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– ¡Abajo el pueblo italiano!

Silencio. Esta vez era Ilir quien pensaba.

– Eso no está bien -dijo-. Isa dice que el puelo italiano no es malo.

– ¡Vaya, hombre!

– Es así.

– No -me empeñé yo-. Si son malos los aeroplanos, ¿cómo va a ser bueno el pueblo italiano? ¿Pueden ser los hombres mejores que los aeroplanos?

Ilir quedó desconcertado. Al parecer estaba cambiando de opinión. Pero justo cuando eso iba a suceder, dijo con obstinación:

– No.

– Tú eres un traidor -le dije-. ¡Abajo los traidores!

– ¡Abajo el fratricidio! -dijo Ilir cerrando los puños.

Instintivamente, ambos miramos a los lados. Podíamos caernos por el tejado.

Sin decir una palabra más, bajamos uno tras otro y nos separamos enfadados.

Durante todos aquellos días se habló de los que se iban a la guerrilla. Se había ido gente de Palorto, de Jobek, de Varosh y de Sfaka, de los barrios del centro y de las afueras de la ciudad. También se había ido una muchacha del barrio de Hazmurat.

Alguien había traído a la ciudad la noticia del primer muerto entre los guerrilleros. Era el segundo hijo de Avdo Babaramo. No se sabía dónde había muerto ni cómo. No habían encontrado el cuerpo.

Avdo Babaramo y su mujer se encerraron en su casa durante muchos días. Después, Avdo alquiló una mula por tres meses, tomó algún dinero y partió en busca de su hijo a lejanas montañas y comarcas. Ahora estaba allí, buscando.

El invierno de la guerra: así llamaban a aquel invierno todas las mujeres que venían de visita.

Un día, al abrir la puerta, me quedé asombrado. En el umbral estaba la abuela mayor. Era una cosa extraordinaria. Venía a nuestra casa una vez al año o cada dos años, porque ella no hacía nunca visitas, pues estaba demasiado gorda para recorrer trechos largos a pie. Además, sólo venía en primavera, cuando no la molestaban ni el frío ni el calor. Y ahora se encontraba en el umbral, con su rostro ancho, blanco y apaciblemente triste.

– Ha venido la abuela mayor -grité desde abajo.

Mamá bajó corriendo las escaleras con la ansiedad en el rostro.

– ¿Qué ha pasado? -gritó.

La abuela balanceó la cabeza lentamente.

– No se ha muerto nadie.

Mi otra abuela apareció en lo alto de la escalera, completamente inmóvil, como una estatua.

– ¡Bienvenida! -dijo con voz sosegada.

– ¡Bienhallada, Selfixe! ¡Bienhallados todos!

Apenas pudo acabar la frase. Se quedaba sin aliento al subir la escalera.

Todos permanecimos expectantes.

Se sentaron las dos sobre los cojines del salón, la una frente a la otra.

De pronto, sobre el rostro blanco y obeso de la abuela mayor se movió algo, se descolocó; los ojos, la barbilla y las mejillas temblaron de un modo casi ridículo y lloró serenamente.

– La niña -dijo entre el llanto-, la pequeña… se ha ido… a la guerrilla.

Mamá lanzó un suspiro y se dejó caer sobre el diván. Los ojos grises de la abuela Selfixe no se movieron.

– No sé lo que me había imaginado -dijo mamá en voz baja.

La abuela seguía llorando.

– Estaba ya en edad de casarse. Le estaba preparando el ajuar. Se fue, lo ha dejado todo. ¡Con este invierno, en las montañas, sola! ¡Diecisiete años! Los bordados se han quedado a medias, abandonados. ¡Ay, Dios mío!

– Anda, no llores más -dijo la abuela Selfixe-. Estará con sus compañeros. Ya se ha ido y no la vas a hacer volver con lloros. Que vuelva sana y salva, eso es lo que hace falta.

Mojada por las lágrimas, la cara de la abuela mayor resultaba aún más ridicula.

– ¿Y el honor? -dijo. -¿Y lo que dirán, Selfixe?

– Su honor estará junto con el de sus compañeros -dijo la abuela Selfixe-. Haznos un café, hija.

Mamá puso el cacillo al fuego. Yo no podía contener la alegría. Aprovechando la turbación general me escurrí escaleras abajo y corrí en busca de Ilir. Olvidé por completo que nos habíamos enfadado. Salió, todo nariz y morros.

