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Durante los cuatro días que permanecí esa vez con el babazoti, no volví a ver a Susana. A veces me parecía sentir un murmullo en algún lugar, que no venía de ninguna dirección precisa, pero no logré verla nunca.

La vieja casa del abuelo se había vuelto más diáfana, aunque se aproximara el otoño, los rosales se agostaran en el patio y el lugar apareciera cada día más desierto. Eran las últimas noches en que los gitanos tocaban sus violines. En el patio oscuro, el abuelo, después de haber pasado toda la tarde leyendo sus librotes, chupaba la pipa, semitumbado en la otomana. Me sentaba como de costumbre en una silla cerca de él, pero no pensaba tanto en el tabaco y en los libros turcos, pues sucedía que junto a mí estaba sentada Margarita, con su brazo alrededor de mi cuello. El cielo estaba completamente oscuro y de vez en cuando resbalaba por sus abismos alguna estrella.

– Ha caído una estrella -decía Margarita en voz baja-. ¿La has visto?

Yo asentía con la cabeza.

En verdad, la caída de una estrella no me causaba en ese momento más impresión que la de un botón, pues los espesos cabellos de Margarita caían sobre mi cuello y de ellos, lo mismo que de todo su cuerpo, llegaba hasta mí un aroma suave, turbador, que no tenían ni mamá, ni la abuela, ni mis tías, que no tenía semejanza con ninguno de los olores placenteros que me gustaban, incluyendo los de los mejores guisos.

Había refrescado y el abuelo se levantaba de la otomana más pronto que en las noches de verano. Todos los demás se levantaban tras él; los gitanos guardaban los violines en las fundas y durante un instante se hacía el silencio. Después relampagueaba en algún extremo del horizonte y la abuela decía:

– Mañana tendremos lluvia.

– Buenas noches -decían los gitanos que se retiraban a su alojamiento.

– Buenas noches -decía el apacible marido de Margarita.

– Buenas noches -repetía Margarita con su voz cálida.

– Buenas noches -contestaban todos, uno tras otro.

Después de todos, adormilado, también yo decía «buenas noches» y entonces los viejos escalones crujían durante un rato, hasta que todo se tranquilizaba y quedaba envuelto por el sueño.

En ese momento se revitalizaban los techos de la casa. Los movimientos de los ratones, al comienzo tímidos y aislados, se volvían progresivamente más rápidos y arrojados, hasta transformarse en una horda incontenible que se trasladaba con estruendo de un extremo a otro del desván. A medida que transcurrían los minutos se iban pareciendo más a las hordas de Gengis Khan, que yo había visto en el cine. Ahora se agrupaban en las profundidades de Asia (Asia era el techo de Margarita). Sin duda se preparan. Un breve silencio. Según parece, Gengis Khan pronuncia un discurso. Señala con la mano hacia las fronteras de Europa (el techo del pasillo). Las hordas parten. El estruendo crece. Los techos crujen. Ya han traspasado las fronteras de Europa. El ruido alcanza su cénit. Los tenemos ya sobre nuestras cabezas. Terror. Destrucción. Seguidamente la horda toma otra dirección. De la lejana Asia llega un correo anunciando la rebelión de una tribu. La horda parte de nuevo en la dirección de donde vino. Vuelve a atravesar la frontera. Ya está en Asia. Tiene lugar allí una zarracina. Y debajo duerme Margarita. Gengis Khan debe cesar ya el ataque. ¿Es que no sabe que turba el sueño de Margarita? Pero él no hace caso. Cuando hay guerra no se duerme, grita. Y el combate prosigue.

Por la mañana, la abuela me puso la mano en la frente.

– Anoche hablabas en sueños -dijo-. ¿No tendrás fiebre?

– No.

