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La conversación acabó apaciguándose. Hablaban ahora de dos en dos con voz monótona, a excepción de doña Pino y de la nuera de Nazo. Continuaron así largo rato.

– ¡Es la hecatombe! -dijo por centésima vez doña Pino, esta vez sin razón alguna y sin dirigirse a nadie. Seguidamente se levantó y se fue. Nazo y su nuera se fueron tras ella.

No resultaba difícil comprender que el barrio estaba inquieto. El abrir y cerrar de los postigos, el repiqueteo de las puertas, el silbido incesante del viento seco y hasta el modo en que las mujeres colgaban las sábanas en los tendederos expresaban el desasosiego general.

La gente no lograba acostumbrarse al enmascaramiento de la luz. A algunos les parecía ridículo; a la mayoría, carente de sentido; al resto, un mal agüero. La tercera noche, Bido Sherif arrancó la cortina encubridora, pero no había transcurrido mucho tiempo cuando desde la calle retumbó una voz brutal, cortante:

– Spegni la luce!

Dos noches más tarde, cuando la ametralladora del puesto de observación disparó sobre la casa del cronista Xivo Gavo, cuya lámpara de petróleo era la última de la ciudad en apagarse, todos comprendieron que con el oscuramento no valían bromas. Una mirada salvaje vigilaba cada noche desde todos los rincones y en todas direcciones. Jamás se le escapaba una luz. Sumisa, la ciudad acató la oscuridad y ahora, en cuanto caía la noche, se hundía lentamente en las tinieblas. Las calles y los tejados se balanceaban en el aire, como aturdidos, para luego hundirse en la noche. Las chimeneas, los minaretes, todo se desvanecía. Oscuramento.

La construcción del aeropuerto era también tema diario de conversación. La palabra «aeropuerto», machacada sin compasión por las bocas desdentadas de todas las viejas de la ciudad, surgía de entre aquellos fragmentos tan mutilada que apenas se la reconocía; y sin embargo, aquellas erres, pes y tes (granos de arena empapados de saliva) enlazadas del modo más ridículo unas con otras poseían una fuerza de conmoción extraordinaria.

En la llanura, que ya todo el mundo llamaba «el campo del aeropuerto», el trabajo proseguía día y noche. Miles de soldados y cientos de camiones bullían allí constantemente, empeñados en hacer algo que, desde lejos, parecía nimio. El ruido de las hormigoneras y las apisonadoras invadía continuamente la ciudad.

Justo en ese tiempo se produjeron varios robos. Beneficiándose de la oscuridad impuesta, los ladrones levantaban los tejados y entraban en las casas (en nuestra ciudad, la mayor parte de los robos se hacía a través de los tejados).

Inmediatamente después de los primeros robos, pasó sobre la ciudad el primer avión desconocido. Volaba a gran altura y nadie lo hubiera percibido a no ser porque emitía, desde más allá de las nubes, un sonido ronco, extraño a nuestros oídos, que llegaba en oleadas, parecido a una sucesión infinita de truenos. Dejó a su paso una especie de estupor suspendido de las nubes que planeó sobre nuestras cabezas.

En días sucesivos pasaron otros aviones, casi siempre solitarios y a una altura extraordinaria, como si pretendieran demostrar que no tenían nada que ver con nuestra ciudad. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Adonde se dirigían? ¿Por qué? El cielo era del todo inexcrutable y displicente.

Quizá los robos a través de los tejados habrían aumentado si de pronto no hubiera hecho aparición un nuevo monstruo: el proyector. Se había acercado a la ciudad en completo silencio y nadie supo una palabra, no ya de su proximidad, sino de su sola existencia, hasta el instante en que su único ojo, como el de un cíclope, se encendió una noche de octubre en la ladera de Zalli. Un largo brazo de luz se extendió de pronto, como un reptil transparente, en busca de la ciudad. En el abismo de tinieblas parecía débil, pero en cuanto rozó los primeros tejados se condensó y con una claridad implacable comenzó a deslizarse sobre las fachadas empalidecidas de terror.

La operación se repitió sin falta a partir de entonces. Cada noche, la luz del proyector salía en busca de la ciudad y nada más encontrarla se aferraba a ella. Era una bestia marina y gelatinosa que se deslizaba sobre los barrios, cambiando continuamente de forma, adaptándose a los contornos de las casas o de las calles sobre las que se cernía.

