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El tic-tac del gran reloj resonaba extraordinariamente. El dolor era omnipresente. Se extendía a raudales por el espacio infinito. Poco después lo inundaría todo.

El almuerzo era sombrío. Comíamos en silencio y todos parecían esperar con impaciencia el momento en que la abuela examinara el alón del gallo.

Últimamente se enteraba casi todo el mundo si se mataba algún gallo en el barrio, pues en sus huesos se podía ver el futuro y en los últimos tiempos se esperaban grandes acontecimientos.

– Doña Pino ha matado hoy un gallo. Id y preguntadle cómo le ha salido el alón, queridos -nos había dicho una semana antes la madre de Ilir.

Hoy, por primera vez en mucho tiempo, también nosotros habíamos matado un gallo. Por la tarde, la gente llamaría a la puerta y preguntaría por el alón. Después preguntarían a la abuela, a mamá cuando saliera al umbral de la puerta y quizás hasta los hombres preguntaran a papá en el café. Porque todos sabían que era muy infrecuente matar aves en la ciudad.

Terminó la comida. Por fin, la abuela cogió el alón del gallo, entornó los ojos y lo observó durante largo rato, volviendo hacia la luz unas veces un lado, otras el otro. Todos aguardábamos en silencio.

– Guerra -dijo de pronto la abuela con voz sorda-. Los extremos del hueso están encarnados. Guerra y sangre -y señaló con el dedo aquella parte del alón que anunciaba la guerra.

Nadie habló.

La abuela continuó su examen durante un buen rato.

– Guerra -volvió a decir y puso su mano derecha sobre mi cabeza, como protegiéndome del mal.

Acabada la comida, volví junto al montón de platos sucios, donde encontré el alón del gallo, y con él en la mano subí a la segunda planta de la casa, al salón. Me senté ante los altos ventanales y observé con atención aquel hueso delgado y trágico. Era una tarde de octubre. Fuera soplaba un viento seco. Sostenía en la mano el hueso frío y no era capaz de apartar los ojos de él. El hueso tenía color rojizo tirando a malva y unas veces parecía salpicado de pequeñas gotitas de sangre y otras como iluminado por los reflejos de un gran fuego.

Poco a poco se fue tornando rojo y, por fin, sobre su superficie no había ya pequeñas gotas de sangre, sino torrentes enteros que comenzaron a chorrear enrojeciéndolo todo.

Antes de que se adueñara de mí el sueño, con el hueso del gallo en la mano, vi una vez más los fuegos que ardían y llameaban en él y después, entre el humo, oí los primeros tambores que llamaban al combate.

Lo supe de inmediato, en cuanto entré en el patio. Margarita se había ido. No pregunté qué había sucedido, ni cómo había sucedido. El camino estaba desierto y los árboles del patio se iban quedando desnudos, has hojas revoloteaban con parsimonia sobre el cobertizo de los gitanos. Estaba un poco triste.

Pronto empezarían las verdaderas lluvias del otoño. Los árboles quedarían completamente desnudos y el viento aullaría a través de las rendijas. Aparecerían goteras en el techo justo bajo los lugares donde yo había pisado durante el verano, mientras el tabaco, las cerillas y el libro escrito en turco terminarían pudriéndose en la vieja buhardilla.

Susana vagaría de un lado a otro, leve y transparente, sin poder enterarse nunca de lo que le sucedió a un hombre llamado Macbeth, allá en la lejana Escocia. Si la próxima vez que fuera allí me dijeran que se había marchado junto con las cigüeñas, no me extrañaría lo más mínimo.

