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La bodega se hundía muy profundamente en el subsuelo. Un grueso muro la separaba del aljibe, una de cuyas partes quedaba debajo de ella. La enorme bodega disponía tan sólo de una tronera estrecha que se abría en los cimientos de la casa. El ambiente estaba allí entonces muy cargado.

Nuestra casa se había convertido en un verdadero mercado y todos los días sucedía algo: uno se rompía la pierna mientras bajaba apresuradamente por la angosta escalera; otro se peleaba por su asiento; un tercero pretendía fumar, aunque no se lo permitían los demás, pues había enfermos. Sobre todo se peleaban por el espacio. Traían consigo mantas, cobertores, incluso almohadones, y continuamente se arrebujaban unos contra otros.

– ¿Es posible que haya llegado el día en que tengamos que escondernos bajo tierra? -decía Bido Sherif.

– Vamos a tener que hacer muchas otras cosas por culpa de estos perros italianos -decía Mane Voco.

– Calla, baja la voz, no vaya a haber algún chivato.

– También esos ingleses, en lugar de tirar las bombas sobre los cuarteles de los italianos o sobre el aeropuerto, las lanzan sobre la ciudad…

– ¡Ah, ya lo dije yo! Ha sido ese demonio de aeropuerto el que nos ha traído los bombardeos.

– Calla, baja la voz.

– Oye, no me fastidies: me he pasado la vida bajando la voz -decía Bido Sherif.

Además de los vecinos de siempre, venían a la bodega toda clase de personas. Había entre ellos algunos a quienes veía por primera vez, o a quienes nunca había visto tan de cerca. Qani Kekez, bajito, con el rostro encarnado, movía sus ojos turbios a un lado y a otro, como si buscara algún gato. Las mujeres le tenían miedo, sobre todo doña Pino. La señora Majnur, de la acaudalada familia de Kavov, bajaba las escaleras tapándose las narices con los dedos. Dos meses atrás había visto a un aldeano que descargaba la mula a la puerta de su casa. El campesino chorreaba barro (parece que se había caído, junto con la mula, en algún barrizal) y su cara y sus manos parecían de tierra. La señora Majnur, desde la ventana, se quejaba a alguien: «Sólo éste me da un buen beneficio, querida. Te juro que todos los demás Kichos han empezado a engañarme. Voy a acudir a la gendarmería. Mañana mismo iré.» Se me quedó grabado en la memoria aquel aldeano embarrado. No podía mirar a la señora Majnur sin acordarme de él.

Sorprendentemente, Xexo había desaparecido. Sucedía una y otra vez: Xexo se esfumaba de pronto. Nadie se inquietaba por su desaparición, ni nadie se sorprendía cuando aparecía de nuevo.

A veces acudían a nuestra bodega personas insólitas: transeúntes a los que el bombardeo sorprendía en la calle o personas que estaban de visita en alguna casa del barrio. De este modo se presentó una vez, junto con su mujer, el viejo artillero Avdo Babaramo. Se instaló juntó a los viejos que hablaban sin cesar de los acontecimientos del mundo. Eran conversaciones interminables en las que salían a colación toda clase de nombres de Estados, reinos y gobernantes. Con frecuencia hablaban de Albania. Escuchando con curiosidad, me devanaba los sesos tratando de imaginar cómo era en verdad aquella Albania. ¿Sería Albania todo lo que yo veía a mi alrededor: los patios, el pan, las nubes, las palabras, la voz de Xexo, los ojos, el aburrimiento, o tan sólo una parte de todo eso?

– Una vez me preguntó un derviche en Izmit: «¿A quién quieres más, a tu familia o a Albania?» -dijo el artillero Avdo Babaramo-. «A Albania, hombre, maldita sea tu sangre», le dije, «Ni qué decir que a Albania. Una familia se forma fácilmente. Sales una noche del café, encuentras una mujer en la esquina, te la llevas al hotel y ya tienes niño y familia juntos. Pero Albania, ¿acaso puedes hacer Albania en una noche, al salir del café? Dímelo tú ¿puedes hacerlo? No, Albania no se hace; no en una noche; ni siquiera en mil y una noches eres capaz de hacerla».

– ¿Será posible? -dijo su mujer-. Estás chocho perdido. Cada día que pasa te vas más de la lengua.

– ¡Oh, déjame en paz! -le dijo Avdo Babaramo-; ¿Qué vais a saber vosotras qué es Albania?

