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¿Qué casa es ésa? ¿De dónde ha salido? ¿Ypor qué se llama terror blanco a lo que está sucediendo estos días? ¿Por qué no lo llaman terror verde o azul?

Había comenzado a sentir pavor del color blanco, has rosas blancas, que me recordaban los visillos de la sala grande, y el camisón blanco de la abuela llevaban escuta la palabra terror.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

…ordeno. Pena de muerte para todas aquellas personas sospechosas de tener lazos con los terroristas. Se establece el toque de queda desde las 4 de la tarde hasta las 6 de la madrugada. El comandante de la plaza, Emil de Fiori. Ordeno la anulación de todas las autorizaciones para la circulación nocturna concedidas a las comadronas de la ciudad. Ordeno el registro general de la población de la ciudad a partir del día 11 y hasta el 18 de este…

XVI

La carretera, el puente del río y la calle de Zalli estaban repletos de soldados, mulas, camiones, que se movían lentamente hacia el norte. Italia había capitulado. Interminables columnas de soldados, con las mantas sobre los hombros, entraban en la ciudad. Una parte de ellos llevaba aún armas. Otros habían comenzado a tirarlas o a venderlas. El empedrado de la ciudad estaba encenagado con el barro que traían consigo los soldados. Todo se movía, se iba, giraba dejando lodo tras de sí. Las calles se desbordaban en gritos e imprecaciones en italiano. Las turbas móviles de soldados se volvieron más y más irregulares. Parte de ellos abandonaban nuevamente la ciudad y partían por la carretera hacia el norte. Simultáneamente, por la misma carretera, penetraban en la ciudad nuevas columnas, cada vez más embarradas. Calados por la lluvia, desfallecidos y sin afeitar, los soldados escalaban lentamente la pendiente de Zalli, miraban con asombro las altas casas de piedra.

La sombría ciudad invernal observaba con menosprecio a los vencidos. Poco después errarían como espectros por la nieve murmurando: «Pane, pane».

Llukan Burgamadhi regresaba con la manta al hombro por el camino de la fortaleza.

– Todos se van -gritaba-. No queda ni dios en la cárcel. Es para echarse a llorar.

Las monjas también se iban. Lame Kareco Sipiri corrió durante un rato bajo la lluvia, tras el camión al que subieron las chicas de la casa pública. Todo salpicado de barro por las ruedas traseras, caminaba en pos del camión como enloquecido, haciendo gestos con la mano a las mujeres, que también lo saludaban desde la caja, donde el viento las maltrataba. Por fin, se quedó atrás. Regresó entonces al centro de la ciudad con aspecto lastimero, repitiendo sin cesar: «Yo las quería».

Por la carretera seguían desfilando las largas columnas que parecían no tener fin. La ciudad estaba enteramente embadurnada de lodo.

– ¡Qué monstruosidad es ésta, querida Selfixe! -dijo la tía Xemo, que vino de visita precisamente en aquellos días-. El mundo entero se ha vuelto barro y lodo.

– ¿Qué quieres? Así es como se van las monarquías -dijo la abuela.

– Se van. Unos se van y otros llegan. Al marchar no dejan más que barro y lodo.

La ciudad estaba verdaderamente espantosa. El color rojizo del barro no encajaba en absoluto con su gris solemne. Italia, al capitular, lo salpicaba todo de barro, igual que las ruedas traseras de un camión.

Yo permanecía ante los ventanales de la segunda planta y observaba el trajín. Pensaba que, mientras que el viento de invierno había arrancado los harapos a Grecia, a Italia la ahogaba con barro.

La abuela y la tía Xemo se habían colocado sobre las narices sus viejos impertinentes, que resultaban extremadamente ridículos con los cristales rotos, y escudriñaban la carretera repleta de soldados.

– Ya se ha derrumbado también Italia -dijo la tía Xemo-, después de castigarnos los oídos durante tanto tiempo.

– Era insoportable -dijo la abuela.

– ¿Y dónde van a ir esos desdichados en medio de este invierno tan crudo? -siguió diciendo la tía Xemo.