Durante las noches de invierno las hordas de ratones harían estragos sobre los techos. ¡Lucha, Gengis Khan! ¡Devástalo todo a tu paso! Más abajo de Asia ya no duerme nadie. Desierto. Desierto.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

… su declaración. Durante la campaña de Polonia no lancé ningún ataque nocturno, dice Adolf Hitler. Bombardeé de día. Lo mismo hice en Noruega, en Bélgica y en Francia. De pronto, el señor Churchill bombardea Alemania durante la noche. Vosotros conocéis, camaradas, mi paciencia. Esperé ocho días. Volvió a bombardear y pensé: este hombre está loco. Esperé dos semanas. Mucha gente venía y me decía: Mein Führer, ¿cuánto vamos a esperar aún? Entonces di la orden: bombardear Inglaterra durante la noche. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Sesión 127 del proceso. Los Angoni contra los Karllashe. El cronista Xivo Gavo, quien ha descubierto la vieja crónica familiar de los Angoni, rehusa utilizarla para el esclarecimiento del litigio sobre los antiguos títulos de propiedad. El inventor de nuestra ciudad, Dino Chicho, se dispone a emprender un viaje a Hamburgo. Aprovechamos la ocasión para repudiar con desprecio el artículo de un periodista de Tirana titulado: «En vísperas de la guerra mundial, un loco intenta fabricar un invento para defender su ciudad». Ayer, nuestro conciudadano T.V. tomó treinta cafés. Ordeno el oscurecimiento obligatorio de la ciudad. El comandante de la guarnición, Bruno Arcivocale. Nacimientos, matrimonios, defunciones. Dh. Ka

VI

Regresaba de casa del babazoti. Me había quedado más tiempo de lo acostumbrado, pues era la última vez que iría ese año. Durante el invierno no iba casi nadie a casa del abuelo, pues la estación era muy cruda allí arriba y el viento cortaba dondequiera que soplara. Sólo papá se atrevía a cruzar aquel desierto para pedir dinero prestado.

Nada más entrar en casa, noté que algo había cambiado. Mamá y la abuela remendaban unas mantas viejas. Las ayudaba la nuera de Nazo.

– ¿Qué hacéis? -les pregunté.

– Es para tapar las ventanas por la noche -respondió la abuela-. Lo ha ordenado el gobierno.

– ¿Y por qué?

– Puede haber bombardeos. ¿No han avisado allá arriba?

Me encogí de hombros.

– Yo no sé nada.

– Van avisando casa por casa -insistió la abuela.

Resonó la puerta con estrépito.

– Xexo -dijo mamá.

Xexo subió la escalera.

– ¿Cómo estáis, queridas? -dijo jadeante-. ¿Haciendo cortinas? ¡Ay, qué desastre! ¡Ay, qué catástrofe! ¡Qué cosas tienen que ver nuestros ojos! ¡Qué cosas están viendo! ¡Enterrarse la gente entre trapos como en una tumba! Harilla Lluka ha salido de buena mañana llamando de puerta en puerta. Oscuridad, dice, que se haga la oscuridad.

– Oscuridad obligatoria -dijo la nuera de Nazo sin alzar los ojos de las mantas-. Así la llaman.

– Así se queden ciegos -dijo Xexo-. Que les llegue a todos el castigo de Vehip el Ciego.

No entendí a quiénes maldecía Xexo ni por qué.

Resonó nuevamente la puerta. Eran doña Pino y Nazo.

– ¿Os habéis enterado? -dijo la primera-. Dicen que también van a cegar las chimeneas. ¡Es la hecatombe!

– ¡Que lo tapen todo! -gritó Xexo-. Deja que tapen las chimeneas y que tapien las puertas; que tapen hasta los retretes, si quieren. Este mundo ya es una ruina, querida Pino. Se lo lleva el río.

– Una ruina -repitió doña Pino-. Apenas se celebra una boda a la semana. ¡Es la hecatombe!

– Echan las vacas de los prados, los cubren de cemento, ¿se puede aguantar todo esto, Selfixe querida? Y dicen que ha aparecido un tal Isuf, uno de barba roja, un tal Isuf Stalin, que los hará picadillo a todos.

– ¿Es musulmán ése? -preguntó Nazo.

Xexo calló por un instante.

– Musulmán -dijo después con firmeza.

– Estupendo -le respondió Nazo.

La conversación se sosegaba. Mientras Nazo charlaba con la abuela, Xexo dijo algo al oído a la joven esposa de Maksut, que respondió negativamente con la cabeza, sin levantar un instante los ojos de la manta. Xexo se golpeó la cara.