– Ilir, escucha, mi tía se ha ido a la guerrilla.

Se quedó pasmado.

– ¿De verdad?

Le conté todo lo que sabía. Se quedó pensativo.

– ¿Y éste, Isa, por qué no se va? -dijo por fin, al borde de la cólera.

No sabía qué decirle.

– Está ahi, en la habitación -dijo-, con Javer. Se pasan el día haciendo girar el globo con el dedo.

Subimos. La puerta del cuarto de Isa estaba entornada. Entramos, Ilir primero, yo detrás. Hicieron como si no nos hubieran visto. Isa estaba sentado en una silla, con la barbilla apoyada en un puño. Parecía muy disgustado.

– Ellos lo saben mejor -dijo Javer-. Si nos ordenan que nos quedemos aquí, esto significa que debemos quedarnos.

Isa callaba.

– El frente está en todas partes -dijo Javer poco después-. Quizás éste sea el puesto más difícil.

Nuevamente silencio. Nosotros dos aguardábamos en pie. Siguieron aparentando no vernos. Ilir dijo de pronto:

– ¿Por qué vosotros dos no vais a la guerrilla?

Javer volvió la cabeza. Isa se quedó helado, pero sólo por un instante. Se puso en pie bruscamente, se volvió y le dio un bofetón a su hermano.

Mi amigo se llevó la mano a la cara. Sus ojos lanzaban chispas, pero no lloró. Nos fuimos apesadumbrados. Bajamos las escaleras en silencio y salimos al patio. Sobre nuestras cabezas estaban las ventanas de su habitación. Alzamos los ojos con cólera. Nos pusimos a gritar a grandes voces:

– ¡Abajo los traidores!

– ¡Abajo el fratricidio!

Arriba sonó una puerta. Nos lanzamos corriendo hacia el portón y salimos a la calle.

Cuando volví a casa, la abuela mayor ya se había ido.

Se siguió hablando durante aquellos días de los que se iban a la guerrilla. Cada mañana, las mujeres abrían los postigos de las ventanas y se daban las nuevas noticias unas a otras.

– Se ha ido el otro nieto de Bido Sherif.

– ¿Ah, sí? Y de la hija de Kokobobo, ¿has oído algo?

– Dicen que también se ha ido.

– Se rumorea que la ha matado la gente de Isa Toska.

– No sé nada de eso. Avdo Babaramo no ha vuelto aún. Anda buscando el cuerpo de su pobre hijo, pero no consigue dar con él.

– ¡Pobre viejo, por los caminos, con este invierno!

La abuela, doña Pino y la mujer de Bido Sherif tomaban café en el diván cuando sonó la puerta. Para sorpresa de todas entró la señora Majnur.

– ¿Cómo estáis, queridas, qué tal os va? Me dije: voy a hacerles una visita. No os he visto durante los bombardeos.

– ¡Adelante, señora Majnur, bienvenida! -dijo mamá.

La señora Majnur se sentó sobre un cojín, junto a la abuela.

– He oído hablar de lo que os ha sucedido -dijo balanceando la cabeza-. ¿Cómo es posible toda esta maldad, querida Selfixe, cómo es posible?

– Para soportar todos los males estamos.hechos.

– Así es, Selfixe, así es.

Cuando mamá salió a hacer café, los ojos de vidrio de la señora Majnur la siguieron hasta la puerta.

– Las perras se van a la montaña, se van -dijo entre dientes.

Nadie respondió.

Mamá trajo el café.

– Dicen que allá en las montañas los chicos y las chicas hacen el amor -siguió diciendo la señora Majnur-. Espera y verás cuando vengan con los bebés en brazos.

La cara de mamá se descompuso. La de la señora Majnur se tornó brutal. Un diente de oro en la parte derecha de la boca parecía sonreír por todos.

– Pero ahora las van a coger a todas -prosiguió-. No tienen dónde ir. Se han quedado sin qué comer y sin qué ponerse, en medio del invierno y de los lobos. Además dicen que muchas de ellas no pueden moverse, claro…, preñadas…

– No hables así, Majnur -dijo la abuela-. No digas pecados.

Mamá volvió la cabeza para que no le vieran las lágrimas y se fue a la otra habitación.

Se hizo un silencio inquietante.

– Tus palabras han sido duras -dijo la abuela.