Fue entonces cuando se redoblaron las visitas de las viejas comadres, lo cual era de esperar. Al contrario que las viejas de la vida, las comadres salían constantemente de sus casas, sobre todo durante períodos turbulentos. Las viejas comadres se diferenciaban en muchas otras cosas de las viejas de la vida. Las primeras se quejaban de sus nueras, mientras que las nueras de las segundas llevaban ya largo tiempo muertas. Las viejas comadres se quejaban asimismo del reuma, de la artritis y de otras enfermedades anodinas, mientras que las viejas de la vida no conocían más que la solemne enfermedad de la ceguera, de la que no se lamentaban jamás. No podían compararse en ningún aspecto las viejas comadres con las viejas de la vida.

Como habitualmente sucedía tras acontecimientos semejantes, las viejas comadres volvieron a llenar las calles y callejas. Por el camino de la fortaleza y en el viejo mercado, en Palorto Alto y en Palorto Bajo, en la plaza del centro, sobre el Puente de las Disputas, en los empedrados que rodeaban el matadero, caminaban incansables bajo las gotas escasas de lluvia, cubiertas con velos negros; bajaban a Varosh, subían a Dunavat, desfallecidas y cargadas de toses y de noticias.

Un viento frío y seco soplaba sin descanso desde las cumbres del norte. Escuchaba su aullido quedo y me venía a la cabeza la expresión «las palabras, se las lleva el viento», que había oído por la mañana. Últimamente me sucedía algo desconcertante. Palabras y frases que había oído cientos de veces comenzaron de pronto a adquirir un nuevo sentido. Las palabras se liberaban de su significado cotidiano. Las frases compuestas de dos o tres palabras se descomponían de modo torturante. Si oía decir: «me hierve la cabeza», mi mente, contra mi propia voluntad, se representaba de inmediato una cabeza cociéndose en una cazuela con judías. Las palabras poseían una energía determinada en su estado sólido, normal. Y ahora, cuando comenzaron a derretirse, a descomponerse, emitían una energía terrible. Me aterraba su proceso de descomposición. Trataba por todos los medios de impedirlo, pero me resultaba imposible. En mi cabeza reinaba un caos completo y las palabras bailaban una danza temerosa, lejos de toda lógica o realidad. Me mortificaban en particular expresiones como «sorberse el seso». A la tortura de imaginar a un hombre sosteniendo su propia cabeza entre las manos y devorando su interior, se sumaba la imposibilidad de concebir que alguien pudiera comerse su cabeza, cuando es de todos sabido que se come con la boca y la boca se encuentra irremisiblemente en la propia cabeza, en la misma condenada cabeza.

El lenguaje cotidiano, equilibrado y seguro hasta entonces, estaba de pronto convulsionado por la acción de un terremoto. Todo se derrumbaba, se quebraba, se fragmentaba.

Había penetrado en el reino de las palabras. Era una tiranía implacable. El mundo se llenó de gente que en lugar de cabeza tenía calabaza; otras cabezas daban vueltas en torno a sus soles; los ojos estallaban como cartuchos; a algunos se les congelaba la sangre como los helados; otros vagaban con la lengua seca y amojamada; otros tenían además manos metálicas (de oro o de plata); aquí y allá aparecía un pedazo de carne con ojos; la misma ciudad era presa de la fiebre (había presenciado cómo temblaban los cristales; incluso había visto su sudor color ceniza); alguien caminaba con las raíces arrancadas; otros, como enajenados, se hacían preguntas sin sentido: «¿Dónde tienes las orejas? ¿Dónde tienes los ojos?»; alguien intentaba comerse al vecino, pero no con los dientes, sino con los ojos; pintores desconocidos pintaban de negro la puerta de alguna casa o el destino de alguna muchacha (¿de dónde salían esos pintores, por qué lo hacían y por qué la gente le concedía tanta importancia al color negro o blanco de que estaba pintado su destino?); y por fin un buen día alguien aparecía traspasado por el amor como por una flecha lanzada por los indios del cine. El mundo se desmigaba ante mis ojos. Sin duda, en ese desmigamiento pensaba doña Pino cuando repetía la palabra «hecatombe».