– Albania, un asunto complicado, señor mío -dijo otro viejo.

– Complicado. Tú lo has dicho.

Habitualmente, estas conversaciones eran interrumpidas por la sirena de alarma. La gente bajaba precipitadamente a la cueva. La última en hacerlo era siempre la abuela. Los escalones crujían lastimeramente bajo sus pies. ¡Deprisa, abuela, deprisa! Pero ella jamás se apresuraba. Siempre encontraba algún pretexto para retrasarse. Sucedía a veces que aún se encontraba en los primeros peldaños cuando atronaban las primeras bombas. Y cuando el estallido la cogía desprevenida, hacía un gesto como si ahuyentara una mosca pegajosa y, llevándose la mano a la oreja, decía:

– ¡Qué agobio!

Yo observaba a la gente que se abalanzaba por la escalera y esperaba que llegara por fin Checho Kaili con su hija. Pero Checho Kaili, el pelirrojo, no venía. Al parecer prefería permanecer bajo las bombas con tal de que la gente no viera la barba de su hija. Tampoco venía el viejo Xivo Gavo, quien se pasaba día y noche escribiendo sus crónicas. Ni tampoco las viejas de la vida. Sin embargo, Aqif Kaxahu venía con sus dos hijos, la mujer y la hija. Tan alto y gordo era Aqif Kaxahu como frágil era su hija. No hablaba nunca y permanecía en un rincón, pensativa, siempre absorta. Bido Macbeth Sherif clavaba sus ojos en Aqif Kaxahu como si estuviera viendo un fantasma. Su mujer, siempre que descendía con prisas a la bodega, lo hacía sacudiéndose la harina de las manos. La harina, como de costumbre, estaba ensangrentada. El fantasma de Aqif Kaxahu miraba a todos de uno en uno. La bodega estaba repleta.

– ¡Otra vez alarma!

La sirena, al principio despacio, como si despertara del sueño, después con brutalidad creciente, lanzaba su alarido. Entre cada dos alaridos, un valle de silencio. Profundo. A continuación, de nuevo el cénit. Alto, por oleadas. Abismo de silencio. Nuevo alarido. Alarido, alarido. Como una vaina, envolvía un silbido que trataba de perforarla. Silbido. Salvaje. Todo silbidos. Explosiones. Muy cerca. De pronto una mano invisible nos derribó a todos con la contundencia de un rayo y apagó las dos lámparas de petróleo. Se hizo la oscuridad, pero de repente fue rota por un grito. Nadie se movió. Al parecer habíamos muerto.

Silencio. Algo se movió. Después, un ruido semejante al de una cerilla al encenderse. No habíamos muerto. La cerilla. La débil llama y varios fulgores dispersos de luminosidad. La lámpara los fundió después en un solo haz. Todos se movieron. Estaban vivos. Se estaba encendiendo otra lámpara. Pero no. Alguien estaba muerto. Los delgados brazos de la hija de Aqif Kaxahu pendían sin vida. También su cabeza. Sus cabellos castaños pendían lacios, inmóviles.

Aqif Kaxahu profirió finalmente el alarido que yo llevaba tiempo esperando. Pero no fue un grito de dolor, sino algo salvaje. La cabeza de la muchacha se estremeció. Se incorporó lentamente, asustada. Sus brazos colgantes se encogieron. El joven con el que había estado abrazándose y besándose durante el bombardeo también se movió.

– Zorra -gritó Aqif Kaxahu. Su enorme manaza agarró la cabellera de la muchacha y tiró de ella arrastrándola. La chica intentó levantarse, pero volvió a caer. Se la llevó a rastras atravesando la bodega, y sólo al pie de la escalera permitió que se incorporara parcialmente sobre las manos y los pies, aunque sin soltar la presa.

Fuera se oyó de nuevo el silbido de los obuses al caer, pero Aqif Kaxahu no se volvió. Arrastrando a su hija por los pelos, salió a la calle en el instante en que las explosiones lo ensordecían todo. Y se fueron entre las bombas.

El muchacho que había estado besando a la hija de Aqif Kaxahu se había acurrucado en un rincón y observaba a todos con mirada anormal. Era un chaval desconocido, de cabellos y ojos claros. Su mandíbula se agitaba nerviosamente. Cauteloso, como si esperara que de un momento a otro se fueran a arrojar sobre él, atravesó el sótano en silencio, un silencio que no era tal, y salió.