Era el cuarto y último día de mi estancia allí. Después del desayuno me marché. De regreso a casa, llevando conmigo un pedazo enorme de empanada que la abuela me había envuelto cuidadosamente y el nombre de Margarita (la empanada la llevaba en la mano, el nombre de Margarita ni yo mismo sabía donde lo llevaba), vi a unos escolares que ascendían el camino de Varosh. Parecían muy turbados y tenían el rostro demudado. Por lo visto, su maestro, Qani Kakez, había vuelto a matar un gato durante la clase.

Ni en casa ni en el barrio había cambiado nada, pero en la llanura, al otro lado del río, estaba ocurriendo algo. Lo primero que saltaba a la vista era la desaparición de las vacas que habitualmente pastaban en aquel lugar. Además, estaban retirando los almiares de hierba. Unos cuantos camiones iban y venían por el llano. Por fin, poco a poco, alcanzaba a vislumbrarse algo. Una palabra nueva, completamente desconocida, creada a partir de las palabras «aire» y «puerto», se escuchaba aquí y allá. Por fin, todo se aclaró: en la llanura, del otro lado del río, a los pies de la ciudad, se estaba construyendo un aeropuerto.

Los transeúntes se detenían a menudo en las calles y callejas, se volvían hacia el río y observaban pensativos durante largo rato.

Había hecho su aparición un nuevo invitado. Era un invitado extraordinario, tendido en el llano, casi invisible. Si no hubieran quitado las vacas y los montones de hierba, quizá no se hubiera percibido siquiera su llegada. Sentía nostalgia de las vacas.

– ¿Y por qué se llama aeropuerto?

Los ojos grises de Javer quedaron pensativos.

– Porque es para los aeroplanos como un puerto, a través del cual entran en la ciudad.

Un invitado, ¿para bien o para mal? Había llegado boca abajo, sin ruido. Miles de ojos perplejos lo observaban sin acabar de entender su aparición. Tendido sobre la explanada en toda su longitud, incomprensible y peligroso, desde ese momento iba a perturbamos a todos.

– Preparativos de guerra.

– Quizá. También es posible que sea para defender la ciudad.

– No lo creo. Es un signo de guerra.

– Quizá. No obstante, mucha gente ha encontrado trabajo allí y gana dinero.

– Ese dinero es una deuda con la muerte.

Era una conversación entre dos desconocidos.

Entretanto se hablaba cada vez más del aeropuerto. Y sólo cuando se utilizó por primera vez la expresión «el campo del aeropuerto», la gente se apercibió de que hasta entonces aquel llano no había tenido nombre. Como si durante largo tiempo hubiese estado esperando los aviones para ser bautizado.

V

Al regresar de casa del abuelo era perceptible que en el barrio la irrupción de la brujería había remitido casi por completo. La limpieza de nuestro aljibe había terminado igualmente. Liberado por fin de las fuerzas oscuras, se llenaba ahora de agua nueva que borboteaba gozosa por los aleros del tejado. Me agaché sobre su boca y grité. El aljibe, aunque lleno de agua nueva y desconocida, me respondió de inmediato. Su voz era la misma, tan sólo un poco más fina. Esto significaba que todas las aguas del mundo, con independencia del trozo de cielo del que procedieran, hablaban la misma lengua.

Aparte de la retirada de las vacas del campo al otro lado del río, no había sucedido ninguna otra cosa inquietante si no se contaba la desaparición repentina del gato de doña Pino.

Desde la ventana de su casa, doña Pino hablaba de ello a la mujer de Bido Sherif, que se había asomado a la ventana con las manos enharinadas.

– Te lo digo yo, te lo ha robado él. No deja un gato vivo ese maldito maestro. Él te lo ha quitado.

– ¿Qué otro sino él? Es la hecatombe.

Estaba claro que hablaban de Qani Kekez.

– Eso tiene la escuela, querida doña Pino, tiene muchas cosas buenas, pero sobre todo malas. Llega ese maldito y te roba el gato.

– Eso mismo -dijo doña Pino-. Ya ni el gato va a poder salir a la puerta. Es la hecatombe.