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– Es la casa de Mane Voco -dijo la abuela y corrió a abrir la ventana que daba justo a la calle.

Afuera se escucharon pasos pesados, palabras en italiano, gritos de «¡Hijo, hijo!» y después calma. Se había llevado a cabo una detención.

La abuela cerró la ventana.

– Han cogido a Isa -dijo.

Los funerales de Archivocale fueron solemnes. Los discursos se pronunciaron en el centro de la ciudad; después, el largo cortejo partió hacia el cementerio. La banda tocaba. Los instrumentos resplandecientes, con sus bocas abiertas como flores, lanzaban lamentos. Desfilaban lentamente los jerifaltes fascistas, altos, petulantes, vestidos enteramente de negro. Desfilaban los curas. Desfilaban las monjas. El ataúd que contenía a Archivocale se bamboleaba pesadamente. En miles de ventanas se asomaban las mujeres, las viejas y los niños. La ciudad observaba la marcha de su comandante. Por los muros, en fragmentos de carteles y bandos rasgados por el viento, murmurarían aún durante algún tiempo los retazos de su nombre: RCHIV, ARC, OC, L; después, la lluvia los arrancaría definitivamente, y en los mismos lugares se pegarían nuevos anuncios y carteles con el nombre del nuevo comandante.

Durante cuatro días llovió sin cesar. Era una lluvia añeja y uniforme. («Sobre el mundo cayó después una lluvia que se prolongó durante treinta mil años», decía la introducción a la crónica de Xivo Gavo.) Bajo aquella lluvia colgaron a Isa. El ahorcamiento se llevó a cabo al amanecer, en el centro de la ciudad. La gente iba en grupos a verlo. Junto a Isa habían colgado a dos muchachas. Sus cabellos chorreaban agua. Isa sólo tenía una pierna. Era algo cónico, horrible. Sobre su rostro masacrado, lo único vivo eran las gafas. A cada uno de los ahorcados le habían pegado en el pecho un trapo blanco donde estaba escrito su nombre. El comandante del Frente Nacional, Azem Kurti, tío de Javer, que había tomado parte en la tortura de Isa junto con el hijo de Mak Karllashe, alzaba con el bastón las faldas de las jóvenes ahorcadas. Sus piernas frágiles y blancas se balanceaban un poco y volvían a quedar inmóviles. La mujer de Mane Voco, después de desasirse de quienes la retenían, corría ahora como una loca por la ciudad. «¡Hijo, hijo!», gritaba. Se abalanzó sobre el patíbulo y envolvió con los brazos y el cabello la única pierna del ahorcado. «¡Hijo, hijo! ¿Qué te han hecho?!». La forma cónica tembló. Se le cayeron las gafas. La mujer recogió los cristales rotos y los apretó contra su pecho. «¡Hijo mío, hijo mío!».

Aquella misma noche, Javer, al que también estaban buscando, fue a casa de su tío, donde hacía largo tiempo que no había estado.

– Me buscan tío -dijo a Azem Kurti-, pero estoy arrepentido.

– ¿Estás arrepentido? Haces muy bien, querido sobrino. Ven aquí, que te bese. Sabía que llegaría este momento. ¿Viste qué hicieron con ese amigo tuyo?

– Lo he visto -dijo Javer-.

– Traednos raki -dijo Azem- y carne asada. Voy a celebrar la reconciliación con mi sobrino.

Se sentaron a la mesa y Javer dijo entonces a su tío:

– Cuéntame ahora lo que hicieron con Isa, tío.

Y Azem se lo contó. Bebía raki, aguardiente de uva, y comiendo carne, le relató las torturas. Javer lo escuchaba.

– Te has puesto pálido, sobrino -dijo su tío.

– Sí tío, me he puesto pálido.

– Los libros te han envenenado la sangre. Hasta los dedos se te han adelgazado.

Javer se miró los dedos y sacó con parsimonia el revólver del bolsillo. Los ojos de Azem se desorbitaron. Javer le metió el cañón en la boca repleta de comida. Los dientes de Azem crujieron contra el metal. Los disparos sucesivos le reventaron las mejillas, la mandíbula y parte de la cabeza. Los pedazos de carne sin masticar y los de la cabeza de Azem cayeron sobre la mesa en un amasijo.

