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– Así es, querida Selfixe -dijo Xexo-. Tenemos nosotros la culpa de todo. Se está excediendo este pueblo, se está excediendo. Dicen que dentro de unos días se van a reunir todos los hombres y las mujeres de la ciudad y van a salir por las calles con banderas y con música, gritando y cantando «¡Viva la mierda!» ¿Se ha visto alguna vez calamidad semejante?

Mamá se sacudía la cara con las manos.

– Vivir para ver.

– Vergüenza, vergüenza -exclamó la abuela.

– Vete a saber qué les queda por ver a nuestros ojos -dijo Xexo-. Pero el que está en lo alto -alzó la mano como siempre que mencionaba a Dios- tarda, pero no olvida. Ayer hizo que le saliera barba a la hija de Checho Kaili. Mañana hará que nos salgan espinas a todos.

– Dios no lo quiera -dijo mamá.

Antes de irse, Xexo nos dio algunos consejos (yo había observado que cuando daba consejos su voz se tornaba aún más nasal).

– Cuando os cortéis las uñas, no las dejéis en cualquier sitio, sino quemadlas, de modo que no puedan encontrarlas.

– ¿Por qué?

– Porque la brujería se hace con las puntas de las uñas, y del pelo, hijo. Y tú, muchacha, pobrecita mía, cuando te peines, cuida de no dejar los pelos en cualquier parte. Eso es lo que espera el Malo.

– Dios no lo quiera -repitió mamá.

– Y la ceniza, cuando la recojáis, enterradla.

Xexo se fue como había llegado, con su respiración característica, cubierta con su sombrero negro, dejando atrás inseguridad y alarma, como era habitual. Así la recordaba siempre, agitada, cargada de problemas, sin hablar nunca de cosas alegres, sino únicamente de las tétricas, vivificándose con su desarrollo. Ilir sospechaba que practicaba la brujería.

No se hablaba de otra cosa en los hogares. Al comienzo, tras los primeros acontecimientos, se produjo una cierta desesperación. Después, según sucede habitualmente en estos casos, la conmoción inicial pasó y la gente se esforzó por dilucidar las causas y las raíces del mal. Se interrogó sobre ello a las viejas de la vida. Eran éstas unas mujeres muy viejas que nunca se asustaban ni se asombraban de nada. Hacía tiempo que no salían de sus casas. El mundo les parecía aburrido ya que para ellas todos los acontecimientos, incluyendo los más importantes -inundaciones, epidemias, guerras-, no eran más que una mera repetición. Ya eran viejas en los tiempos de la monarquía, incluso antes de la monarquía, en la época de la república, ya eran viejas durante la Primera Guerra Mundial, incluso antes, a comienzos de siglo. La vieja Haxe hacía veintidós años que no salía de casa. Otra vieja, de la familia de los Zekate, llevaba veintitrés. La vieja Neshilan no había salido desde hacía dieciocho, después de enterrar a su último yerno. La vieja Xano salió tras treinta y un años de encierro voluntario y sólo anduvo unos metros más allá del umbral de su casa, para emprenderla a golpes con un oficial italiano que andaba haciendo la corte a una tataranieta suya. Las viejas de la vida eran muy fuertes, todo nervio y huesos, a pesar de que comían muy poco y se pasaban todo el día fumando y tomando café. Cuando la vieja Xano cogió de la oreja al oficial italiano, éste, creyendo que podría zafarse con un simple gesto, lanzó un alarido. Sacó el revolver y golpeó a la vieja en las manos. Pero ella no sólo no soltó su presa, sino que comenzó a darle golpes en la cara con su otra mano huesuda, hasta derribarlo por tierra. Y es que las viejas de la vida tenían muy pocas carnes en sus cuerpos y escasos puntos sensibles. Eran como los cuerpos que se preparan para ser embalsamados, de los que se extraen todas las partes blandas que puedan descomponerse con facilidad. Junto con la grasa y la carne excesiva, de su ser habían escapado los deseos superfluos, la curiosidad, el miedo, las emociones, la vacilación, los escrúpulos. Javer dijo una vez que la vieja Xano, con la misma sangre fría habría atrapado por la oreja al mismo Benito Mussolini, tal como había hecho con el soldado italiano.

