó a restregármelo por los cachetes, por el cogote, por las narices. Fue lo último que hizo.
¡Yo tenía razón! Mi teoría era irrefutable. Y aquel viejo gaga, denegando con su sonrisilla imperturbable, como si fuese la divina garza, y estuviese revestido, por carisma, de una divina infalibilidad. Mis argumentos eran correctísimos, sin vuelta de hoja. Y aquel viejo carcamal imbécil, barba sucia, sin dientes, con sus doctorados honoris causa a cuestas, poniéndolos en duda, emperrado en sus teorías pasadas de moda, sólo vivas en su mente anquilosada, en sus libros que ya nadie lee. Viejo putrefacto. Todos los demás callaban cobardemente ante la cerrazón despectiva del maestro. No valían ya argumentos, dispuesto como lo estaba a hundir mis teorías con su sonrisilla sardónica. ¡Como si yo fuera un intruso! Como si defender algo que estaba fuera del alcance de su mente en descomposición fuese un insulto a la ciencia que él, naturalmente, representaba. Hasta que no pude más. Me sacó de quicio. Le di con la campanilla en la cabeza: lo malo fue que el badajo se le clavó en una fontanela. No se ha perdido gran cosa, como no sean sus ojos de pescado, colorados, muertos.
Soy modisto. No lo digo por halagarme, mi reputación está bien cimentada: soy el mejor modisto del país. Y aquella mujer, que se empeñaba en que yo la vistiese, llegaba a su casa y hacía de su capa un sayo, dicho sea con absoluta propiedad. S o b i e aquel traje verde se echó la echarpe de tul naranja de su conjunto gris del año pasado, y guantes color de rosa. Até disimuladamente el velo a la rueda del coche. El arranque hizo lo demás. ¡Que le echen la culpa al viento!
Me dijo que aquel negocio no le interesaba. No tengo por qué aclarar cuestiones personales que nada tienen que ver con el caso. Pero me aseguró que compraba aquellos calcetines de lana más baratos. Y no podía ser: se los ofrecía al costo. Se los saldaba porque tenía necesidad de ese dinero con gran urgencia. Y me salió con que los compraba dos cincuenta más baratos por docena. Era una mentira indecente. Y había que ver con qué seguridad, con qué seriedad lo aseguraba, fumando un mal puro. Le di con la pesa de dos kilos que estaba sobre el mostrador.
Me quemó, duro, con su cigarrillo. Yo no digo que lo hiciera con mala intención. Pero el dolor es el mismo. Me quemó, me dolió, me cegué, lo maté. No tuve -yo, tampoco- intención de hacerlo. Pero tenía aquella botella a mano.
Mató a su hermanita la noche de Reyes para que todos los juguetes fuesen para ella.
Lo maté porque me dolía la cabeza. Y él venga hablar, sin parar, sin descanso, de cosas que me tenían completamente sin cuidado. La verdad, aunque me hubiesen importado. Antes, miré mi reloj seis veces, descaradamente: no hizo caso. Creo que es una atenuante muy de tenerse en cuenta.
Soy vendedor de lotería: es una profesión tan decente como otra cualquiera. Estaba seguro de que aquel 18.327 iba a salir premiado. Corazonadas que tiene uno. Se lo ofrecí a aquel joven bien vestido que estaba parado en la esquina. Entre otras cosas, era mi obligación. Se mostró interesado en los números que le enseñaba. Es decir, que me dio pie. Le ofrecí el 18.327. Se negó suavemente. Esa no es manera. Cuando no se quiere algo se dice de una vez. Yo insistí: era mi deber. ¿O no? Sonrió, incrédulo, como si estuviese seguro de que aquel número no había de salir premiado. Si yo hubiese creído que lo que quería era no comprar, no hubiera pasado nada. Pero cuando uno se interesa ya contrae una obligación. Se aglomeró la gente. ¿Qué iban a pensar de mí? Era un insulto. Traté de defenderme. Siempre llevo una navajita, por lo que pueda pasar. La verdad es que aquel billete no salió premiado, pero sí con reintegro. No hubiera perdido nada: el 7 es un buen número final.
Pueden ustedes preguntarlo en la Sociedad de Ajedrez de Mexicali, en el Casino de Hermosillo, en la Casa de Sonora: yo soy, yo era, muchísimo mejor jugador de ajedrez que él. No había comparación posible. Y me ganó cinco partidos seguidos. No sé si se dan ustedes cuenta. ¡El, un jugador de clase C! Al mate, cogí un alfil y se lo clavé, dicen que en el ojo. El auténtico mate del pastor…
¿Qué quieren? Estaba agachado. Me presentaba la popa de una manera tan ridícula, tan a mano, que no pude resistir la tentación de empujarle…
El avión salía a las seis cuarenta y cinco. Le dije que me despertara a las cinco. Me desperté a las siete. Lo peor es que aseguró haberme llamado. Nunca me duermo si me despiertan. No tenía nada que hacer en Acapulco, pero se emperró: «Yo le llamé, señor. Yo le llamé.» Y las mentiras me sacan de quicio. Le hice rebotar la cabeza contra la pared hasta que me lo quitaron de las manos.
Era más inteligente que yo, más rico que yo, más desprendido que yo; era más alto que yo, más guapo, más listo; vestía mejor, hablaba mejor; si ustedes creen que no son eximentes, son tontos. Siempre pensé en la manera de deshacerme de él. Hice mal en envenenarlo: sufrió demasiado. Eso, lo siento. Yo quería que muriera de repente.
La verdad, creí que no lo descubrirían nunca. Sí: era mi mejor amigo. En eso no hay duda: y yo su mejor amigo. Pero estos últimos tiempos ya no le podía aguantar: adivinaba todo lo que yo pensaba. No había modo de escapar. Aun a veces me decía lo que todavía pugnaba por tomar forma en mi imaginación. Era vivir desnudo. Lo preparé bien; seguramente dejé el cuerpo demasiado cerca de la carretera.
Si no duermo ocho horas soy hombre perdido; y me tenía que levantar a las siete… Eran las dos y no se marchaban: repantigados en los sillones, tan contentos. Y sabe Dios que no había tenido más remedio que invitarlos a cenar. Y hablaban por los codos, por las coyunturas, a chorros, lazándose el uno al otro la hebra, enredándola a borbotones, despotricando de cosas insubstanciales, y venga tomar copas de coñac y otra taza de café. De pronto, a ella se le ocurrió que, un poco más tarde, podríamos tomar unas sopas de ajo. (Mi cocinera tiene reputación.) Yo no podía más. Los invité a cenar porque no tenía más remedio, porque soy una persona bien educada. Llegaron, más o menos puntualmente, a las nueve y media, y eran las dos de la mañana y no tenían trazas de marcharse. Yo no podía apartar mi pensamiento del reloj, porque mirarlo no podía, ya que ante todo está la buena educación. Yo me tenía que levantar a las siete, y si no duermo ocho horas pasó todo el día hecho un guiñapo; además lo que decían no me importaba nada, absolutamente nada. Claro está que podía haber procedido como un grosero y haberles dicho de una manera o de otra que se fueran. Pero eso no reza conmigo. Mi mamá, que se quedó viuda joven, me ha inculcado los mejores principios. Lo único que tenía eran ganas de dormir. Lo demás me importaba poco. No es que tuviera mucho sueño: pensaba en el que tendría al día siguiente… Mi educación me impedía simular bostezos, que es medida corriente en personas ordinarias.