Javer se marchó entre los alaridos de sus primos y primas. Al día siguiente, el Bulldog, volando sobre la ciudad, arrojaba panfletos de colores donde se leía: «El comunista Javer Kurti ha matado a su tío mientras comían juntos. Honrados padres de familia: aquí tenéis quienes son los comunistas».

Por la tarde llevaron los cuerpos de seis fusilados en la cárcel de la fortaleza a la plaza del centro. Los arrojaron amontonados, unos sobre otros, para que los viera la gente. Sobre un trapo blanco habían escrito con grandes letras: «Así respondemos al terror rojo de los comunistas».

La lluvia cesó. La noche era muy fría. Por la mañana, la escarcha cubrió los cuerpos de los muertos. Permanecieron todo el día allí, sin enterrar. A la mañana siguiente, en el otro extremo de la plaza, aparecieron otros cuerpos en el carro de la basura. En un trapo se leía: «Así respondemos al terror blanco».

Los carabineros se apresuraron a retirar los cadáveres, pero se dio la orden de dejarlos con el fin de buscar las huellas de los terroristas. Ninguno de los guardias de la plaza sospechó nada cuando, hacia la medianoche, llegó el carro de la basura, arrastrado por el viejo caballo Balash, conocido en toda la ciudad. El carro iba, como de costumbre, cubierto con un hule negro. Al amanecer, alguien que pasó junto a él, como por casualidad tiró del hule y quedaron entonces al descubierto los cuerpos amontonados de forma irregular.

La gente regresaba del centro con el rostro descompuesto.

– Id a ver.

– Id al centro a verlo. Una verdadera carnicería.

– No dejéis que vayan los niños. Que se den la vuelta.

La abuela movía la cabeza de un lado a otro, pensativa.

– ¡Qué tiempos!

La ciudad estaba ensangrentada. Los cadáveres permanecían aún en la plaza. Ambos montones estaban ahora cubiertos con hules. Por la tarde, la vieja de la vida Hanko, después de veintinueve años sin trasponer el umbral de su puerta, salió y se encaminó hacia el centro. La gente le abrió paso asombrada. Sus ojos parecían mirarlo todo y al mismo tiempo nada.

– ¿Quién es ese que está allí, sobre aquella piedra? – preguntó alzando el bastón.

– Es una estatua, abuela Hanko. Es de hierro.

– Me había parecido el hijo de Omer.

– Es él, abuela Hanko. Hace tiempo que murió.

Después reclamó ver a los muertos. Se dirigió sucesivamente a los dos montones de cuerpos, apartó el hule rígido y observó largo rato a los muertos.

– ¿De qué país son estos de aquí? -preguntó, señalando con la mano a los italianos.

– Del país de Italia.

– Extranjeros -dijo.

– Sí, extranjeros.

– ¿Y esos otros?

– Estos son de nuestra ciudad. Este es de la familia de los Toroj, éste de los Xhula, éste de los Angini, éste de los Mera, éste de los Kokobobo.

La vieja Hanko cubrió el último montón de cadáveres con sus manos secas y emprendió el camino de vuelta.

– ¿Qué significa esta sangre? Dinos algo, abuela Hanko -le pidió una mujer entre sollozos.

La vieja volvió la cabeza, pero pareció olvidar la dirección en que había sonado la voz.

– El mundo está empapado de sangre -dijo sin mirar a nadie-. El hombre muda la sangre cada cuatro o cinco años. El mundo cada cuatrocientos o quinientos. Ahora es el invierno de la sangre.

Tras pronunciar estas palabras, emprendió el camino de regreso a su casa. Tenía ciento treinta y dos años.

Invierno. Terror blanco. Estas palabras lo cubren todo. Como la escarcha. Era por la mañana temprano. Me desvelé y fui al salón. Unas cuantas nubes densas como esponjas empapadas en barro pesaban sobre la ciudad. El cielo estaba negro. Tan sólo a través de una brecha penetraba una luz antinatural que resbalaba sobre los aleros grises y se detenía sobre una edificación blanca. Era la única construcción blanca del barrio. No me había fijado nunca en ella. A aquella hora de la mañana, entre las casas de color ceniza, resultaba siniestra.