Acerca de los hechizos, las viejas de la vida dijeron algunas sabias palabras, muy parcas. Mencionaron algunos ejemplos antiguos, de los que podía extraerse la conclusión de que explosiones semejantes de brujería se producían habitualmente en vísperas de acontecimientos graves, cuando las almas están inquietas, como las hojas antes de la tormenta.

Quedaban numerosos interrogantes por esclarecer, incluyendo el más importante: ¿quién era el autor de los hechizos? Pero la gente, en lugar de dedicar su tiempo a indagaciones de carácter general, comenzó a emprender acciones más concretas. Los hijos de Aqif Kaxahu se dispusieron a vigilar día y noche, por turnos, ocultos en la buhardilla. Doña Pino, que había resultado especialmente afectada por los embrujos a causa de su profesión de engalanadora de las novias de la ciudad, se compró un perro tan grande como un lobo y lo mantenía atado en el patio. Mane Voco había sacado del desván el viejo fusil de los tiempos de Turquía y lo tenía listo, colgado detrás de la puerta. El ayuntamiento reforzó la vigilancia en el cementerio de la ciudad.

Además, la gente adoptó algunas medidas defensivas de carácter preventivo. Las mujeres guardaban bajo llave las cenizas del hogar, como si fuera preciada harina, y los hombres, al salir de las barberías, llevaban siempre consigo un pañuelo o una hoja de periódico, donde el barbero les había envuelto cuidadosamente los cabellos cortados.

Tras estas medidas, la oleada de brujería pareció remitir. En las conversaciones comenzaron de nuevo a abrirse paso las preocupaciones habituales que habían sido relegadas momentáneamente a causa de los extraños sucesos. Se restablecía una suerte de seguridad y de tranquilidad. Pero fue algo pasajero. Los embrujos volvieron a desatarse justo cuando parecía que estaban desapareciendo y esta vez con un ímpetu sin precedentes. La señal partió de un tonel de queso, cerrado y sellado, que estalló una noche con estrépito aterrador en la casa del viejo artillero Avdo Babaramo. Con el recrudecimiento de los maleficios, apareció pegado en numerosos puntos un bando del ayuntamiento que llamaba al pueblo a la colaboración en la captura de los culpables. Pero tampoco esto resultó. Los encantamientos proseguían. A la mujer de Aqif Kaxahu alguien le sonrió una noche desde la buhardilla de su propia casa, haciéndole señales con la mano, como diciendo «ven, ven». Después del estallido del tonel de queso, decían que el hijo mayor de Avdo Babaramo tenía problemas con su mujer. Pero fue el tercer encantamiento, que recayó sobre doña Pino, el que causó mayor revuelo. No se trataba de nada extraordinario; por el contrario, otra vez la ceniza esparcida, esta vez humedecida con vinagre. Pero la bulla que organizamos los chavales al verla fuera de sí tras descubrir el embrujo llamó la atención de una patrulla militar italiana que pasaba por la calle. Al parecer, la patrulla informó a la guarnición del revuelo incomprensible que estaba teniendo lugar y un cuarto de hora más tarde entraban apresuradamente en el patio de doña Pino cuatro ingenieros italianos provistos de herramientas y aparatos para detectar minas. Vieron nuestros ojos aterrados, vieron también a doña Pino golpeándose las mejillas y, sin esperar más o pedir mayores explicaciones, iniciaron la búsqueda en el lugar al que nosotros dirigíamos los ojos.

– Diablos -repetía uno-. El aparato no registra nada.

Por fin se marcharon irritados. Mientras se alejaban, uno de ellos gritó a grandes voces:

– Che putana!

El insulto iba dirigido a doña Pino.

Cada día, al aproximarse la noche, bullían en nuestros cerebros las especulaciones sobre la brujería. Era de imaginar que mientras la noche lo cubría todo, comenzando por las torres de la fortaleza y la prisión hasta llegar a la ribera del río, en algún lugar, bajo soportales abandonados, manos desconocidas juntaban uñas, cabellos, restos de hogar y otros objetos de poder maléfico y los envolvían en trapos murmurando palabras escalofriantes de múltiples sentidos.