Sentí dolor en la mano derecha. Las uñas de Ilir se me clavaban en la carne. Tenía ganas de vomitar.
– Vámonos.
Ninguno había pronunciado esta palabra y, sin embargo, tapándonos los ojos con la mano buscamos a ciegas la escalera.
Descendimos por fin. Nos marchamos. A medida que nos alejábamos de la carnicería, las calles se iban animando. Unos volvían del mercado con coles en las manos. Otros se dirigían a él. ¿Sabían acaso lo que estaba sucediendo allá arriba, en el matadero?
– ¿Dónde os habíais metido? -tronó de pronto una voz, como caída del cielo. Alzamos la cabeza. Apareció ante nosotros Mane Voco, el padre de Ilir. Llevaba en las manos un pan de maíz y un manojo de cebolletas.
– ¿Dónde estabais? -insistió-. ¿Por qué estáis tan pálidos?
– Estábamos allí… en el matadero.
– ¿En el matadero?
Las cebolletas se agitaron en su mano, como serpientes.
– ¿Qué pintabais vosotros en el matadero?
– Nada, papá, fuimos sólo para ver.
– ¿Para ver qué?
Las cebolletas se tranquilizaron y sus tallos colgaron flácidamente.
– Nunca más volváis al matadero -dijo Mane Voco con voz suave.
Sus dedos buscaban algo en el pequeño bolsillo del chaleco. Por fin lo encontró. Medio leke.
– Tomad, idos ambos al cine.
Mane Voco se fue. Poco a poco íbamos saliendo de nuestro desconcierto. La visión del mercado, que atravesábamos ahora, nos tranquilizaba. Sobre los tenderetes, sobre los cestos, sobre los pañuelos extendidos, se ofrecía un mundo verde que no existía en nuestras casas. Coles, verduras, cebollas, sonrisas de los valles, leche, rocío matutino, queso, perejil y, en medio de todo aquello, el tintineo del dinero. Preguntas. Respuestas. Preguntas. ¿Cuánto? ¿Cuánto? ¿Cuánto? Murmullos. Maldiciones. «¡Que se te atragante! ¡Ojalá te lo gastes en medicinas!». ¡Cuánto veneno resbalaba por la lechuga, por las coles! Y resbalaban los gusanos, resbalaba la muerte. ¿Cuánto?
Nos alejamos. Al fondo de la plaza, un soldado italiano tocaba la armónica mirando pasar a las muchachas. Llegamos hasta las carteleras. No había película.
Regresamos a nuestras casas. Al subir la escalera oí la risa de mi tía, la menor. Xexo y doña Pino estaban aún allí. La tía, sentada en una silla, balanceaba una pierna y reía a carcajadas. Xexo volvió los ojos dos o tres veces hacia la abuela, quien no hizo sino fruncir ligeramente los labios, como diciendo: «Qué le vamos a hacer, querida Xexo, así son las muchachas de ahora».
Llegó papá.
– ¿Lo has oído? -le dijo la tía en cuanto entró-. En Tirana han atentado contra Víctor Manuel.
– Me lo han contado en el café.
– El autor del atentado había escondido el revólver en un ramo de rosas.
– ¿Ah, sí?
– Mañana lo ahorcan. Tiene diecisiete años.
– ¡Oh, esos pobres muchachos! -exclamó la abuela.
– Es la hecatombe.
– ¡Qué pena que no acertara! -dijo la tía-. Se lo impidieron las rosas.
– ¿Qué sabes tú de todo eso? -dijo mamá casi con reprobación.
– Lo sé -dijo la tía.
Xexo se puso el gorro y, tras despedirse, se fue. Poco después se marchó también doña Pino.
Subí a la segunda planta. Había cierta animación en las calles. Regresaban del mercado los últimos viandantes. Maksut, el hijo de Nazo, llevaba bajo el brazo un repollo, que parecía una cabeza cortada. Tuve la impresión de que sonreía para sus adentros.
