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… Prepárate para un ataque aéreo. Construye un refugio que te proteja a ti y a los tuyos de las bombas inglesas. Manten dispuestos en casa recipientes llenos de agua y sacos de arena. Ten preparados un azadón, una pala y un gancho de hierro para combatir el fuego. La alcaldía. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Se interrumpen provisionalmente los procesos judiciales hasta nuevo aviso. Nuestro conciudadano Argyr Argyri ha sido hallado muerto en la habitación nupcial a la mañana siguiente de su desdichada boda. La ciudad no le perdonó su desafío. Dr. S. Xuberi. Enfermedades venéreas. Todos los días de 16 a 20 horas. Lista de los muertos en el último bombardeo. P. Xatko, R. Mezini, V. Balloma,

VII

Durante toda la semana, la ciudad fue bombardeada a diario. Todo lo demás quedó olvidado. No se hablaba más que de bombas y aeroplanos. Hasta pasó prácticamente en silencio el asesinato de Argyr Argyri, encontrado muerto al amanecer del día siguiente de la boda. Los asesinos, igual que quienes lo habían amenazado, permanecieron en el anonimato.

El séptimo día de bombardeos sucedió algo que no carecía de importancia: en nuestra calle fue instalado un letrero de hojalata. Por la mañana temprano, unos hombres desconocidos lo clavaron en el muro de nuestra casa, a la derecha de la puerta. Escrito en pintura negra, el letrero decía: «Refugio antiaéreo para 90 personas».

Nuestra calle no tenía ningún letrero. No lo había tenido nunca, a excepción de algún anuncio del ayuntamiento que al cabo de dos o tres días era empapado por la lluvia y arrancado por el viento. Podían mencionarse algunos casos en que habían aparecido palabras soeces en las paredes de las casas, escritas con tizas o tizones. Pero se trataba de casos infrecuentes. El primer letrero auténtico era el que acababan de fijar a la derecha de nuestra puerta.

Aquel día, todos los transeúntes se detenían ante ella y los que sabían leer explicaban a los demás de qué se trataba.

– ¿Se vende la casa?

– No, señor. Es un aviso para otra cosa.

– ¿Qué aviso?

– Que vengamos y nos metamos en el sótano de la casa cuando tiren bombas los aeroplanos.

– ¡No, hombre!

Yo permanecía en la puerta y les sonreía como diciéndoles: «¿Lo veis? Esta sí que es una casa». Estaba orgulloso. En nuestro barrio había muchas casas grandes y bonitas, pero en ninguna de ellas, ni en la de Checho Kaili, ni en la de Bido Sherif, ni siquiera en la gran mansión de Mak Karllashe, habían fijado un letrero como aquel. Esto significaba que nuestra casa era más sólida que todas las demás.

Yo seguía sonriendo a los transeúntes pero, para mi decepción, no me prestaban atención alguna. Sólo uno, Harilla Lluka, se quitó el sombrero respetuosamente nada más verme e inclinó la cabeza dos o tres veces en dirección a mí. Era el mayor cobarde del barrio.

No me afectaba mucho la indiferencia de los mayores. Pero permanecía en el umbral de la puerta y esperaba con impaciencia que pasara Ilir, con el que me había peleado recientemente discutiendo quién tenía la casa más sólida. Ilir y yo establecíamos con frecuencia competencias semejantes. Poco tiempo atrás habíamos disputado largamente sin llegar a ponernos de acuerdo respecto a qué distancia podía tirar el rey una piedra. Yo decía que el rey podía hacerla llegar hasta la cuesta de la Santísima Trinidad, mientras Ilir insistía en que no llegaría más allá de la cuesta de Zalli. Como mucho, decía, hasta el puente del río, pero más allá, de ninguna de las maneras.

¿Quién sabe lo que hubiera durado esa disputa de no haber surgido el asunto de la casa? Pero con la cuestión de las casas nos peleamos durante más tiempo aún y resultaba del todo impredecible lo que hubiera podido llegar a suceder. Es posible que hubiésemos llegado a insultarnos, a pegarnos después, incluso a apedrearnos, si aquella gente desconocida no hubiera puesto una mañana en nuestra casa el letrero de hojalata con las maravillosas palabras: «Refugio antiaéreo para 90 personas».

