– A mi mujer, señor, le pasaba con los nuevos fritos lo que con los hijos: que no los dejaba en paz. La diferencia está en que los hijos crecen y se acomodan solos, mientras que los huevos fritos (¿qué se puede comparar a un par huevos bien fritos?) se los come uno como el mejor regalo del Creador. La cuestión es, como en todo, el punto. Soy albañil y sé lo que me digo referente al punto del punto. Lo que importa, para los huevos, es la cantidad y el calor del aceite en el que se echan -partidos y vertidos con cuidado- y el momento justo en el que hay que sacarlos, la clara ya abullona-da como si fuese pasta de buñuelo. Los huevos fritos nunca se «apegan» como decía ella. No diré más, gracias a Dios: un huevo frito con la yema cubierta, blanca o rota ni es un huevo frito ni es nada. Que la quemadura fuese tan grave, ¿quién lo podía adivinar?
Me echó un trozo de hielo por la espalda. Lo menos que podía hacer era dejarle frío.
No lo hice adrede.
– ¿Por qué se me va a acusar de haberle matado si se me olvidó de que la pistola estaba cargada? Todo el mundo sabe que soy un desmemoriado. ¿Entonces, yo voy a tener la culpa? ¡Sería el colmo!
El balón era mío y muy mío. La navaja, no. Pero de lo que se trataba era del balón.
Pueden saberse todas las lecciones de corrido, papá, pero no ser tan bizco… Si se dio con un canto…
Tanto: señor profesor, señor profesor… Y todo por hacerse el mono, puro cortejo, puro servicio, puro babeo. ¡Que si primero fue así, que si primero fue asá! Pero el colmo fue que, por las buenas, se puso a copiar y a negarse a prestárnoslo… A ver si lo hace ahora. Se quedó como un palo, del ídem.
Yo no quise darle tan fuerte.
¡A poco los hijos de millonarios tienen algo especial en la cabezota! #
A mí, mi papá me dijo que no me dejara… Y no me dejé.
Por mucho que fuese mi tía María… A mí nadie me encierra en casa cuando les prometí a mis cuates que iría a jugar con ellos. Y andimás cuando no tienen ningún delantero centro como yo… Pero que ni soñarlo. Que la empujé un poco demasiado fuerte… La culpa no es mía. No tenía más que agarrarse un poco más fuerte al barandal de la escalera. Además, siempre estaba espiándome. De verdad que no me quería. Siempre diciéndole a mi mamá…
¡Total porque le metí una ranota de nada en el bolsillo! Si pegó un salto, salió corriendo, tropezó y se rompió la cholla, ¿qué? ¿A qué tanta pregunta?
¡Sí, le dije a la recondenada que el chocolate quemaba!
Yo no salgo haciendo el ridículo y menos con aquella chamarra verde. Lo menos me hubiera dicho el Pipi es: ¡Marica! Yo no quería clavarle la agujota tan hondo…
A mi hermana -de verdad, de verdad- nunca la pude tragar.
A mí nadie, y ése menos que nadie, me hace trampas, señor. Claro que ahora ya no se las hará a nadie…
Lo que importa es conseguir y tener paz entre los hombres. Si para lograrlo hay que llegar a esto (e hizo un gesto que abarcaba toda la plaza), ¡qué le vamos a hacer!
La maté por no darle un disgusto.
Me dijo que lo publicaría en mayo, luego en junio, después en octubre. Pasó el invierno, con la primavera se me revolvió la sangre, ¡era mi segundo libro! El decisivo. Que lo fuera para el joven editor, lo siento. Pero me lo agradecerán muchos y, seguramente, llamará la atención y será una buena publicidad.
Lo envenené porque quería ocupar su puesto en la Academia. No creí que nadie lo descubriera. ¡Tuvo que ser ese novelista de mierda que, además, es comisario de policía!
Me llamó tarado. Yo no le consiento a nadie que le falte a mi madrecita.
Dos crímenes barrocos
Mire, señor, no vaya a ir en contra de mis ideas. No lo tolero. Yo acepto las suyas: para usted. Se las queda, las mastica, las digiere, las expulsa si a tanto le lleva su gusto. En general, los hombres desde hace un par y pico de siglos creen que son lo mejor de la humanidad. El non plus ultra. OK. Allá ellos. Yo estoy convencido de lo contrarío, de que todos somos unos hijos de la chingada por el hecho mismo de ser hombres. Hace mucho que quedó probado que el hombre ha llegado a domesticar la naturaleza a fuerza de mala leche, ingratitud, instintos asesinos, palos, pedradas, machetazos, tiros, hipocresía, asesinatos a mansalva, imposición de la esclavitud. Cualquier hombre, por el hecho de serlo, es un hijo de puta. No discuto que otros piensen de manera distinta. Para mí, el imbécil mayor -suizo tuvo que ser- fue Juan Jacobo Rousseau. Con estas ideas, ¿qué de extraño tiene que yo sea una buena persona? Que matara a don Jesús, no tiene nada de particular: no le debía un céntimo a nadie.
Pienso, luego soy, dijo el hombre famoso. Los árboles de mi jardín son, pero no creo que piensen, con lo que se demuestra que el señor Renato no estaba en su sano juicio y que lo mismo sucede con otros seres: mi suegro por ejemplo: es y no piensa, o mi editor que piensa y no es. Y si lo ponemos al revés, tampoco es cierto. No existo porque pienso ni pienso porque existo.
Pensar es cierto, existir es un mito. Yo no existo, sobrevivo, vivir -lo que se dice vivir- sólo los que no piensan. Los que se ponen a pensar no viven. La injusticia es demasiado evidente. Bastaría pensar para suicidarse. No; don Descartes: vivo, luego no pienso, si pensara no viviría. Hasta se podría hacer un bonito soneto: Pienso luego no vivo, si viviera, no pensara, señor…, etc., etc. Si para vivir se necesitara pensar, estábamos lucidos. Pero, en fin, si ustedes están convencidos de que así es, soy inocente, totalmente inocente ya que no pienso ni quiero pensar. Luego si no pienso no soy y si no soy ¿cómo voy a ser responsable de esa muerte?