Los campesinos habían comenzado a marcharse. Poco más tarde, las calles de Varosh y de Palorto, las de Hazmurat, de Chetemel y de Zalli, la carretera y el puente del río se llenarían de sus negras pellizas, que se alejarían y se alejarían en dirección a sus aldeas, que nunca llegaban a verse. Como un caballo amarrado al palenque, esa tarde la ciudad devoraría el verdor que habían traído. Aquella materia verde y suave que habían traído consigo, el rocío de los prados y el resonar de las esquilas, eran demasiado escasos y resultaban incapaces de suavizar tan siquiera un poco su aspereza. Los aldeanos se iban. Sus pellizas negras bailaban ahora bajo el crepúsculo. El empedrado despedía las últimas chispas de irritación bajo los cascos de los caballos. Era tarde. Debían apresurarse para llegar a sus aldeas. Ni siquiera volvían la cabeza para mirar la ciudad que se quedaba sola con sus piedras. Desde la alta prisión de la fortaleza se difundía un tableteo apagado. Como cada tarde, los guardianes comprobaban los barrotes de las ventanas de la cárcel, golpeándolos rítmicamente con un hierro.
Contemplaba a los últimos campesinos que atravesaban ahora el puente del río y pensaba en lo extraño que resultaba dividir a los hombres en campesinos y ciudadanos. ¿Cómo son las aldeas? ¿Dónde están y por qué no se ven? En realidad, ni siquiera creía en la existencia de las aldeas. Me parecía que los campesinos que ahora se alejaban simulaban dirigirse a ellas, pero en realidad no iban a ninguna parte; simplemente se desperdigaban para acurrucarse en algún rincón tras los promontorios repletos de arbustos que rodeaban la ciudad y allí esperaban durante una semana, hasta que llegara el siguiente día de mercado, para llenar de nuevo nuestras calles de verdor, esquilas y rocío.
Me preguntaba por qué a los hombres se les había ocurrido reunir tanta piedra y madera y hacer con ellas muros y tejados de toda clase, para después darle el nombre de ciudad a todo ese enorme montón de calles, de aleros, de chimeneas y de patios. Pero aún más incomprensible me resultaba la expresión «ciudad ocupada», pronunciada cada vez con mayor frecuencia en las conversaciones de los mayores. Nuestra ciudad estaba ocupada. Esto significaba que había en ella soldados extranjeros. Lo sabía, pero lo que me atormentaba era otra cosa. No lograba imaginar la existencia de una ciudad sin ocupar. Además, si nuestra ciudad no estuviera ocupada, ¿no serían aquellas las mismas calles, las mismas fuentes y tejados, las mismas personas, y no tendría yo el mismo padre y la misma madre y no vendrían de visita Xexo, doña Pino, la tía Xemo y todas las personas que acostumbraban a hacerlo?
– No sois capaces de entender lo que significa una ciudad libre porque estáis creciendo en la esclavitud -me dijo una vez Javer cuando se lo pregunté-. Resulta difícil explicarlo, créeme. Todo será tan distinto entonces, tan hermoso, que al principio nos sentiremos aturdidos.
– ¿Tanto vamos a comer?
– Claro que comeremos. Sí, sí, claro. Pero habrá otras muchas cosas. ¡Oh, sí! Hay otras muchas cosas que yo mismo no sé muy bien.
El sol brillaba intermitentemente entre las nubes. Caía una lluvia de gotas escasas que parecía sonreír tímidamente. La puerta de madera se abrió y doña Vino salió a la calle. Menuda, toda vestida de negro, con el bolso color rojo de sus instrumentos bajo el brazo, partió con paso vivo por la calzada. La lluvia caía leve y gozosa. En algún lugar había boda. Doña Vino se dirigía allí. Había engalanado a todas las novias de la ciudad. Sus manos secas, extrayendo del bolso un sinfín de pinzas, de hilos, de fibras, de cajas, llenaban los rostros de las novias de salpicaduras de estrellas, de ramitas de ciprés, de signos celestes que flotaban en el misterio blanco de los polvos.
Mi aliento empañó tenuemente el cristal y doña Vino se emborronó. Sólo se distinguía su movimiento negro al fondo de la calle. De ese mismo modo saldría para vestir un día a mi propia novia. ¿Vuedes hacerle una estrella en la mejilla, doña Vino? Llevaba tiempo pensando en aquella pregunta.