Pero Ilir, como si se estuviera vengando, no pasó. Seguro que había oído hablar del letrero y se había ido a su casa a escondidas, dando un rodeo por los callejones.

Después de esperarlo mucho rato en la puerta, me aburrí y me metí dentro. Bajé inmediatamente al sótano y me puse a observar con respeto sus gruesos muros, que no habían sido pintados desde hacía mucho tiempo.

Hasta entonces el sótano había sido una parte sin importancia de la casa. Allí metíamos el carbón, dejábamos enfriar la cal. El sótano era, por decirlo así, una especie de anexo en comparación con la gran sala de la segunda planta. Esta última tenía seis hermosos ventanales, tan altos como papá. Su techo era marrón claro, de madera labrada. A ella se le dedicaban las mayores atenciones. Mamá fregaba y pulía el entarimado hasta que brillaba como un espejo. Los visillos de las ventanas eran blancos, repletos de encajes, y sobre los cojines, alineados en los divanes, se sentaban las viejas que venían de visita, sorbían el café y decían todas aquellas cosas sabias. Era fácil percibir la envidia del resto de las habitaciones, hasta de los pasillos, con respecto a la gran sala. Se la percibía en sus ventanucos, en sus alféizares torcidos y sus puertas estrechas.

Pero todo cambió bruscamente el día en que cayeron las primeras bombas. Con el primer estampido, a la sala grande se le rompieron todos los cristales, de modo que quedó fea y deslucida; sin embargo, el sótano sosegado y complaciente ni siquiera preguntó qué sucedía fuera.

Me daba mucha lástima la sala grande, abandonada por todos. Durante el tiempo que duraba el bombardeo y los gruesos muros del sótano ni siquiera temblaban, me compadecía de la sala grande que trepidaba y se estremecía, sola y abandonada allá arriba. La veía como a una mujer hermosa, aunque asustadiza y nerviosa, mientras que el sótano era una vieja sorda con los huesos duros. En cuanto la sala grande perdió su preeminencia, el sótano pasó a ser la pieza más honrada. Como si nuestra casa se hubiera vuelto del revés.

Desde la ventana de la sala grande, abandonada ahora de modo definitivo, miraba las otras casas, con sus tejados abiertos a la fina lluvia de otoño. Pensaba que sin duda, tras el primer bombardeo, en todas las casas se había producido el mismo cataclismo que en la nuestra. Quizá los sótanos y las bodegas húmedas de la ciudad llevaban largo tiempo esperando ese día. Quizás ellos tenían la certeza de que vendría el tiempo de su dominio.

Había llegado una época difícil para los segundos pisos de la ciudad. Durante su construcción, la madera se había encaramado con astucia hasta lo alto, dejando para la piedra los cimientos, los sótanos y los aljibes. Allí, en la penumbra, la piedra debía combatir la humedad y las aguas subterráneas, mientras que la madera embellecía la planta superior, labrada y pulida con esmero. La segunda planta era leve, casi irreal. Era el sueño de la ciudad, su capricho, el vuelo de su fantasía. Y no obstante, a esta fantasía se le pusieron límites. La ciudad parecía haberse arrepentido de conceder plena libertad a las segundas plantas y se había apresurado a enmendar el error. Así es como las había cubierto de tejados pétreos, corroborando una vez más que aquél era el reino de la piedra.

De cualquier modo, a mí me gustaba aquella nueva época de sótanos y bodegas. Colgaban ahora por toda la ciudad carteles de hojalata con la inscripción: «Refugio antiaéreo para 15 personas», o «para 22 personas», o «para 35 personas». Las leyendas «Refugio antiaéreo para 90 personas» eran muy pocas. Me sentía orgulloso de mi casa, que quedó de ese modo transformada en el centro del barrio. Había gran animación. Dejábamos los dos batientes del portón abiertos para que la gente pudiera correr al interior cuando sonara la sirena de alarma. Había quienes llegaban antes de tiempo y permanecían horas enteras en el amplio porche, junto a la primera entrada del sótano. Allí comían, fumaban y charlaban.