– A deambular por los caminos. ¿Qué otra cosa pueden hacer?

– ¡Pobres! ¡Las madres que los esperan!

– Es lo que pasa cuando se derrumban los reinos en invierno -sentenció la abuela.

La tía Xemo suspiró.

– Mantas. Montañas de mantas -dijo al poco rato.

Por la carretera pasaban columnas innumerables de soldados y mulos. El ajetreo duró todo el día y toda la noche. Por la mañana parecía que estuvieran allí las mismas columnas interminables del día anterior.

La ciudad embarrada, después de pasar una noche inquieta, amaneció aún más sombría. A medianoche, las bandas de Isa Toska habían entrado coreando viejas canciones. Aún no había amanecido cuando lo hicieron algunos destacamentos de «ballistas». Por la mañana, las bandas de Isa Toska, los destacamentos de ballistas y la multitud derrengada de soldados italianos deambulaban por las encrucijadas y las plazas, aparentando no verse unos a otros. Aquí y allá hubo pequeñas peleas entre las patrullas de ballistas y las bandas de Isa Toska. La más seria se produjo a mediodía, entre los ballistas y los italianos. Los primeros pretendieron apoderarse de una parte de las armas y las mantas de un destacamento italiano maltrecho que seguía camino hacia el norte. Los italianos no aceptaron las condiciones del cambio que les proponían. Al final de las discusiones, tras las ofensas y los insultos por ambas partes, restalló la ametralladora.

Simultáneamente, unos oficiales italianos hicieron un intento de volar con el bulldog, que hacía tiempo había quedado prácticamente abandonado en el campo. Chirriando y lanzando alaridos, el bulldog logró elevarse algunos metros y recorrer un breve trecho como atolondrado, hasta que se desplomó sobre un sembrado unos cientos de metros más allá, poniendo fin así, con este último vuelo tan breve como vergonzoso, a la historia del aeropuerto militar.

Una hora después del derramamiento de sangre, a través del campo del aeropuerto, llegó a la carretera la primera columna guerrillera. Delgada y larga, con una bandera roja al frente, pasó entre la multitud de soldados italianos y se acercó a la ciudad ascendiendo por la cuesta de Zalli. Una segunda columa descendía por la vertiente norte.

De lejos llegó un grito prolongado:

¡Los guerrilleros! ¡Los guerrilleros!

Subí corriendo a la segunda planta para verlo. Las columnas me parecieron escuálidas. Esperaba ver gigantes con armas refulgentes y eran sólo dos columnas vulgares, tremendamente vulgares, con sendas banderas rojas al frente. ¿Adonde se dirigían? ¿No sabían que la ciudad estaba enfurecida y armada hasta los dientes? Al parecer no sabían nada de esto, pues continuaban avanzando con rapidez hacia el centro. Una tercera columna, aún más escuálida y todavía menos imponente, estaba atravesando el puente entre las turbas de soldados italianos. También ésta llevaba una bandera roja.

¿Por qué no eran más y por qué no tenían coches, cañones, antiaéreos, bandas de música, sino tan sólo una bandera roja y unas cuantas mulas cargadas con municiones y con los heridos al final?

Por la ladera norte descendía una cuarta columna. Entretanto, la primera avanzaba por la calle de Varosh. Las ventanas estaban abarrotadas. La gente hablaba en voz alta, agitaba los pañuelos; alguien tocaba una armónica.

Salí corriendo a la calle. Se acercaban, pálidos, delgados, vestidos con ropas que les estaban grandes o demasiado ajustadas. Buscaba con la mirada a mi tía. Una muchacha, otra más. No. Aún más muchachas. Se dirigían hacia el centro. Sin percatarme yo mismo, caminaba junto a ellos, con un grupo de chavales. La tía no aparecía por ningún lado. Quizás en la otra columna. Desde las ventanas continuaban saludándolos. Un grupo de mujeres corría junto a ellos y preguntaba sin parar. Alguien se abrazaba, rompiendo la formación.